16
EL SAR -ENNA -NEM

Los sacerdotes mencionan a veces la Guerra de los Dioses, sobre todo como advertencia sobre la herejía. Fue por culpa de Enefa, dicen. Fue por culpa de la Traidora, durante tres días la gente y los animales yacieron impotentes, al borde de la asfixia, con los corazones cada vez más lentos y los vientres hinchados por unos intestinos que habían dejado de funcionar. Las plantas se marchitaban y morían en cuestión de horas. Llanuras fértiles se transformaron en grisáceos yermos. Mientras tanto, el mar que ahora llamamos de la Penitencia hervía y, por alguna razón, las montañas más altas, todas ellas, se partían por la mitad. Los sacerdotes dicen que fue obra de los engendros de los dioses, la inmortal progenie de Enefa, que se alinearon con los dos bandos y batallaron sobre la tierra. Sus padres, los señores del cielo, lucharon ante todo aquí.

Fue por culpa de Enefa, dicen los sacerdotes. Pero no dicen por qué Itempas la asesinó.

Al finalizar la guerra, la mayor parte del mundo había muerto. Lo que quedaba de él había cambiado para siempre. En mi tierra, los cazadores cuentan historias sobre bestias que ya no existen. Las canciones de la estación de la cosecha alaban especies perdidas tiempo atrás. Los primeros Arameri hicieron mucho por los supervivientes, nunca olvidan añadir los sacerdotes. Con la magia de los dioses que habían hecho prisioneros rellenaron los océanos, sellaron las montañas y curaron la tierra. Aunque ya no se podía hacer nada por los muertos, salvaron a todos los supervivientes que pudieron.

Por un precio.

Los sacerdotes tampoco mencionan esto.

De hecho, no quedaba gran cosa por discutir. A la luz de la inminencia de la ceremonia, los enefadeh necesitaban mi cooperación más que nunca, de modo que, con palpable fastidio, Kurue accedió a mis condiciones. Todos sabíamos que había pocas probabilidades de que llegara a convertirme en la heredera de Dekarta. Todos sabíamos que los enefadeh sólo accedían para tenerme contenta. Y yo lo estaba, siempre que no lo pensara demasiado.

Luego, uno a uno, se marcharon todos, menos Nahadoth. Era el único, dijo Kurue, con el poder suficiente para llevarme a Darr y traerme de vuelta en las pocas horas que aún le quedaban a la noche. Así que, en medio del silencio que se había hecho a continuación, me volví hacia el Señor de la Noche.

—¿Cómo es posible? —preguntó. Se refería a la visión de su derrota.

—No lo sé —dije—. Pero ha sucedido otras veces. Una vez tuve un sueño sobre el antiguo Cielo. Vi cómo lo destruías. —Tragué saliva, helada—. Creí que era sólo un sueño, pero si lo que vi es lo que realmente sucedió… —Recuerdos. Estaba viendo los recuerdos de Enefa. Padre Celestial, no quería pensar lo que eso significaba.

Entornó los ojos. Volvía a tener aquel rostro, el que yo temía porque era incapaz de no desearlo. Clavé los ojos en un punto situado sobre sus hombros.

—Es lo que sucedió —dijo lentamente—. Pero Enefa ya estaba muerta por entonces. Nunca vio lo que me hizo.

«Y ojalá yo tampoco lo hubiera visto.» Pero antes de que pudiera decir nada, Nahadoth dio un paso hacia mí. Retrocedí rápidamente otro y se detuvo.

—¿Ahora me tienes miedo?

—Has intentado arrancarme el alma.

—Y sin embargo, aún me deseas.

Me quedé helada. Claro, cómo no iba a notarlo. No dije nada. No quería admitir mi debilidad.

Pasó a mi lado para acercarse a la ventana. Me estremecí mientras lo hacía. Un zarcillo de su manto se había enroscado alrededor de mi muslo por un instante en una fría caricia. Me pregunté si sería consciente de ello.

—¿Qué es lo que esperas conseguir en Darr, exactamente? —preguntó.

Tragué saliva, contenta de cambiar de tema.

—Tengo que hablar con mi abuela. Había pensado en utilizar una esfera de sello, pero no entiendo de esas cosas. Es posible que exista un modo de que otros espíen nuestra conversación.

—Existe.

En esta ocasión no me alegré de tener razón.

—Entonces debo hacer mis preguntas en persona.

—¿Qué preguntas?

