17
EL ALIVIO

Durante aquellas noches, aquellos sueños, vi a través de un millar de ojos. Panaderos, herreros, eruditos, reyes: hombres corrientes o extraordinarios. Viví sus vidas todas las noches. Pero como sucede con los sueños, ahora sólo recuerdo los más especiales.

En uno veo una habitación oscura y vacía. Casi no tiene mobiliario. Una mesa antigua. Unas sábanas arrugadas y amontonadas en un rincón. Una escultura junto a ellas. No, no es una escultura: es un globo, principalmente azul, cuya cara más próxima es un mosaico marrón y blanco. Sé de quién es la habitación.

—Shh —dice una nueva voz, y de repente hay gente en el cuarto. Una figura esbelta, sobre el regazo de otra más grande. Y más oscura—. Shhh. ¿Quieres que te cuente una historia?

—Mmmm —dice el más pequeño. Un niño—. Sí. Más mentiras hermosas, papá, por favor.

—Vamos, vamos. Los niños no son tan cínicos. Sé un niño bueno o nunca llegarás a ser grande y fuerte como yo.

—Yo nunca seré como tú, papá. Ésa es una de mis mentiras favoritas.

Veo un pelo castaño y desgreñado. Una mano lo acaricia, una mano elegante y de largos dedos. ¿El padre?

—Te he visto crecer durante estas largas edades. Dentro de mil años, de cien mil…

—Y cuando me haya hecho tan grande, ¿mi padre, brillante como el sol, abrirá los brazos y me recibirá a su lado?

Un suspiro.

—Si está lo bastante solo, puede que sí.

—¡No lo quiero! —Finalmente, el niño se aparta de la mano que lo acaricia y levanta la mirada. Sus ojos reflejan la luz como los de una bestia nocturna—. Yo nunca te traicionaré, papá. ¡Nunca!

—Shh. —El padre se inclina y deposita un delicado beso sobre la frente del niño—. Lo sé.

Y entonces, el niño se pega a él y entierra el rostro en la suave oscuridad, llorando. El padre lo abraza, lo mece con suavidad y comienza a cantar. En su voz oigo el eco de todas las madres que alguna vez han reconfortado a sus hijos en las últimas horas del día y de todos los padres que alguna vez han susurrado esperanzas a los oídos de sus pequeños. No entiendo el dolor que percibo, y que los envuelve como unas cadenas, pero sí me doy cuenta de que el amor es la mejor defensa contra él.

Es un momento privado. Soy una intrusa. Abro unos dedos invisibles y dejo que el sueño pase entre ellos y se aleje.

Sentí con intensidad la falta de sueño al arrastrarme hasta la vigilia, bien avanzado el día siguiente. Era como si tuviese la cabeza llena de lodo, de una materia densa, coagulada. Me senté al borde de la cama con las rodillas en alto y, al contemplar el luminoso y despejado cielo de la mañana, al otro lado de la ventana, pensé:

«Voy a morir.»

«Voy a MORIR .»

«Dentro de siete días… No, ahora seis.»

«Morir.»

Me avergüenza admitir que esta letanía continuó durante algún tiempo. No había asimilado del todo la seriedad de mi situación hasta entonces: mi inminente muerte había quedado arrinconada frente a la amenaza de Dekarta y la conspiración celestial. Pero ahora, las extrañas manifestaciones de mi alma ya no podían distraerme y lo único en lo que podía pensar era la muerte. Aún no tenía ni veinte años. Nunca había estado enamorada. No había dominado las nueve formas del cuchillo. Nunca había… Dioses, nunca había vivido en realidad, más allá de lo que me habían legado mis padres: ennu y Arameri. Parecía totalmente inconcebible que estuviera condenada y, sin embargo, así era.

Porque si los Arameri no me mataban, no me hacía la menor ilusión sobre los enefadeh. Era la vaina de la espada que esperaban utilizar contra Itempas, su único medio de fuga. Si se posponía la ceremonia de sucesión o, por algún milagro, lograba convertirme en la sucesora de Dekarta, estaba segura de que los enefadeh, simplemente, acabarían conmigo. Estaba claro que, al contrario que los demás Arameri, no estaba protegida frente a ellos. Sin duda aquélla era una de las alteraciones que habían aplicado a mi sello de sangre. Y puede que matarme fuese el modo más sencillo de liberar el alma de Enefa con mínimos daños. Tal vez Sieh lamentase mi muerte, pero nadie más en todo el Cielo lo haría.

