Veo mi tierra debajo de mí. Pasa bajo mis pies, como si estuviera volando. Altas montañas y valles sinuosos cubiertos de niebla. Algún que otro campo sembrado y ciudades y pueblos aún más escasos. Darr es muy verde. Vi muchas tierras mientras recorría el Alto Norte y Senm en dirección al Cielo, pero ninguna de ellas era ni la mitad de verde que mi hermosa Darr. Ahora sé por qué.
Volví a dormir. Al despertar, Sieh no había regresado y aún era de noche. No esperaba que los enefadeh respondieran tan pronto. Probablemente les había molestado que me negara a ser sacrificada obedientemente. Si hubiera estado en su lugar, también me habría hecho esperar un tiempo.
Acababa de despertar cuando llamaron a mi puerta. Al abrir, había un joven criado en la puerta, muy tieso y erguido, que me dijo con mucha formalidad:
—Mi señora Yeine, os traigo un mensaje.
Todavía adormilada, me froté los ojos y le indiqué con un gesto de cabeza que continuara.
—Vuestro abuelo solicita vuestra presencia —dijo.
Esto me despertó por completo y al instante.
La sala de audiencias estaba vacía esta vez. Sólo estábamos Dekarta y yo. Me arrodillé como había hecho aquella primera tarde y dejé el cuchillo en el suelo, como exigía la costumbre. Para mi sorpresa, ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de utilizarlo para asesinarlo. Por mucho que lo odiara, no era su sangre lo que buscaba.
—Bueno —dijo desde su trono. Su voz sonaba menos severa que antes, aunque puede que los oídos estuvieran engañándome—. ¿Has disfrutado de tu primera semana como Arameri, nieta?
¿Sólo había sido una semana?
—No, abuelo —dije—. No he disfrutado.
Soltó una carcajada.
—Pero al menos, puede que ahora nos entiendas mejor. ¿Tú qué crees?
Eso no me lo esperaba. Lo miré desde el sitio en el que me encontraba arrodillada y me pregunté qué pretendería.
—Creo —dije lentamente— lo mismo que creía antes de venir aquí: que los Arameri son malvados. Lo único que ha cambiado es que ahora también creo que la mayoría de ellos están locos.
Sonrió, una sonrisa grande y parcialmente desdentada.
—Kinneth me dijo casi lo mismo una vez. Sin embargo, ella se incluyó a sí misma.
Reprimí el impulso inmediato de negarlo.
—Puede que por eso se marchara. Puede que si me quedo el tiempo suficiente, me vuelva tan malvada y loca como el resto de vosotros.
—Puede —dijo con una extraña delicadeza que me desarmó. Nunca conseguía interpretar su rostro. Demasiadas arrugas.
Se hizo el silencio por espacio de varias exhalaciones. Se prolongó. Se estancó y se quebró:
—Decidme por qué matasteis a mi madre.
Su sonrisa desapareció.
—No soy uno de los enefadeh, nieta. No puedes ordenarme que te responda.
Sentí un acaloramiento por todo el cuerpo, seguido por un escalofrío. Lentamente me puse en pie.
—La amabais. Si la hubierais odiado, si la hubierais temido, podría entenderlo. Pero la amabais.
Asintió.
—La amaba.
—Estaba llorando cuando murió. Tuvimos que humedecerle los párpados para poder abrirlos…
—Guarda silencio.
El eco de su voz resonó en la vacía cámara. Su filo serró mi rabia como un cuchillo romo.
—Y aún la amáis, aborrecible y viejo gusano. —Me adelanté un paso dejando mi cuchillo en el suelo. Ya no me fiaba de mí misma. Avancé hacia el trono de mi abuelo y él se irguió, puede que de furia o puede que de miedo—. La amáis y la lloráis. Es culpa vuestra, pero la lloráis y queréis que vuelva. ¿No? Pero si Itempas nos está escuchando y si le importan el orden y la justicia o cualquier otra de las cosas que dicen los sacerdotes, le pido que no dejéis de amarla. De este modo sentiréis su pérdida como yo. Sentiréis esa agonía hasta el momento de vuestra muerte y espero que ese día tarde mucho, mucho tiempo en llegar.
A estas alturas había llegado ya frente a él, estaba encorvada, con las manos apoyadas en los brazos de su trono. Estaba tan cerca como para ver al fin el color de sus ojos, un azul tan pálido que casi no era color. Ahora era un hombre menudo y frágil, hubiese sido lo que hubiera sido en la cúspide de su vida. Si soplaba con fuerza, podría quebrarle los huesos.
Pero no lo toqué. No merecía un simple castigo físico, ni una muerte rápida.
—Cuánto odio —susurró. Y entonces, para mi asombro, sonrió. Fue como un rictus de muerto—. Quizá te parezcas más a ella de lo que pensaba.
Enderecé la espalda y me dije que no iba a echarme atrás ahora.