—Si es cierto lo que me han dicho Ras Onchi y Scimina sobre que los vecinos de Darr se están armando para la guerra. Quiero saber lo que piensa mi abuela sobre la situación. Y… me gustaría saber… —Sentí que me embargaba una inexplicable vergüenza—. Más cosas sobre mi madre. Si era como el resto de los Arameri.

—Ya te lo he dicho: lo era.

—Espero que me disculpes, mi señor Nahadoth, si no confío en ti.

Se volvió ligeramente, así que pude ver el borde de su sonrisa.

—Lo era —repitió—. Y tú también.

Las palabras, en su fría voz, fueron como una bofetada.

—Ella hizo lo mismo —continuó—. Tenía tu edad, o puede que un poco menos, cuando empezó a hacer preguntas, preguntas y más preguntas. Y cuando no podía obtenerlas de nosotros educadamente, nos ordenaba que contestáramos… como has hecho tú. Anidaba tanto odio en su joven corazón… Igual que en el tuyo.

Combatí el impulso de tragar saliva, convencida de que él se daría cuenta.

—¿Qué clase de preguntas?

—La historia de los Arameri. La guerra entre mi hermano y yo. Muchas cosas.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea.

—¿No se lo preguntaste?

—Me daba igual.

Aspiré hondo y obligué a mis puños sudorosos a abrirse. Así era él, tuve que recordarme. No tenía ninguna necesidad de decir nada sobre mi madre. Simplemente, sabía que era el mejor modo de perturbarme. Me lo habían advertido. A Nahadoth no le gustaba matar sin más. Jugaba contigo y te hacía cosquillas hasta que perdías el control, olvidabas el peligro y te abrías a él. Conseguía que se lo pidieras.

Transcurridos unos instantes de silencio, se volvió hacia mí.

—La mitad de la noche ha pasado ya. Si quieres ir a Darr, ha de ser ahora.

—Oh. Ah, sí. —Volví a tragar saliva y miré a mi alrededor. A cualquier parte menos a él—. ¿Cómo viajaremos?

Como respuesta, extendió la mano.

Aunque no era necesario, me limpié la mía en la falda y la tomé.

La negrura que lo rodeaba se extendió como unas alas y llenó la habitación hasta su abovedado techo. Se me escapó un jadeo y habría retrocedido, pero su mano se había cerrado como un cepo sobre la mía. Al mirarlo a los ojos sentí que me mareaba: los suyos habían cambiado. Ahora eran totalmente negros, tanto el iris como la zona de alrededor. Y lo que era aún peor, las sombras más próximas a su cuerpo se habían intensificado de tal modo que lo único visible de él era su mano extendida.

Miré fijamente el abismo en el que se había convertido y no fui capaz de aproximarme.

—Si quisiera matarte —dijo, y vi que su voz también había cambiado y ahora reverberaba de manera sombría—, ya sería demasiado tarde.

Eso era cierto. Así que levanté la mirada hacia aquellos ojos terribles, hice acopio de valor y dije:

—Llévame a Arrebaia de Darr, por favor. Al templo del Sarenna-nem.

La negrura de su núcleo se expandió tan rápidamente a mi alrededor que no tuve tiempo ni de gritar. Hubo un instante de frío y presión insoportables, tanto que creí que me aplastarían. Pero entonces el dolor desapareció, seguido casi al instante por el frío. Abrí los ojos y no vi nada. Extendí las manos —incluida la que sabía que él estaba sujetando— y no sentí nada. Grité y sólo pude oír el silencio.

Entonces me encontré sobre un suelo de piedra, y mi respiración captó aromas familiares mientras sentía que una cálida humedad me empapaba la piel. Tras de mí se extendían las calles y muros de piedra de Arrebaia, cubriendo toda la planicie en la que nos encontrábamos. Me di cuenta de que la noche estaba más avanzada allí que en el Cielo porque las calles estaban casi vacías. Frente a mí ascendían unos escalones de piedra rosada, jalonados a ambos lados por grandes lámparas, al final de los cuales se encontraban las puertas del Sar-enna-nem.

Me volví hacia Nahadoth, que había recobrado la forma casi humana que utilizaba habitualmente.

—E-eres bienvenido en la casa de mi familia —dije. Aún estaba temblando por la forma en que habíamos llegado hasta allí.

—Lo sé. —Comenzó a subir los peldaños. Sorprendida, me quedé mirando su espalda durante diez peldaños antes de volver en mí y seguirlo.