Así que me quedé en la cama, temblando y llorando, y puede que hubiera seguido haciéndolo todo el día —una sexta parte de la vida que me quedaba— si no hubieran llamado a mi puerta.

Esto me hizo volver en mí, más o menos. Aún llevaba la ropa con la que me había quedado dormida la noche antes. Tenía el pelo alborotado, el rostro hinchado y los ojos inyectados en sangre. No me había bañado. Al abrir una rendija en la puerta descubrí, con gran consternación, que era T’vril, con una bandeja de comida en una mano.

—Saludos, prima… —Hizo una pausa, me miró mejor y frunció el ceño—. ¿Qué demonios os ha pasado?

—N-nada —musité mientras trataba de cerrar la puerta. Pero él alargó la mano que no tenía ocupada para abrirla y entró en el cuarto. Habría protestado, pero las palabras murieron en mi garganta al ver que me miraba con una expresión que habría hecho sentirse orgullosa a mi abuela.

—Les estáis dejando ganar, ¿no? —preguntó.

Puede que me quedara boquiabierta. Suspiró.

—Sentaos.

Cerré la boca.

—¿Cómo….?

—Estoy al tanto de casi todo lo que sucede en este lugar, Yeine. Por ejemplo, del próximo baile y de lo que sucederá después. Por lo general, no se informa a los mestizos de estas cosas, pero tengo mis contactos. —Me cogió delicadamente por los hombros—. Supongo que vos también lo habéis averiguado, razón por la que estáis ahí sentada, pudriéndoos.

En cualquier otra ocasión me habría agradado que me llamara por mi nombre. En ésta sacudí la cabeza como aturdida y me froté las sienes para tratar de espantar un dolor persistente que se había instalado allí.

—T’vril, no…

—Sentaos, maldita sea, antes de que perdáis el sentido y tenga que llamar a Viraine. Cosa que, por cierto, no os conviene que haga. Sus remedios son eficaces, pero sumamente desagradables. —Me cogió de la mano y me llevó a la mesa—. He venido porque me han dicho que no habíais pedido desayuno ni almuerzo y pensé que podías estar matándoos de hambre otra vez. —Tras obligarme a tomar asiento y dejar la bandeja en la mesa, cogió un plato de fruta cortada, pinchó un trozo con un tenedor y me la puso delante de la cara, hasta que me la comí—. Parecíais una chica sensata cuando llegasteis aquí. Los dioses saben que este sitio tiene la capacidad de volver loca a la gente, pero no esperaba que sucumbierais con tanta facilidad. ¿No erais una guerrera, o algo por el estilo? Se rumorea que corríais entre los árboles medio desnuda y armada con una lanza.

Levanté hacia él una mirada de hostilidad, ofendida a pesar de mi estado.

—Es la cosa más estúpida que jamás me has dicho.

—Conque aún no estáis muerta. Bien. —Me cogió la barbilla entre los dedos y me miró a los ojos—. Y no os han derrotado. ¿Entendido?

Me aparté de él con un movimiento brusco, aferrándome a mi rabia. Era mejor que la desesperación, aunque casi igual de inútil.

—No sabes de qué estás hablando. Mi pueblo… Vine aquí a ayudarles, y en lugar de hacerlo ahora corren más peligro que antes por mi culpa.

—Sí, eso he oído. Pero sois consciente de que tanto Scimina como Relad son unos mentirosos consumados, ¿no? Nada que hayáis podido hacer ha provocado esto. Los planes de Scimina se pusieron en marcha mucho antes de que llegarais al Cielo. Así es como hace las cosas esta familia. —Acercó un trozo de queso a mi boca. Tuve que morderlo, masticarlo y tragármelo para que me quitara la mano de delante.

—Si eso es… —Me acercó otro trozo de fruta. Aparté el tenedor de un manotazo y la fruta salió despedida y se perdió en algún lugar entre mis estanterías—. ¡Si eso es cierto, entonces no puedo hacer nada! Los enemigos de Darr se preparan para atacar. Mi tierra es débil. No podemos repeler un ejército y mucho menos la cantidad de ellos que se están congregando en nuestra contra.

