Hay cosas que ahora sé y que antes ignoraba.
Como ésta: en el mismo instante de su nacimiento, Itempas el Brillante atacó al Señor de la Noche. Sus naturalezas eran tan opuestas que al principio pareció un imperativo del destino, algo inevitable. Guerrearon durante incontables eternidades. De vez en cuando uno de ellos alcanzaba la victoria, pero luego caía derrotado. Sólo gradualmente llegaron a comprender que su batalla no tenía sentido. A gran escala era un empate eterno.
Sin embargo, en este proceso y totalmente por accidente, crearon muchas cosas. Al vacío sin forma en el que había nacido Nahadoth, Itempas lo dotó de gravedad, movimiento, función y tiempo. Con cada estrella que caía en el fuego cruzado, uno de los dioses utilizaba las cenizas para crear algo nuevo: otras estrellas, planetas, nubes de brillantes colores, maravillas que palpitaban y se movían en espiral. Poco a poco, entre los dos fueron dando forma al universo. Y cuando se aposentó el polvo de su batalla, los dos dioses descubrieron que aquello les complacía.
¿Cuál de ellos hizo el primer movimiento hacia la paz? Imagino que al principio fueron pasos en falso, treguas rotas y cosas así. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que el odio diera paso a la tolerancia, luego al respeto y la confianza y por fin a algo más? Y cuando finalmente sucedió, ¿serían tan apasionados en el amor como lo habían sido en la guerra?
Hay un romance legendario en esta historia. Y lo más fascinante para mí, lo más aterrador, es que no ha terminado aún. T’vril se marchó a trabajar al amanecer. Intercambiamos unas pocas palabras y un tácito entendimiento: lo de la noche pasada sólo había sido un momento de consuelo entre amigos. No fue tan incómodo como yo esperaba. Me dio la sensación de que no esperaba nada más. La vida en el Cielo no alentaba otras cosas.
Dormí un rato más y luego estuve tumbada en la cama, pensando.
La abuela me había dicho que los ejércitos de Menchey no tardarían en ponerse en marcha. Con tan poco tiempo, se me ocurrían pocas estrategias que tuvieran auténticas posibilidades de salvar a Darr. Lo mejor que podía hacer era retrasar el ataque. Pero ¿cómo? Tal vez pudiera buscar aliados en el Consortium. Ras Onchi hablaba por la mitad del Alto Norte. Puede que ella lo supiera… No. Había visto a mis padres y al consejo de los guerreros de Darr dedicar años a la búsqueda de aliados. De haber existido algún aliado potencial, ya tendría que haber aparecido. Lo máximo que conseguiría sería granjearme las simpatías de individuos concretos como Onchi, lo que no estaba mal pero en última instancia carecía de valor.
Así que tendría que ser otra cosa. En realidad, bastaría con ganar unos días. Si lograba retrasar el ataque hasta la ceremonia de sucesión, el trato alcanzado con los enefadeh entraría en vigor y Darr contaría con cuatro protectores divinos.
Siempre que ganaran la batalla, claro.
Un órdago, pues. Pero una probabilidad remota era mejor que nada. Lucharía por ella con todas mis fuerzas. Me levanté y fui a buscar a Viraine.
No estaba en su laboratorio. Una esbelta y joven sirvienta sí, limpiando.
—Está en las mazmorras —me dijo. Como yo no sabía dónde se encontraban, me indicó cómo podía llegar hasta allí, y partí hacia el más bajo de los pisos del Cielo. Mientras caminaba me pregunté a qué se debería la mirada de horror que había visto en el rostro de la sirvienta.
Salí del ascensor entre unos pasillos que parecían extrañamente oscuros. La luz de las paredes estaba tamizada de un modo extraño. Era menos brillante de lo que me había acostumbrado a ver, más triste. No había ventanas y, lo que resultaba aún más curioso, tampoco puertas. Al parecer, ni siquiera los criados vivían tan abajo. El eco de mis pasos llegaba hasta mí desde más adelante, así que no me sorprendió encontrarme con un espacio abierto al final del pasillo: una cámara oblonga de grandes dimensiones cuyo suelo inclinado descendía en dirección a una peculiar rejilla de metal de varios pasos de diámetro. Tampoco me sorprendió encontrarme a Viraine cerca de ella, mirándome fijamente. Lo más probable es que me hubiera oído en el momento mismo en que salí del ascensor.
—Dama Yeine. —Inclinó la cabeza. Por una vez no sonreía—. ¿No deberíais estar en el Salón?
Llevaba días sin asistir al Salón y sin revisar la documentación relativa a los reinos que me habían asignado. Teniendo en cuenta la situación, no era fácil pensar en tales quehaceres.