Las puertas del Sar-enna-nem eran pesadas y feas, de madera y hierro. Habían reemplazado algún tiempo atrás a las originales, que eran de piedra. Hacían falta al menos cuatro mujeres para operar los mecanismos que las abrían, lo que suponía una enorme mejora respecto a los tiempos antiguos, en los que tenían que reunirse no menos de veinte acólitas para moverlas. Había llegado sin anunciarme, en las últimas horas de la noche, y sabía que nuestra aparición despertaría a la guardia entera. Hacía siglos que nadie nos atacaba, pero mi pueblo se enorgullecía igualmente de su vigilancia.

—Puede que no nos dejen entrar —murmuré al llegar junto al Señor de la Noche. Me costaba seguir su paso. Subía los peldaños de dos en dos.

Nahadoth no respondió y tampoco aminoró la marcha. Oí el ruido fuerte y resonante que hacía la gran tranca al levantarse y a continuación las puertas se abrieron… por sí solas. Me encogí al comprender lo que había hecho. Naturalmente, se oyeron gritos y pies que corrían a nuestro paso, y cuando salimos al patio cubierto de hierba que hacía las veces de entrada del Sar-ennanem, dos grupos de guardias acudieron corriendo. Uno de ellos era la compañía de la guardia de los portales, formada únicamente por hombres puesto que era un puesto poco importante, que sólo exigía fuerza bruta.

La otra compañía era la de la guardia permanente del interior del templo, compuesta por mujeres y los escasos hombres que se habían ganado el honor de ingresar en ella, distinguidos por las camisas de seda blanca que llevaban bajo la armadura. Los dirigía un rostro que me era familiar: Imyan, una mujer proveniente de la tribu de Somem, la mía. Gritó una orden en nuestra lengua al llegar al patio y la compañía se dividió a nuestro alrededor. En un instante estábamos rodeados por un círculo de lanzas y flechas que apuntaban a nuestros corazones.

No, sus armas apuntaban a mi corazón, advertí. Ni una sola de ellas amenazaba a Nahadoth.

Me coloqué delante de él para facilitarles las cosas y como señal de amistad. Por un instante me resultó extraño hablar en mi propia lengua.

—Me alegro de verte, capitana Imyan.

—No te conozco —respondió con voz seca. Estuve a punto de sonreír. De niñas habíamos hecho toda clase de travesuras juntas. Ahora era tan prisionera de su deber como yo.

—Te reíste la primera vez que me viste —dije—. Me había dejado el pelo largo, tratando de parecerme a mi madre. Dijiste que parecía un montón de musgo ensortijado.

Entornó los ojos. Ella llevaba el cabello —largo y hermosamente liso como todas las darre— recogido en una práctica trenza a la espalda.

—Si de verdad eres Yeine-ennu, ¿qué estás haciendo aquí?

—Sabes que ya no soy ennu —dije—. Los itempanos llevan toda la semana anunciándolo, tanto de palabra como por medios mágicos. Hasta en el Alto Norte han debido de enterarse a estas alturas.

La flecha de Imyan vaciló un instante más y luego, poco a poco, descendió. Al verlo, las demás armas bajaron también. Los ojos de Imyan pasaron un momento a Nahadoth, volvieron a mí y, por primera vez, percibí un atisbo de nerviosismo en su comportamiento.

—¿Y éste?

—Ya sabes quién soy —dijo Nahadoth en nuestra lengua.

Nadie se encogió al oír su voz. Los guardias darre están demasiado bien entrenados para eso. Pero vi que no pocos de ellos intercambiaban miradas de intranquilidad. El rostro de Nahadoth, advertí entonces, había comenzado a rielar de nuevo y era una sombra acuosa que mudaba con las sombras proyectadas por las antorchas. Allí había muchos mortales nuevos que seducir…

Imyan fue la primera en recuperarse.

—Señor Nahadoth —dijo al fin—. Bienvenido de nuevo.

«¿De nuevo?» Me la quedé mirando, y luego a Nahadoth. Pero entonces me saludó una voz más familiar y exhalé un suspiro de tensión que no sabía que hubiera estado conteniendo.

—Eres bienvenida, ciertamente —dijo mi abuela. Bajó un corto trecho de escalones que conducía a la zona de los alojamientos del Sar-enna-nem y los guardias le abrieron paso: una mujer ya entrada en años, más menuda de lo habitual, ataviada aún con el camisón (aunque reparé en que había tenido tiempo de ceñirse el cuchillo). A pesar de su pequeño tamaño —que yo, por fortuna, no había heredado— irradiaba un aire de fuerza y autoridad casi palpable.