Asintió, sobrio, y me ofreció un nuevo trozo de fruta.

—Eso parece propio de Relad. Normalmente, Scimina es más sutil. Pero la verdad es que podría ser cualquiera de ellos. Dekarta no les ha dado mucho tiempo para trabajar y los dos se vuelven torpes bajo presión.

La fruta me sabía a sal.

—Entonces dime… —Pestañeé para contener las lágrimas—. ¿Qué se supone que debo hacer, T’vril? Dices que les estoy dejando ganar, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

Dejó el plato, me cogió las manos y se inclinó hacia delante. De repente me di cuenta de que sus ojos eran verdes, aunque de una tonalidad más oscura que la mía. Nunca me había parado a pensar en el hecho de que éramos parientes. La mayoría de los Arameri no me parecían humanos, y mucho menos familiares.

—Luchad —dijo con voz baja y penetrante. Sus manos me aferraban con tanta fuerza que me dolía—. Luchad del modo que podáis.

Puede que fuese la fuerza de sus manos, o la urgencia de su voz, pero de pronto me di cuenta de algo.

—Querrías ser tú el heredero, ¿no?

Parpadeó con sorpresa y, un instante después, una sonrisa arrepentida apareció en su rostro.

—No —dijo—. En realidad no. Nadie querría ser heredero en estas condiciones. No os envidio. Pero… —Apartó la mirada hacia las ventanas y lo vi en sus ojos: una terrible frustración que debía de llevar toda la vida devorándolo. La secreta certeza de que era tan listo, tan fuerte, tan merecedor del poder, tan digno del liderazgo como Relad o Scimina.

Y si alguna vez tenía la oportunidad, lucharía por conservarlo. Por utilizarlo. Lucharía aunque no hubiera esperanza alguna de victoria, porque lo contrario era aceptar que aquella estúpida y arbitraria elección por la sangre tenía algo que ver con la lógica. Que los amn eran realmente superiores a las demás razas. Que no merecía otra cosa que ser un sirviente.

Y yo no merecía otra cosa que ser un peón. Fruncí el ceño. T’vril se dio cuenta.

—Eso está mejor. —Dejó el plato de fruta en mi mano y se puso en pie—. Terminad de comer y vestíos. Quiero enseñaros algo.

No me había dado cuenta de que era un día de fiesta. El Día del Fuego. Una celebración amn de la que había oído hablar pero a la que no había prestado demasiada atención. Cuando T’vril me sacó de la habitación, oí que los sonidos de las risas y la música senmita flotaban por los pasillos. Nunca me había gustado la música de aquel continente. Era extraña y arrítmica, llena de extraños acordes menores, la clase de cosa que, se suponía, sólo la gente de gustos refinados podía comprender o apreciar.

Suspiré, creyendo que íbamos en aquella dirección, pero T’vril lanzó una mirada sombría hacia allí y sacudió la cabeza.

—No. No os conviene acudir a esa fiesta, prima.

—¿Por qué no?

—Es para purasangres. Serías bien recibida, desde luego y yo, como mestizo, también podría ir, pero os sugiero que evitéis los eventos sociales con nuestros parientes de sangre más nobles si quieres pasarlo bien. Tienen… curiosas ideas de lo que resulta divertido. —Su mirada siniestra me previno contra nuevas preguntas—. Por aquí.

Me llevó en la dirección opuesta, varios pisos más abajo y en dirección al corazón del palacio. Los pasillos eran un hervidero de actividad, pero sólo vi criados, la mayoría de ellos tan atareados que apenas tenían tiempo de saludar a T’vril con un gesto de la cabeza. Dudo que repararan en mi presencia.

—¿Adónde van? —pregunté.

T’vril sonrió.

—A trabajar. He organizado turnos rotatorios para todos, así que supongo que habrán esperado hasta el último minuto para marcharse. No querían perderse la diversión.

—¿Diversión?

—Ajá. —Doblamos una esquina y nos encontramos frente a unas puertas amplias y traslúcidas—. Aquí estamos. El patio central. Como has hecho buenas migas con Sieh, supongo que la magia también te afectará; pero si no fuera así, si desaparezco, sólo tenéis que regresar al pasillo y esperarme allí. Volveré a buscaros.

—¿Qué? —Estaba acostumbrándome a sentirme como una estúpida.