—Dudo que el mundo acuse mi ausencia, ahora o en los próximos cinco días.
—Ya veo. ¿Qué os trae por aquí?
—Te estaba buscando. —La abertura del suelo atrajo mi atención. Parecía una rejilla de alcantarilla increíblemente recargada y, al parecer, conducía a una especie de cámara situada bajo el suelo. En su interior había alguna fuente de luz más brillante que la que nos iluminaba a Viraine y a mí en aquella estancia, pero la extraña sensación de insipidez, de falta de color, era incluso más intensa allí. La luz que entraba bajo la cara de Viraine tendría que haber marcado los ángulos y las sombras de su expresión, pero el efecto era justamente el contrario.
—¿Qué lugar es éste? —pregunté.
—Estamos bajo el palacio propiamente dicho, en la columna de sustentación que nos mantiene sobre la ciudad.
—¿La columna está hueca?
—No. Sólo este espacio, aquí arriba. —Sus ojos me observaban tratando de decidir algo que yo era incapaz de adivinar—. Ayer no asististeis a la celebración.
No sabía si los miembros de las castas superiores conocían la fiesta de los criados y la ignoraban, o se trataba de un secreto. En previsión de esta última eventualidad dije:
—No estaba de humor para celebraciones.
—Si hubierais venido, esto os sorprendería menos —dijo mientras señalaba la rejilla que había a sus pies.
Me quedé donde estaba, dominada por un súbito temor.
—¿De qué estás hablando?
Suspiró y, de repente, me di cuenta de que tampoco él estaba de buen humor.
—Sólo del momento cumbre de la celebración del Día del Fuego. Muchas veces me piden que entretenga a los invitados. Con trucos y cosas así.
—¿Trucos? —Fruncí el ceño. Hasta donde yo sabía, el arte de los escribas era demasiado peligroso y poderoso para desperdiciarlo con trucos. Una línea mal escrita y solamente los dioses sabían lo que podía suceder.
—Trucos. El tipo de trucos que, por lo general, requieren un «voluntario» humano. —Esbozó una fina sonrisa al ver mi expresión de asombro—. No es fácil entretener a las castas superiores, ¿sabéis? Con alguna excepción, como vos. El resto… —Se encogió de hombros—. Una vida entera de caprichos satisfechos provoca paladares que únicamente se sacian con los placeres más elevados. O los más bajos.
Desde la rejilla y la cámara que había detrás llegó un gemido vacío y tenso que me heló las dos almas.
—En el nombre de los dioses, ¿qué habéis hecho? —susurré.
—Los dioses no tienen nada que ver con esto, querida mía. —Suspiró con la mirada clavada en el pozo—. ¿Para qué me estabais buscando?
Forcé a mis ojos y mi mente a apartarse de la rejilla.
—Necesito… necesito saber si hay algún modo de enviarle a alguien un mensaje desde el Cielo. En privado.
En condiciones normales, la mirada que me dirigió habría sido de desprecio, pero era evidente que lo que había en aquella mazmorra, fuera lo que fuese, le había quitado mordiente a su actitud, de ordinario sarcástica.
—¿Sois consciente de que espiar ese tipo de comunicaciones es una de mis obligaciones cotidianas?
Incliné la cabeza.
—Me lo imaginaba. Por eso te lo pregunto. Si hay algún modo de hacerlo, seguro que tú lo conoces. —Tragué saliva y luego me reprendí a mí misma en silencio por haber permitido que mi nerviosismo se manifestara—. Estoy dispuesta a compensarte por las molestias.
Bajo aquella extraña luz grisácea, hasta la sorpresa de Viraine parecía más apagada.
—Vaya, vaya. —Una sonrisa fatigada se dibujó en su rostro—. Dama Yeine, puede que sí seáis una Arameri a fin de cuentas.
—Hago lo que tengo que hacer —respondí simplemente—. Y sabes perfectamente que no tengo tiempo para ser más sutil.
Esto hizo que se le borrara la sonrisa de la cara.
—Lo sé.
—Pues entonces ayúdame.
—¿Qué mensaje queréis mandar y a quién?
—Si quisiera que se enterara medio palacio, no te preguntaría cómo se manda en privado.
—Lo pregunto, mi señora, porque el único modo de enviar un mensaje así es a través de mí.
Guardé silencio, desagradablemente sorprendida. Pero si lo pensaba un poco, tenía sentido. No conocía los detalles del funcionamiento de las esferas de comunicación pero, como cualquier magia basada en los sellos, su función se limitaba a imitar lo que cualquier escriba competente podría hacer.