Inclinó la cabeza ante mí al acercarse.

—Yeine. Te he echado de menos, pero no tanto como para desear que regresaras tan pronto. —Miró un instante a Nahadoth y luego de nuevo a mí—. Ven.

Y eso fue todo. Se volvió hacia las columnas que sustentaban la entrada y yo fui tras ella… o, al menos, lo habría hecho si Nahadoth no hubiera hablado.

—En esta parte del mundo el alba llega antes —dijo—. Tienes una hora.

Me volví, sorprendida a varios niveles.

—¿No vienes?

—No. —Y se encaminó a un lado del patio. Los guardias se apartaron de su camino con una rapidez que habría resultado graciosa en otras circunstancias.

Lo observé un momento y luego fui detrás de mi abuela.

Aquí me viene a la cabeza otro relato de mi infancia.

Se dice que el Señor de la Noche no puede llorar. Nadie sabe la razón de esto, pero entre los muchos dones que las fuerzas del Maelstrom concedieron al más oscuro de sus hijos no se encontraba la capacidad de llorar.

Itempas el Brillante sí puede hacerlo. Dice la leyenda que sus lágrimas son la lluvia que a veces cae cuando el sol todavía está en el cielo (aunque yo nunca lo he creído, porque esto significaría que Itempas llora con bastante frecuencia).

Enefa de la Tierra sí podía llorar. Sus lágrimas adoptaban la forma de esa lluvia amarilla y ardiente que cae sobre el mundo tras la erupción de un volcán. Esta lluvia aún sigue cayendo, mata las cosechas y envenena el agua. Pero ya no significa nada.

Nahadoth, Señor de la Noche, fue el primogénito de los Tres. Antes de que aparecieran los demás, pasó incontables eones totalmente solo en la creación. Puede que esto explique su incapacidad. Puede que, en medio de tanta soledad, las lágrimas se convirtieran en algo inútil.

El Sar-enna-nem fue una vez un templo. Su entrada principal es un salón enorme y abovedado, sustentado por columnas extraídas de una sola pieza de la tierra por mis antepasados mucho antes de que supiéramos de la existencia de innovaciones amn como la escritura o los mecanismos de relojería. Por entonces teníamos nuestras propias técnicas. Y el lugar que erigimos para honrar a los dioses era magnífico.

Tras la Guerra de los Dioses, mis antepasados hicieron lo que tenían que hacer. Los ventanales de la Luna y el Crepúsculo del Sar-enna-nem, antaño afamados por su belleza, se tapiaron, dejando únicamente el del Sol. Un nuevo templo, consagrado en exclusiva a Itempas y no mancillado por la devoción ofrecida en otro tiempo a sus hermanos, se construyó a cierta distancia, al sur. Ése es ahora el centro religioso de la ciudad. El Sar-ennanem se transformó en un simple centro de gobierno, desde donde el Consejo de los Guerreros emitía los edictos que yo, como ennu, ejecutaba. Cualquier santidad que pudiera tener desapareció hace tiempo.

El salón estaba vacío debido a lo avanzado de la hora. Mi abuela me condujo hasta el plinto elevado donde, durante el día, se sentaban los miembros del consejo sobre un círculo de gruesas alfombras. Tomó asiento. Yo hice lo propio frente a ella.

—¿Has fracasado? —preguntó.

—Aún no —respondí—. Pero es sólo cuestión de tiempo.

—Explícate —dijo, así que lo hice.

He de reconocer que alteré un poco el relato. No le hablé de las horas que había pasado en los aposentos de mi madre, llorando. Ni tampoco mencioné mis peligrosos pensamientos sobre Nahadoth. Y, desde luego, no dije una sola palabra sobre mis dos almas.

Cuando terminé no dio más pruebas de consternación que un suspiro.

—Kinneth siempre creyó que el amor que Dekarta le profesaba te protegería. No puedo decir que siempre me gustara, pero con los años aprendí a confiar en su juicio. ¿Cómo pudo equivocarse tanto?

—No estoy tan segura de que fuese así —dije en voz baja. Estaba acordándome de las palabras de Nahadoth sobre Dekarta y el asesinato de mi madre: «¿Crees que fue él?»

Desde entonces había hablado con Dekarta. Había visto sus ojos al hablar de mi madre. ¿Podía un hombre como él asesinar a alguien a quien amaba tanto?

—¿Qué te contó madre, Beba? —pregunté—. Sobre sus razones para abandonar a los Arameri.