—Ya lo veréis. —Abrió las puertas.

La escena al otro lado era casi pastoril. O al menos me lo habría parecido de no haber sabido que me encontraba en medio de un palacio que flotaba a casi un kilómetro por encima de la tierra. Nos encontrábamos frente a una especie de inmenso atrio situado en su centro, donde varias hileras de pequeñas casitas bordeaban una vereda de guijarros. Con sorpresa, descubrí que las casitas no estaban hechas del material perlino del que estaba construido el resto del palacio, sino de piedra, madera y ladrillos vulgares y corrientes. Y el estilo de su construcción —los primeros ángulos y líneas rectos que veía— también difería enormemente, tanto entre cada una de las casas como respecto al palacio. Muchos de los diseños eran extranjeros, tokken, mekatish y otros, incluida una de brillante techumbre dorada que puede que fuese irti. Al levantar la mirada me di cuenta de que el patio central se encontraba en el interior de una vasta esfera alojada en el centro del palacio. Sobre nosotros había un círculo de cielo perfectamente azul y despejado.

Pero el lugar estaba en silencio y en calma. No había nadie en las casitas ni alrededor de ellas. Ni siquiera soplaba el viento.

T’vril me cogió de la mano, cruzamos el umbral… Y me quedé boquiabierta, pues al instante se disolvió el silencio. De repente había gente por todas partes, personas a montones que reían y exclamaban en un alborozado jaleo que no me habría sorprendido tanto de no haber aparecido de improviso. Y había música también, más grata a mis oídos que la senmita, pero igualmente distinta a la que acostumbraba a oír. Procedía de algún lugar cercano, en medio de las casitas. Había logrado distinguir una flauta y un tambor, y una babel de lenguas —entre las que sólo reconocí el kenti— cuando alguien me agarró del brazo y me hizo dar la vuelta.

—¡Shaz, has venido! Pensaba que… —El hombre amn que me había cogido se sobresaltó al verme la cara y luego palideció—. ¡Oh, demonios!

—No pasa nada —me apresuré a responder—. Un error comprensible. —Desde atrás podía pasar por tema, narshe o cualquier otra de las razas del norte… Y no se me había escapado que me había llamado por un nombre de muchacho. Pero, evidentemente, ésa no era la causa de su espanto. Sus ojos se habían clavado en mi frente y en el sello de purasangre que había allí.

—Tranquilo, Ter. —T’vril se acercó y me puso una mano en el hombro—. Es la nueva.

Aliviado, el hombre recobró el color en las mejillas.

—Lo siento, señorita —dijo con una reverencia—. Yo sólo… En fin. —Esbozó una sonrisa atribulada—. Ya me entendéis.

Volví a tranquilizarlo, a pesar de que no estaba totalmente segura de entender. El hombre se alejó entonces, dejándome sola con T’vril… en la medida en que se podía estar sola en medio de aquella multitud. Ahora podía ver que todos los presentes llevaban las marcas de las castas inferiores. Eran sirvientes. Debía de haber casi un millar de personas en el enorme espacio del patio central. A T’vril se le daba tan bien mantenerlos ocupados que no me había dado cuenta de que hubiera tantos servidores en el Cielo, aunque supongo que tendría que haber deducido que debían de ser más numerosos que los miembros las castas superiores.

—No culpéis a Ter —dijo T’vril—. Hoy es uno de los pocos días en los que podemos olvidarnos de las castas. No esperaba encontrarse con eso. —Señaló mi frente con un gesto de la cabeza.

—¿Qué es esto, T’vril? ¿De dónde ha salido toda esta…?

—Un pequeño favor de los enefadeh. —Hizo un gesto hacia la entrada que acabábamos de atravesar y luego hacia arriba. El aire que rodeaba el patio central despedía un leve brillo, parecido al de un cristal, en el que no había reparado hasta entonces. Nos encontrábamos en el interior de una enorme y transparentes burbuja de… algo. Magia o lo que fuese—. Nadie que tenga una marca superior a la de un cuarto de sangre puede ver nada, aunque atraviese la barrera —me explicó—. Hicieron una excepción por mí y, como habéis visto, podemos traer a otros si lo deseamos. Esto quiere decir que podemos divertirnos sin que las castas superiores vengan a espiar nuestras «pintorescas costumbres plebeyas», como si fuésemos animales en un zoológico.