Sin embargo, Viraine no terminaba de gustarme, por razones que yo misma no alcanzaba a entender del todo. Había visto la amargura en sus ojos y oído el desprecio en su voz cuando hablaba de Dekarta o de los demás miembros de la casta superior. Como los enefadeh, era un arma, y posiblemente estuviera tan esclavizado como ellos. Pero había algo en él que, simplemente, me ponía nerviosa. Sospechaba que era que no parecía tener lealtades. No estaba del lado de nadie, salvo del suyo propio. Eso significaba que podía confiar en que me guardara el secreto si conseguía que mereciera la pena para él. Pero ¿y si decidía que era más beneficioso revelárselo a Dekarta? O, aún peor, a Relad y Scimina. Nadie se podía fiar de un hombre que no servía a nadie.
Sonrió ligeramente al ver cómo lo pensaba.
—Claro está, siempre podéis pedirle a Sieh que os envíe el mensaje. O a Nahadoth. Estoy seguro de que él lo hará si conseguís motivarlo lo suficiente.
—Seguramente —respondí con voz fría.
La lengua darre tiene una palabra para la atracción que uno siente por el peligro: esui. El esui es lo que hace que los guerreros carguen en una batalla sin esperanza y mueran riendo. El esui es también lo que empuja a las mujeres hacia hombres que nos les convienen, hombres que serían malos padres, aliados del enemigo. La palabra senmita que más se le parece es «deseo», si se le añade el matiz de «sed de sangre» y «pasión por la vida», aunque ni siquiera así se capta la naturaleza completa del esui. Es la gloria y la necedad. Es todo aquello que no es sensato, ni racional, ni seguro… Pero sin el esui, vivir carece de sentido.
Es el esui, creo, lo que me empuja hacia Nahadoth. Puede que sea también lo que lo empuja a él hacia mí.
Pero me estoy desviando del tema.
—… pero entonces cualquier otro miembro de la casta superior podría ordenarle que le revelara el mensaje.
—¿De verdad creéis que me dejaría enredar en vuestros planes? ¿Después de haber vivido entre Relad y Scimina durante dos décadas? —Puso los ojos en blanco—. A mí me da igual quién acabe sucediendo a Dekarta.
—El próximo jefe de la familia podría hacerte la vida más fácil. O más difícil. —Lo dije en tono neutro. Quería que oyera una promesa o una amenaza, como más le gustara—. Yo diría que al mundo entero le importa la identidad de quién se sienta en el trono de piedra.
—Incluso Dekarta responde ante poderes superiores —dijo Viraine. Mientras me preguntaba qué demonios significaba aquello en el contexto de nuestra conversación, él volvió la mirada hacia el agujero que había al otro lado de la rejilla. La luz pálida se reflejó en sus ojos. En ese momento, su expresión se transformó en algo que me hizo ponerme en guardia inmediatamente—. Venid —dijo. Señaló la rejilla con un ademán—. Mirad.
Fruncí el ceño.
—¿Para qué?
—Siento curiosidad por algo.
—¿Por qué?
No dijo nada y esperó. Finalmente, con un suspiro, me acerqué al borde de la rejilla.
Al principio no vi nada. Entonces sonó otro de aquellos gemidos y algo se apareció arrastrándose. Tuve que recurrir a todas mis fuerzas para no salir corriendo y vomitar.
Cojamos un cuerpo humano. Retorzamos y estiremos sus miembros como si fueran de arcilla. Añadámosle otros nuevos, diseñados con los dioses saben qué fines. Saquémosle las entrañas del cuerpo, pero sin que dejen de funcionar. Cosámosle la boca y… Padre Celestial. Dios de todos los dioses.
Y lo peor de todo era esto: aún se veía inteligencia y consciencia en aquellos ojos distorsionados. Ni siquiera le habían dejado abierta la vía de escape de la locura.
No conseguí ocultar del todo mi reacción. Había una fina película de sudor sobre mi frente y mi labio inferior cuando levanté la mirada hacia los penetrantes ojos de Viraine.
—¿Y bien? —pregunté. Tuve que tragar saliva para poder continuar—. ¿Está satisfecha tu curiosidad?
Su modo de mirarme me habría perturbado aunque no me hubiera encontrado sobre la torturada y mutilada evidencia de su poder. Había en sus ojos una especie de lujuria que no tenía nada que ver con el sexo y sí en cambio con… ¿con qué? No era capaz de adivinarlo, pero me recordaba, de una manera muy desagradable, a la forma humana de Nahadoth. Como me sucedía con éste, mis dedos anhelaron el contacto de un cuchillo.