Mi abuela frunció el ceño, sorprendida por mi repentino abandono de la formalidad. Ella y yo nunca habíamos estado muy unidas. Era demasiado vieja para convertirse en ennu cuando mi madre murió y no había tenido hijas. Aunque mi padre había conseguido, contra toda esperanza, sucederla (y al hacerlo se había convertido en uno de los tres ennu varones de toda la historia), yo era lo más parecido a una hija que nunca tendría. Yo, la encarnación medio-amn del mayor error cometido por su hijo. Hacía años que había renunciado a obtener su amor.

—No era algo de lo que hablase mucho —respondió Beba lentamente—. Decía que quería a mi hijo.

—Pero seguro que eso no sería suficiente para ti —dije en voz baja.

Su mirada se endureció.

—Tu padre me dejó muy claro que tendría que serlo.

Y entonces lo entendí: nunca había creído a mi madre.

—¿Cuál crees tú que fue la razón, entonces?

—Tu madre estaba llena de rabia. Quería hacer daño a alguien y estar con mi hijo fue su modo de conseguirlo.

—¿Alguien del Cielo?

—No lo sé. ¿Por qué te preocupa eso, Yeine? Lo que importa es el presente, no lo que sucedió hace veinte años.

—Creo que aquello tiene que ver con lo que está pasando ahora —dije, para mi propia sorpresa. Pero lo que decía mi abuela era cierto, comprendí al fin. Puede que lo hubiera sabido desde el principio. Y con este preludio, preparé mi siguiente ataque—. Nahadoth ha estado aquí antes, por lo que veo.

—El señor Nahadoth, Yeine. Aquí no somos amn. Respetamos a nuestros creadores.

—Los guardias saben cómo deben tratarlo. Por desgracia, a nadie se le ocurrió enseñarme a mí a hacerlo. Me habría venido bien ese entrenamiento antes de ir al Cielo. ¿Cuándo vino por última vez, Beba?

—Antes de que nacieras. Vino a ver a Kinneth una vez. Yeine, esto no es…

—¿Fue después de que padre se recuperara de la muerte ambulante? —pregunté. Lo dije en voz baja, a pesar de que la sangre me martilleaba en los oídos. Sentía deseos de alargar los brazos y zarandearla, pero me contuve—. ¿Fue la noche que me hicieron eso?

Su gesto ceñudo se hizo aún más marcado y su momentánea confusión dio paso a la alarma.

—¿Que te hicieron… el qué? ¿De qué hablas? Ni siquiera habías nacido aún. Kinneth estaba embarazada de muy poco tiempo. ¿Qué fue lo que…?

Y entonces la voz se le apagó. Vi que los pensamientos corrían veloces detrás de sus ojos, que me miraban cada vez más abiertos. Les hablé a esos pensamientos para tentarlos y tratar de extraer el conocimiento que percibía tras ellos.

—Madre trató de matarme cuando nací. —Ahora sabía por qué, pero había algo más en ello, algo que no había descubierto aún. Podía sentirlo—. No la dejaron quedarse a solas conmigo durante meses. ¿Lo recuerdas?

—Sí —susurró.

—Sé que me quería —dije—. Y sé que a veces las mujeres enloquecen durante el embarazo. Lo que fuese que la llevó a temerme en aquel momento… —estuve a punto de asfixiarme al decir esto. Nunca había sido una buena mentirosa— desapareció y después siempre fue una buena madre. Pero me imagino que te preguntarías, Beba, qué era lo que tanto miedo le daba. Y mi padre debió de preguntarse…

No terminé la frase. Había allí una verdad que no me había parado a considerar desde entonces…

—Nadie se preguntó nada.

Di un respingo y me volví. Nahadoth se encontraba a quince metros, en la entrada, enmarcado por su diseño triangular. Con la luna detrás era una simple silueta. Pero, como siempre, podía verle los ojos.

—Maté a todos los que me vieron con Kinneth aquella noche. —Las dos lo oíamos tan claramente como si se encontrara a nuestro lado—. Maté a su doncella y al niño que vino a servirnos vino, y al hombre que se sentaba junto al lecho de tu padre enfermo. Maté a los tres guardias que quisieron espiarnos siguiendo las órdenes de esta anciana. —Señaló con la cabeza a Beba, que se puso tensa—. Después de aquello, nadie se atrevió a preguntarse nada sobre ti.