Al fin lo entendía. Sonreí. Probablemente fuese una de las numerosas y pequeñas rebeliones que fomentaban discretamente los servidores contra sus parientes de mayor alcurnia. Si me quedaba más tiempo en el Cielo, seguro que vería otras…

Sólo que, claro está, no iba a vivir lo bastante para eso.

Este pensamiento me enfrió el ánimo al instante, a pesar de la música y el regocijo que me rodeaban. T’vril sonrió por un momento y me soltó la mano.

—Bueno, ya estáis aquí. Divertíos un rato, ¿queréis? —Y casi en el mismo momento en que me decía esto, una mujer lo agarró y se lo llevó hacia la muchedumbre. Vi un destello de cabello rojizo en medio de otras cabezas y luego desapareció.

Yo me quedé donde me había dejado, embargada por una extraña sensación de soledad. Los sirvientes se divertían a mi alrededor, pero yo no formaba parte de ello. Y tampoco podía relajarme en medio de tanto ruido y tanto caos, por muy alegres que fuesen. Ninguna de aquellas personas era darre. Ninguna se enfrentaba a una ejecución inminente. Ninguna llevaba en su interior el alma de un dios, contaminando todo lo que creían y sentían.

Pero T’vril me había llevado allí para tratar de alegrarme el ánimo y habría sido una descortesía marcharse inmediatamente. Así que miré a mi alrededor en busca de algún lugar tranquilo donde pudiera sentarme y no estorbar. Mis ojos localizaron un rostro familiar. O al menos me pareció familiar al principio. Un joven me observaba desde la escalera de una de las casitas. Sonreía como si él me conociera a mí, al menos. Era un poco mayor que yo, y tenía un rostro bonito y una figura esbelta. Parecía tema, pero sus ojos verde claro no tenían absolutamente nada de tema…

Recuperé el aliento y me acerqué a él.

—¿Sieh?

Sonrió.

—Me alegro de ver que has salido.

—Has… —Me quedé boquiabierto un momento más y luego cerré la boca. Sabía desde el principio que Nahadoth no era el único enefadeh capaz de cambiar de forma—. ¿Así que esto es obra tuya? —Señalé la barrera, que ahora podía percibir con claridad sobre nosotros, como una cúpula.

Se encogió de hombros.

—La gente de T’vril nos hace favores constantemente. Me parece justo devolvérselos. Los esclavos tenemos que ayudarnos unos a otros.

Había en su tono una amargura que no había oído antes. Resultaba extrañamente reconfortante, comparada con mi propio estado de ánimo, así que me senté en los escalones a su lado, cerca de sus piernas. Juntos contemplamos la celebración en silencio durante largo rato. Al cabo de un tiempo sentí que su mano me tocaba el pelo y lo acariciaba, lo que me reconfortó aún más. Adoptara la forma que adoptase, seguía siendo el mismo Sieh.

—Crecen y cambian tan deprisa… —dijo en voz baja, mirando un grupo de bailarines que había junto a los músicos—. A veces los detesto por ello.

Lo miré con sorpresa. Era un sentimiento insólito en él.

—Vosotros, los dioses, nos hicisteis así, ¿no?

Me miró de reojo y, durante un irritante y doloroso instante, vi confusión en su rostro. Enefa. Había hablado como si yo fuera Enefa.

Entonces, la confusión pasó y compartimos una sonrisa pequeña y triste.

—Lo siento —dijo.

No podía estar resentida con él, viendo el remordimiento de su expresión.

—Supongo que me parezco a ella.

—No es eso. —Suspiró—. Es que a veces… Bueno, parece que murió ayer.

La Guerra de los Dioses había sucedido más de dos mil años antes, según los cálculos de la mayoría de los eruditos. Aparté la mirada y suspiré yo también, abrumada por la anchura del abismo que nos separaba.

—No eres como ella —dijo—. La verdad es que no.

No quería hablar de Enefa, pero no dije nada. Levanté las rodillas y apoyé la barbilla en ellas. Sieh siguió acariciándome el pelo, como si yo fuera un gato.