—Sí —dijo en voz baja. No había sonrisa en su rostro, pero pude ver una intensa y triunfante luz en su mirada—. Quería saber si teníais alguna oportunidad, la más mínima, antes de ayudaros.
—¿Y tu veredicto es…? —Pero ya lo sabía.
Hizo un gesto hacia el pozo.
—Kinneth podría haber mirado a esa criatura sin pestañear. Podría haberla convertido en eso ella misma y se habría divertido…
—¡Mentira!
—… o al menos habría fingido que se divertía y lo habría hecho tan bien que para el caso sería lo mismo. Ella tenía la fuerza necesaria para derrotar a Dekarta. Vos no.
—Puede que no —repliqué—. Pero al menos todavía tengo alma. ¿A cambio de qué vendiste tú la tuya?
Para mi sorpresa, su satisfacción pareció esfumarse. Bajó la mirada hacia el pozo, cuya luz grisácea hizo que sus ojos parecieran aún más apagados y ancianos que los de Dekarta.
—De muy poco —dijo antes de marcharse. Pasó a mi lado y desapareció por el pasillo en dirección al ascensor.
No lo seguí. Caminé hasta el otro extremo de la cámara, me senté contra la pared y esperé. Tras lo que me pareció una eternidad de silencio gris —interrumpido sólo por los ocasionales y tenues sonidos de dolor de la pobre alma del pozo— sentí que una trepidación ya familiar atravesaba la sustancia del palacio. Esperé aún un rato contando los minutos, hasta que decidí que la luz del sol se había desvanecido lo bastante del cielo del crepúsculo. Entonces me levanté y caminé hasta el pasillo, de espaldas a la mazmorra. La luz grisácea trazó sobre el suelo mi sombra con un contorno fino y atenuado. Me aseguré de que mi rostro estuviera entre las sombras antes de hablar.
—Nahadoth.
Las paredes se oscurecieron antes de que me volviera. Sin embargo, la sala estaba más iluminada de lo que habría debido, a causa de la luz que salía de la mazmorra. Por alguna razón, su oscuridad no le hacía efecto.
Me observó inescrutable, con su rostro aún más inhumanamente perfecto bajo aquella luz incolora.
—Ven —dije y pasé a su lado de camino a la mazmorra. El prisionero, quizá consciente de mi propósito, estaba mirándome. Esta vez no me estremecí al verlo mientras lo señalaba.
—Cúralo —dije.
Esperaba una respuesta furiosa. O divertida, o triunfante. En realidad no había manera de predecir la reacción del Señor de la Noche a la primera orden que le daba. Sin embargo, lo que no me esperaba fue lo que sucedió.
—No puedo.
Lo miré con el ceño fruncido. Contempló la mazmorra con desapasionamiento.
—¿Qué quieres decir?
—Dekarta dio la orden de hacerlo.
Y como llevaba el sello maestro, yo no podía anular ninguna de sus órdenes. Cerré los ojos y elevé una breve plegaria pidiendo perdón a… En fin. A cualquier dios que quisiera escucharme.
—De acuerdo —dije y mi voz sonó apenas en la cámara abierta. Respiré hondo—. Mátalo.
—Tampoco puedo hacer eso.
Esto sí que me sorprendió, y mucho.
—¿Por qué no, por el Maelstrom?
Nahadoth sonrió. Había algo extraño en aquella sonrisa, algo que me intranquilizó aún más de lo habitual, pero no podía permitirme el lujo de pensar demasiado en ello.
—La sucesión se producirá dentro de cuatro días —respondió—. Alguien debe enviar la Piedra de la Tierra a la cámara donde se celebra el ritual. Es la tradición.
—¿Qué? No lo…
Nahadoth señaló el pozo. No a la criatura lastimera y temblorosa que había allí, sino cerca de ella. Seguí la dirección de su dedo y vi algo en lo que no había reparado hasta entonces. El suelo de la mazmorra despedía una extraña luz grisácea, totalmente distinta a la de las paredes del palacio. El punto que señalaba Nahadoth parecía ser donde se concentraba la luz, no porque fuese más brillante, sino porque era más gris. Me lo quedé mirando y me pareció ver una sombra más oscura, encastrada en la traslúcida materia del palacio. Algo de pequeño tamaño.
Todo este tiempo había estado justo debajo de mis pies. La Piedra de la Tierra.
—El Cielo existe para contener y canalizar su poder, pero aquí, tan cerca, siempre hay alguna fuga. —El dedo de Nahadoth se desplazó ligeramente—. Ese poder es lo que lo mantiene vivo.
Se me había secado la boca.
—Y… ¿a qué te referías con lo de… enviar la Piedra a la cámara del ritual?