«¿Así que te has decidido a hablar?», le habría preguntado, pero entonces mi abuela hizo algo tan inesperado, tan increíble, tan estúpido, que se me atragantaron las palabras en la garganta. Se puso en pie de un salto y, desenvainando su cuchillo, se colocó delante de mí.

—¿Qué le hicisteis a Yeine? —exclamó. Nunca en mi vida la había visto tan furiosa—. ¿Qué perversión te encomendaron los Arameri? ¡Es mía, nos pertenece a nosotros, no tenías derecho!

Nahadoth se echó a reír en aquel momento y el sonido contenía un latigazo de furia que me provocó un escalofrío por toda la columna vertebral. ¿Lo había tomado por un mero esclavo amargado, una criatura digna de lástima que arrastraba la carga de su culpa? Era una tonta.

—¿Crees que este templo te protege? —siseó. Sólo entonces me di cuenta de que no había llegado a cruzar el umbral—. ¿Has olvidado que tu pueblo también me veneró aquí una vez?

Dio un paso y entró.

Las alfombras bajo mis rodillas se desvanecieron. El suelo, que era de planchas de madera, se desintegró. Debajo había un mosaico de baldosas semipreciosas, piedras de todos los colores intercaladas con planchas cuadradas de oro. Exhalé un jadeo al ver que los ladrillos, con un destello, se desvanecían y entonces, de repente, aparecieron ante mis ojos los tres ventanales, no sólo el del Sol, sino también el de la Luna y el del Crepúsculo. Nunca me había dado cuenta de que estaban concebidos para verse juntos. Habíamos perdido tanto… Y a nuestro alrededor se alzaban las estatuas de unas criaturas tan perfectas, tan extrañas, tan familiares, que me entraron ganas de llorar por todos los hermanos y hermanas que había perdido Sieh, los leales hijos de Enefa, masacrados como perros por tratar de vengar el asesinato de su madre. «Os entiendo. A todos vosotros. Os entiendo perfectamente…»

Y entonces la luz de las antorchas desapareció y el aire chisporroteó y, al volverme, vi que Nahadoth también se había transformado. La oscuridad de la noche invadía ahora aquel extremo del Sar-enna-nem, pero no era como mi primera noche en el Cielo. Aquí, alimentado por el residuo de una antigua devoción, me mostró todo lo que había sido una vez: el primero entre los dioses, dulce sueño y pesadilla encarnados, todas las cosas hermosas y terribles. Más allá de un arremolinado huracán de noluz negro-azulada, vislumbré una piel blanca como la luna y unos ojos como estrellas distantes; y luego se transformaron en algo tan inesperado que, por un momento, mi cerebro se negó a interpretarlo. Pero el grabado de la biblioteca ya me lo había revelado, ¿no? Un rostro de mujer me observó rutilante desde la oscuridad, orgulloso, poderoso y tan fascinante que la deseé tanto como lo había deseado a él, sin que me pareciese que hubiese nada extraño en ello. Y entonces, el rostro volvió a mudar y se transformó en algo que no tenía nada de humano, algo con tentáculos y colmillos, y chillé. Sólo había oscuridad donde tendría que haber estado su rostro y esto era lo más aterrador de todo.

Avanzó otro paso. Lo sentí: una vastedad imposible e invisible se movía con él. Oí crujir las paredes del Sar-enna-nem, incapaces de contener tanto poder. Ni el mundo entero habría podido hacerlo. Un trueno sacudió el cielo sobre Darr. El suelo tembló bajo mis pies. Unos dientes blancos refulgieron en la oscuridad, afilados como los de un lobo. Entonces supe que tenía que actuar, o de lo contrario el Señor de la Noche mataría a mi abuela ante mis ojos.

Ante mis…

Ante mis ojos yace, tirada, desnuda y ensangrentada.

«Esto no es carne, es todo lo que puedo comprender»

Pero significa lo mismo que la carne, está muerta y violada, su forma perfecta desgarrada de maneras que no deberían ser posibles, no deberían ser y ¿quién lo ha hecho? Quién podría

«¿Qué significó que me hiciera el amor antes de clavarme el cuchillo?»

Y entonces lo comprendo: traición. He visto su cólera antes, pero nunca imaginé… nunca soñé… Deseché los temores de ella. Creía que lo conocía. Recojo su cuerpo, lo acerco al mío y le pido a toda la creación que la haga vivir de nuevo. No estamos hechos para la muerte. Pero nada cambia, nada cambia. Había un infierno que construí hace mucho tiempo y era un lugar en el que todo permanecía igual eternamente porque no se me ocurría nada más espantoso, y ahora estoy en él.