—Era reservada como tú, pero ése es el único parecido. Ella era… más fría. Tardaba más en enfadarse, aunque tenía el mismo tipo de temperamento, creo, salvaje cuando finalmente se inflamaba. Siempre nos esforzábamos mucho en no hacerla enfurecer.

—Hablas como si le tuvierais miedo.

—Pues claro. ¿Cómo no íbamos a tenérselo?

Fruncí el ceño, confusa.

—Era vuestra madre.

Sieh titubeó y en ello sentí un eco de mis anteriores pensamientos sobre el abismo que nos separaba.

—Es… difícil de explicar.

Odiaba ese abismo. Quería cruzarlo, pero ni siquiera sabía si era posible. Así que dije:

—Inténtalo.

Su mano se detuvo en mi cabello y luego se echó a reír con voz dulce.

—Me alegro de que no seas una de mis adoradoras. Me volverías loco con tus peticiones.

—¿Te molestarías siquiera en responder a las plegarias que te elevara? —Sonreí sin poder evitarlo ante la idea.

—Oh, claro. Pero puede que te metiera una salamandra en la cama como respuesta.

Me eché a reír, lo que me sorprendió. Era la primera vez en todo el día que me sentía humana. No fue una carcajada muy larga, pero al terminar me sentí mejor. Siguiendo un impulso, me moví para apoyarme en sus piernas y apoyé la cabeza sobre su rodilla. Su mano no se movió de mi pelo.

—Cuando nací, no necesitaba la leche de mi madre —dijo Sieh con lentitud, pero esta vez no percibí ninguna mentira. Creo que, simplemente, le costaba encontrar las palabras justas—. No necesitaba que me protegieran del peligro o me cantaran nanas. Podía oír las canciones entre las estrellas y era más peligroso para los mundos que visitaba de lo que ellos podrían serlo nunca para mí. Y sin embargo, comparado con los Tres, era débil. Me parecía a ellos en muchos aspectos, pero obviamente era inferior. Naha fue el que la convenció de que me dejara vivir para comprobar en qué llegaba a convertirme.

Fruncí el ceño.

—¿Ella iba a… matarte?

—Sí. —Mi espanto lo hizo reír—. Estaba constantemente matando, Yeine. Era la muerte lo mismo que la vida, el crepúsculo lo mismo que el alba. Todo el mundo lo olvida.

Me volví hacia él y el gesto le hizo apartar las manos de mi pelo. Hubo algo en su reacción, algo apesadumbrado y vacilante, totalmente impropio de un dios, que me hizo enfurecer de repente. Estaba allí, en todas sus palabras. Por muy incomprensibles que pudieran ser las relaciones entre los dioses, él había sido un niño y Enefa su madre y la había amado con el abandono de un niño. Y sin embargo, ella había estado a punto de matarlo, como un criador de caballos sacrifica a un potro poco vigoroso.

O una madre asfixia a una hija peligrosa…

No. Eso había sido totalmente distinto.

—La tal Enefa está empezando a caerme mal —dije.

Sieh se sobresaltó y me miró durante un segundo largo. Luego se echó a reír. Por absurdo que pueda parecer, era una risa contagiosa: humor nacido del dolor. Sonreí yo también.

—Gracias —dijo Sieh, antes de dejar de reír del todo—. Detesto adoptar esta forma. Siempre me hace llorar.

—Pues vuelve a ser un niño. —Yo también lo prefería así.

—No puedo. —Hizo un gesto dirigido a la barrera—. Esto absorbe demasiadas de mis fuerzas.

—Ah. —De repente me pregunté cuál sería su estado normal: ¿el niño? ¿O aquel adulto resabiado que asomaba la cabeza cada vez que bajaba la guardia? ¿O algo totalmente distinto? Pero era una pregunta demasiado íntima y posiblemente dolorosa, así que no la formulé. Permanecimos sentados en silencio un rato más, observando cómo bailaban los criados.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó al fin.

Volví a apoyar la cabeza en su rodilla y no dije nada.

Sieh suspiró.

—Si supiera cómo ayudarte, lo haría. Lo sabes, ¿no?

Las palabras me animaron más de lo que esperaba. Sonreí.

—Sí. Lo sé, aunque no puedo decir que lo entienda. Sólo soy una mortal, como el resto de ellos, Sieh.

—Como el resto de ellos, no.