Esta vez señaló hacia arriba y vi que el techo de la cámara de la mazmorra tenía una abertura estrecha y redonda en el centro, como una pequeña chimenea. El angosto túnel que había más allá ascendía en línea recta, hasta donde alcanzaba la vista.
—No hay magia que pueda afectar directamente a la Piedra. No hay carne viviente que se pueda acercar a ella sin sufrir efectos perniciosos. De modo que, incluso para una tarea tan sencilla como llevar la Piedra desde aquí a la cámara superior, uno de los hijos de Enefa debe sacrificar su vida para desear que esté allí.
Al fin lo entendí. Oh, dioses, qué monstruosidad. La muerte sería una liberación para el desconocido del pozo, pero la Piedra, de algún modo, le impedía alcanzarla. Para escapar de aquella retorcida prisión de carne, tendría que colaborar en su propia ejecución.
—¿Quién es? —pregunté. Debajo, el hombre había logrado al fin sentarse, aunque con evidente incomodidad. Lo oí llorar en voz baja.
—Otro desgraciado al que sorprendieron rezando a un dios prohibido. Resulta que éste es un pariente lejano de los Arameri. Dejan libres a algunos para que aporten sangre nueva al clan. Así que estaba doblemente condenado.
—P-podría… —No podía pensar. Era monstruoso—. Podría enviar la Piedra muy lejos. Desear que estuviera en un volcán, o en algún páramo helado.
—Entonces sólo tendrían que mandar a uno de nosotros a recuperarla. Pero no se atreverá a desafiar a Dekarta. Si no hace lo que debe, su amante compartirá su misma suerte.
En el pozo, el hombre profirió un gemido especialmente fuerte, lo más parecido a un sollozo que su boca retorcida podía formar. Se me llenaron los ojos de lágrimas. La luz grisácea se volvió borrosa.
—Shhh —dijo Nahadoth. Lo miré con sorpresa, pero seguía observando el pozo—. Shhh. Ya no durará mucho. Lo siento.
Al ver mi confusión, me ofreció otra de aquellas sonrisas extrañas que yo no comprendía o no quería comprender. Pero es que estaba ciega. Seguía pensando que lo conocía.
—Siempre escucho sus plegarias —dijo el Señor de la Noche—, aunque no se me permita responder.
Nos encontrábamos al pie del Muelle, contemplando la ciudad desde casi un kilómetro de altura.
—Necesito amenazar a alguien —dije.
No había pronunciado palabra desde que saliéramos de la mazmorra. Nahadoth me había acompañado hasta el Muelle en mis vagabundeos por el Cielo (sin que los criados ni los miembros de la casta superior se atrevieran a acercársenos). No dijo nada, pero lo sentí allí, a mi lado.
—Al ministro de Mencheyev, un hombre llamado Gemd, quien probablemente dirija la alianza contra Darr. A él.
—Para amenazar hay que tener el poder de causar daño —dijo Nahadoth.
Me encogí de hombros.
—Los Arameri me han adoptado. Gemd ya ha asumido que tengo ese poder.
—Más allá del Cielo, tu derecho a darnos órdenes termina. Dekarta nunca te dará permiso para hacer daño a un reino que no lo ha ofendido.
No dije nada.
Nahadoth me miró de reojo, divertido.
—Ya veo. Pero un farol no contendrá demasiado tiempo a ese hombre.
—No tiene que hacerlo. —Me aparté de la barandilla y lo miré—. Sólo necesito cuatro días más. Y puedo usar tus poderes más allá del Cielo… si me dejas. ¿Lo harás?
Nahadoth se irguió y, para mi sorpresa, me acercó una mano a la cara. Me acarició la mejilla mientras deslizaba el pulgar por la curva inferior de mis labios. No voy a mentir: esto me hizo concebir ideas peligrosas.
—Esta noche me has ordenado que mate —dijo.
Tragué saliva.
—Por misericordia.
—Sí. —La perturbadora e inhumana mirada volvía a estar en sus ojos y finalmente podía darle nombre: comprensión. Una comprensión casi humana, como si durante ese instante pensara y sintiese como uno de nosotros.
—Nunca serás Enefa —dijo—. Pero posees parte de su fuerza. No quiero que te ofendas por la comparación, pequeño peón. —Me sobresalté y volví a preguntarme si podría leer mentes—. No la hago a la ligera.
Entonces retrocedió un paso. Abrió los brazos de par en par y, mientras el negro vacío de su cuerpo quedaba a la vista, esperó.
Di un paso hacia él y su oscuridad me envolvió. Puede que fuese mi imaginación, pero esta vez me pareció más cálida.