Luego llegan otros, nuestros hijos, y todos reaccionan con el mismo espanto.

«A los ojos de un hijo, su madre es una diosa» pero yo no puedo ver nada de su pesar a través de la negra neblina de la mía. Dejo su cuerpo en el suelo, pero mis manos están cubiertas por su sangre, nuestra sangre, hermana, amante, pupila, maestra, amiga, mi otro yo, y cuando levanto la cabeza y exhalo mi furia en un grito, un millón de estrellas ennegrecen y mueren. Nadie puede verlas, pero son mis lágrimas.

Parpadeé.

El Sar-enna-nem volvía a estar como antes, sombrío y silencioso, oculto de nuevo su esplendor bajo ladrillos, madera polvorienta viejas alfombras. Me encontraba delante de mi abuela, aunque no recordaba haberme levantado ni haberme movido. La máscara humana de Nahadoth volvía a estar en su lugar, su aura había menguado hasta volver a su habitual mutabilidad silenciosa y de nuevo estaba mirándome.

Me tapé los ojos con una mano.

—No puedo soportar esto mucho más.

—¿Y-Yeine? —Era mi abuela. Me puso una mano en el hombro. Apenas me di cuenta.

—Está sucediendo, ¿verdad? —Levanté los ojos hacia Nahadoth—. Lo que esperabais. Su alma está devorando la mía.

—No —respondió él en voz muy baja—. No sé lo que sucede.

Lo miré fijamente y fui incapaz de contenerme. Todo el asombro, el miedo y la rabia de los últimos días rebulleron de repente y rompí a reír. Me reí con tal fuerza que el eco de mis carcajadas resonó por los altos techos del Sar-enna-nem; durante tanto tiempo que mi abuela comenzó a mirarme con preocupación, preguntándose sin duda si me había vuelto loca. Y posiblemente fuese así, porque de repente mis risas se tornaron gritos y mi regocijo se inflamó hasta transformarse en una rabia al rojo.

—¿Cómo no vas a saberlo? —chillé a Nahadoth. Sin darme cuenta había vuelto a hablar en senmita—. ¡Eres un dios! ¿Cómo no vas a saberlo?

Su calma atizó aún más las llamas de mi furia.

—Yo creé la incertidumbre y la introduje en este universo, y Enefa la prendió en todos los seres vivientes. Siempre habrá misterios que ni siquiera los dioses podremos comprender…

Me abalancé sobre él. En el interminable segundo que duró mi loca furia, vi que sus ojos parpadeaban al ver mi puño y que se abrían con algo parecido al asombro. Tenía tiempo de sobra para parar el golpe o esquivarlo. El que no lo hiciera supuso una completa sorpresa.

El eco del impacto resonó con tanta fuerza como el jadeo de incredulidad de mi abuela.

En el silencio que siguió, me sentí vacía. La rabia había desaparecido. El horror no había llegado aún. Bajé la mano. Me picaban los nudillos.

El golpe le había girado la cara a Nahadoth. Se llevó una mano al labio, que estaba sangrando, y suspiró.

—Debo esforzarme más por contenerme cuando esté cerca de ti —dijo—. Tienes un modo memorable de reprenderme.

Levantó los ojos y de repente comprendí que estaba hablando de la vez que lo había apuñalado. «Te he esperado durante tanto tiempo…», dijo entonces. Esta vez, en lugar de besarme, alargó la mano y me rozó los labios con los dedos. Sentí una humedad cálida y, en un acto reflejo, me pasé la lengua y sentí el tacto frío de la piel y el sabor a sal y metal de su sangre.

Sonrió con una expresión casi satisfecha.

—¿Te gusta el sabor?

No, el de tu sangre no.

Pero el de tu dedo…

—Yeine —dijo mi abuela, quebrando la escena. Aspiré hondo, recobré la compostura y me volví hacia ella.

—¿Se están aliando los reinos vecinos? —pregunté—. ¿Se están armando para la guerra?

Tragó saliva antes de asentir.

—Recibimos la declaración formal esta semana, pero hubo indicios antes de eso. Nuestros mercaderes y diplomáticos fueron expulsados de Menchey hace casi dos meses. Dicen que el viejo Gemd ha aprobado una ley de reclutamiento forzoso para aumentar las filas de sus ejércitos y está acelerando la instrucción del resto. El consejo cree que se pondrá en marcha dentro una semana o puede que menos.