—Sí. —Lo miré—. Por muy… distinta que pueda parecer… —No me gustaba decirlo en voz baja. No había nadie lo bastante cerca como para oírnos, pero aun así parecía estúpido arriesgarse—. Tú mismo lo dijiste. Aunque viviera cien vidas como ésta, sólo sería un parpadeo en las vuestras. No debería significar nada para ti, lo mismo que ellos. —Señalé el gentío con la cabeza.

Se rió en voz baja. La amargura había regresado.

—Oh, Yeine. Realmente no lo entiendes. Si los mortales no significaran nada para nosotros, nuestras vidas serían mucho más sencillas. Y también las vuestras.

A esto no pude responder nada. Así que guardé silencio y él hizo lo mismo mientras, a nuestro alrededor, los criados seguían divirtiéndose.

Era casi medianoche cuando por fin abandoné el patio central. La fiesta continuaba viento en popa, pero T’vril se marchó conmigo y me acompañó a mis aposentos. Había estado bebiendo, aunque no tanto, ni de lejos, como otros que yo había visto.

—Al contrario que ellos, debo tener la cabeza despejada por la mañana —dijo cuando se lo mencioné.

Nos detuvimos al llegar a la puerta de mis habitaciones.

—Gracias —le dije con toda sinceridad.

—No os habéis divertido —respondió—. Os he visto. No habéis bailado en toda la velada. ¿Tomasteis al menos un vaso de vino?

—No. Pero me ha sido de ayuda. —Intenté dar con las palabras exactas—. No voy a negar que una parte de mí estuvo todo el rato pensando: «Estoy desperdiciando la sexta parte de lo que me queda de vida.» —Sonreí. A T’vril se le arrugó el semblante—. Pero estar rodeada de tanta alegría… me ha hecho sentir mejor.

Había mucha compasión en sus ojos. Una vez más, me encontré preguntándome por qué me ayudaba. Supongo que había en él un sentimiento de camaradería, e incluso puede que le gustase. Era conmovedor pensarlo y puede que por eso levantase la mano para acariciarle la mejilla. Parpadeó con sorpresa, pero no se apartó. Eso también me agradó, así que cedí al impulso.

—Supongo que no soy guapa para lo que estás acostumbrado a ver —me aventuré. Sentía una leve aspereza en su mejilla y recordé que a los hombres de las islas les salía barba. La idea me resultó exótica e intrigante.

Media docena de pensamientos pasaron por el rostro de T’vril en el lapso de una respiración y finalmente cristalizaron en una lenta sonrisa.

—Bueno, seguro que yo tampoco te lo parezco a ti —dijo—. He visto esos salvajes a los que los darre llamáis hombres.

Solté una risilla, repentinamente nerviosa.

—Y además somos parientes, claro…

—Esto es el Cielo, prima. —Era asombroso, pero eso lo explicaba todo.

Abrí la puerta de mi habitación, lo tomé de la mano y lo llevé dentro conmigo.

Fue extrañamente delicado… o puede que sólo me pareciera extraño porque tenía pocas experiencias con las que comparar. Me sorprendió descubrir que era aún más pálido por debajo de la ropa y que tenía los hombros cubiertos de manchitas, como las de un leopardo, pero más pequeñas y esparcidas al azar. Sentí su cuerpo tal como lo esperaba, esbelto y fuerte, y me gustaron los ruidos que hacía. Intentó darme placer, pero yo estaba demasiado tensa, era demasiado consciente de mi propia soledad y mi propio miedo, así que no hubo campanadas para mí. Tampoco me importó mucho.

No estaba acostumbrada a tener compañía en la cama, así que después dormí intranquila. Al fin, en las últimas horas de la noche, me levanté y fui al aseo con la esperanza de que un baño me ayudara a conciliar el sueño. Mientras se llenaba la bañera, fui al lavabo, me eché agua en la cara y me miré al espejo. La tensión había hecho aparecer nuevas arrugas alrededor de mis ojos, que me hacían parecer mayor. Me llevé una mano a la boca, embargada de repentina melancolía por la chica que había sido sólo unos meses antes. No era una persona inocente —ningún líder puede permitirse ese lujo—, pero sí feliz, más o menos. ¿Cuándo había sido la última vez que había sido feliz? No era capaz de recordarlo.

De repente me sentí molesta con T’vril. Al menos, el placer me habría relajado y me habría ayudado a salir de aquella espiral de tristeza y pensamientos sombríos. Al mismo tiempo, me fastidiaba sentir aquella decepción, porque me gustaba T’vril y la culpa era tan mía como suya.

Pero por detrás de este pensamiento, sin que yo lo invitara, llegó otro aún más perturbador, un pensamiento contra el que combatí durante largos segundos, atrapada entre una fascinación mórbida de emociones prohibidas y un temor supersticioso.

Sabía por qué no había encontrado satisfacción con T’vril.

«Nunca susurres su nombre en la oscuridad.»

No. Era una estupidez. No, no, no.

«A menos que quieras que responda.»

Había una terrible y enloquecida temeridad en mi interior. Se revolvía dando vueltas y chocaba contra las paredes de mi cabeza, un estrépito de cosas que no llegaban a ser pensamientos. De hecho, pude ver cómo se manifestaba al mirarme en el espejo: mis propios ojos me devolvieron la mirada, demasiado abiertos, con las pupilas demasiado dilatadas. Me pasé la lengua por los labios y, por un momento, no fueron los míos. Pertenecían a otra mujer, mucho más valiente y estúpida que yo.

El cuarto de baño no estaba a oscuras gracias a las paredes brillantes, pero la oscuridad adoptaba muchas formas. Cerré los ojos y le hablé a la negrura que había bajo mis labios.

—Nahadoth —dije.

Mis labios apenas se movieron. Sólo había insuflado a la palabra el aliento suficiente para hacerla audible y nada más. Ni siquiera me oí yo misma entre el ruido del agua corriente y los latidos de mi corazón. Pero esperé. Dos respiraciones. Tres.

No sucedió nada.

Durante un instante sentí una decepción totalmente irracional. Tras ella llegó al instante una sensación de alivio y de furia contra mí misma. ¿Qué me pasaba, por el Maelstrom? En toda mi vida había hecho algo tan estúpido. Debía haber perdido la razón.

Le di la espalda al espejo… y en ese mismo instante las paredes se oscurecieron.

—Pero qué… —comencé a decir y una boca se posó sobre la mía.

Aunque la lógica no me hubiese dicho de quién se trataba, lo habría hecho el beso. No tenía sabor, sólo humedad y fuerza, y una lengua ávida y ágil que se enroscó alrededor de la mía como una serpiente. Su boca estaba mucho más fría que la de T’vril. Pero sentí que un calor de naturaleza distinta se apoderaba de mí como respuesta y cuando unas manos comenzaron a explorar mi cuerpo, fui incapaz de impedir que mi cuerpo se retorciera para salir a su encuentro. La respiración se me aceleró al sentir que, finalmente, aquella boca reclamaba la mía y penetraba en mi garganta.

Sabía que tendría que haberlo detenido. Sabía que era su manera preferida de matar. Pero cuando unas cuerdas invisibles me levantaron en vilo y me inmovilizaron contra la pared y unos dedos se deslizaron entre mis músculos para interpretar una música sutil, pensar se hizo imposible. Aquella boca, su boca, estaba por todas partes. Debía de tener una docena de ellas. Cada vez que yo gemía o gritaba, una de ellas me besaba y se bebía el sonido como si fuese vino. Cuando podía contenerme, su cara se pegaba a mi cabello. Su aliento era suave y rápido junto a mi oído. Traté de alargar los brazos, creo que para abrazarlo, pero no había nada allí. Entonces sus dedos hicieron algo nuevo y comencé a gritar, a gritar con toda la fuerza de mis pulmones, pero volvió a taparme la boca y desapareció todo sonido, toda luz, todo movimiento. Los había engullido por completo. No había nada más que placer, un placer que parecía prolongarse por toda la eternidad. Si me hubiera matado allí mismo, habría muerto feliz.

Entonces desapareció.

Abrí los ojos.

Estaba sentada en el suelo del baño. Tenía los miembros fláccidos, temblorosos. Las paredes volvían a brillar. A mi lado, la bañera estaba llena hasta el borde de agua humeante. Los grifos estaban cerrados. Me encontraba sola.

Me levanté, me bañé y volví a la cama. T’vril murmuró en sueños y me rodeó con un brazo. Me acurruqué contra él y, durante el resto de la noche, me dije que temblaba de miedo, nada más.