Dos meses antes. Me habían llamado al Cielo muy poco antes. Scimina había deducido mi propósito en el mismo instante en que Dekarta me convocó.

Y tenía sentido que hubiera decidido actuar a través de Menchey. Era el mayor y más poderoso vecino de Darr, así como su mayor enemigo en el pasado. Habíamos estado en paz con los mencheyev desde la Guerra de los Dioses, pero sólo porque los Arameri no habían concedido a ninguno de los dos reinos permiso para aniquilar al otro. Sin embargo, tal como me había advertido Ras Onchi, las cosas habían cambiado.

Claro que habían enviado una declaración de guerra formal. Querían el derecho a derramar nuestra sangre.

—Espero que hayamos comenzado a preparar nuestras fuerzas desde entonces —dije. Ya no estaba en posición de dar órdenes. Ahora sólo podía sugerir.

Mi abuela suspiró.

—Lo mejor que hemos podido. El tesoro está tan vacío que apenas podemos pagar a nuestro ejército, y mucho menos entrenarlo y equiparlo. Nadie quiere prestarnos dinero. Hemos recurrido a pedir voluntarias: cualquier mujer que tenga un caballo y pueda costearse sus propias armas. Y también hombres, si aún no han sido padres.

La situación tenía que ser muy mala si el consejo había decidido reclutar a los hombres. Por tradición, los hombres eran nuestra última línea de defensa, pues su fuerza física debía emplearse únicamente en la esencial tarea de proteger nuestros hogares y a nuestros hijos. Esto quería decir que el consejo había decidido que nuestra única defensa posible era derrotar al enemigo. Cualquier otra cosa significaría el fin de Darr.

—Os daré lo que pueda —dije—. Dekarta vigila todos mis movimientos, pero ahora tengo dinero y…

—No. —Beba volvió a tocarme el hombro. No podía recordar la última vez que me había tocado sin una razón. Pero claro, tampoco la había visto nunca saltar en mi defensa. Sentí pena por tener que morir joven, sin llegar a conocerla de verdad.

—Piensa en ti —dijo—. Darr no es responsabilidad tuya, ya no.

Fruncí el ceño.

—Siempre lo será…

—Tú misma has dicho que nos utilizan para hacerte daño. Mira lo que han provocado tus esfuerzos por restablecer el comercio.

Abrí la boca para decir que aquello no era más que una excusa, pero antes de que pudiera hacerlo, la cabeza de Nahadoth se volvió bruscamente hacia el este.

—El sol se acerca —dijo. Más allá del arco de la entrada del Sar-enna-nem, el cielo estaba pálido. La noche se desvanecía con rapidez.

Maldije entre dientes.

—Haré lo que pueda. —Y entonces, obedeciendo un impulso, me adelanté un paso, la rodeé con los brazos y la abracé, como no me había atrevido a hacer en toda mi vida. La sentí tiesa contra mí durante un momento, sorprendida, pero entonces suspiró y me apoyó las manos en la espalda.

—Cuánto te pareces a tu padre… —suspiró. Y luego me apartó con delicadeza.

Los brazos de Nahadoth me rodearon, sorprendentemente delicados, y sentí la presión en mi espalda de la humana solidez de su cuerpo en el interior de las sombras. Entonces el cuerpo desapareció, lo mismo que el Sar-enna-nem, y todo volvió a ser frío y oscuridad.

Reaparecí en mis aposentos del Cielo, frente a los ventanales. Allí el cielo era más oscuro, aunque se vislumbraba un atisbo de palidez en el lejano horizonte. Estaba sola, para mi sorpresa pero también para mi alivio. Había sido un día muy largo y muy complicado. Me tumbé sin desvestirme, pero el sueño no acudió de inmediato. Me quedé donde estaba un rato, disfrutando del silencio, dejando descansar mi mente. Como burbujas en el agua, dos cosas ascendieron a la superficie de mis pensamientos.

Mi madre había lamentado el acuerdo suscrito con los enefadeh. Me había vendido a ellos, pero no sin remordimientos. Me consolaba que hubiera tratado de asesinarme al nacer. Era una reacción muy propia de ella, tratar de destruir la carne de su carne antes de dejar que se corrompiera. Puede que sólo hubiera decidido aceptarme en sus términos, más tarde, sin que el maremoto emocional de la maternidad reciente coloreara sus sentimientos. Cuando pudiera mirarme a los ojos y ver que una de las almas que había en ellas era la mía.

El otro pensamiento era más sencillo, pero mucho menos reconfortante.

¿Lo había sabido mi padre?