—Muy bien —continuó Dekarta como si, simplemente, acabáramos de mantener una agradable conversación—. Debemos hablar de negocios, nieta. Dentro de siete días, la noche del catorce, se celebrará un baile en el Cielo. Un baile en tu honor, para celebrar tu elevación a la condición de heredera, en el que nos honrarán con su presencia algunos de los hombres más importantes del mundo. ¿Hay alguien en particular a quien te gustaría invitar?
Me lo quedé mirando. En mi interior oía unas palabras totalmente distintas: «Dentro de siete días, los hombres más importantes del mundo se reunirán aquí para verte morir.» Cada partícula de intuición que contenía mi cuerpo entendía que se trataba de la ceremonia de sucesión, y lo que ello implicaba.
Su pregunta flotó en el aire entre los dos, sin respuesta alguna.
—No —dije en voz baja—. Nadie.
Dekarta inclinó la cabeza.
—En ese caso puedes marcharte, nieta.
Me lo quedé mirando durante largo rato. Tal vez no volviera a tener la ocasión de hablar así con él, en privado. No me había dicho por qué había matado a mi madre, pero había otros secretos que tal vez estuviera dispuesto a revelar. Hasta puede que supiese cómo podía salvarme.
Pero en el prolongado silencio que siguió no se me ocurrió ninguna pregunta que hacerle, ningún modo de llegar hasta esos secretos. Así que finalmente recogí mi cuchillo y salí de la sala, tratando de contener la sensación de vergüenza que me embargó cuando los guardias cerraron las puertas tras de mí.
Fue el comienzo de una noche muy mala.
Al entrar en mis aposentos descubrí que tenía visita.
Kurue se había apropiado de la silla, donde se sentaba con los dedos entrelazados y una mirada dura en los ojos. Sieh, apoyado en el borde del sillón de mi salón, estaba sentado con las rodillas levantadas y los ojos bajos. Zhakkarn montaba guardia cerca de la ventana, tan impasible como de costumbre. Nahadoth…
Sentí su presencia detrás de mí un instante antes de que me atravesara el pecho con la mano.
—Dime —me susurró al oído— por qué no debería matarte.
Me quedé mirando la mano medio hundida en mi pecho. No había sangre y, hasta donde podía ver, tampoco herida. La toqué y descubrí que era inmaterial, como una sombra. Mis dedos atravesaron su carne y se movieron sobre la imagen traslúcida de su puño. No fue exactamente doloroso, pero sentí como si los hubiera metido en un arroyo congelado. Sentía un penetrante y doloroso frío entre los senos.
Podía sacar la mano y arrancarme el corazón. Podía dejarla donde estaba pero volverla tangible y matarme con tanta certeza como si hubiera perforado la carne y el hueso con el puño.
—Nahadoth —dijo Kurue en todo de advertencia.
Sieh se levantó de un salto y acudió a mi lado con los ojos abiertos de par en par y llenos de terror.
—Por favor, no la mates. Por favor.
—Es una de ellos —siseó en mi oído. Su aliento también estaba helado y me puso la carne de gallina—. Otra Arameri convencida de su propia superioridad y nada más. Nosotros la creamos, Sieh. ¿Y se atreve ahora a darnos órdenes? No tiene derecho a llevar el alma de mi hermana. —Su mano se cerró como una garra y de repente comprendí que no era mi carne lo que pretendía dañar.
«Tu cuerpo se ha acostumbrado a dos almas —había dicho Zhakkarn—. Podría no sobrevivir a tener sólo una.»
Pero al comprenderlo, para mi completa sorpresa, me eché a reír.
—Hazlo —dije. La risa apenas me dejaba respirar, aunque puede que la causa fuese la mano de Nahadoth—. Nunca pedí esa alma. ¡Si la quieres, llévatela!
—¡Yeine! —Sieh me aferró del brazo—. ¡Eso podría matarte!
—¿Y qué importa eso? Queréis matarme de todos modos. Lo mismo que Dekarta. Lo ha planeado para dentro de siete días. La única decisión que me queda es cómo morir. Y éste es un método tan bueno como cualquier otro, ¿no?
—Vamos a averiguarlo —dijo Nahadoth.
Kurue se inclinó hacia delante.
—Espera, ¿qué es lo que…?
Nahadoth sacó la mano. Pareció costarle un esfuerzo. El brazo se movió por mi carne lentamente, como si estuviera hecha de arcilla. No puedo ser más concreta porque en aquel momento estaba chillando a todo pulmón. Instintivamente me lancé hacia delante tratando de escapar del dolor, un gesto que, descubriría, empeoró las cosas. Pero no podía pensar. La agonía había sepultado mi razón. Me sentía como si me estuvieran desgarrando… Que es exactamente lo que estaba pasando.
Pero entonces sucedió algo.
Por encima, un cielo de pesadilla. No habría podido decir si era de día o de noche. Se veían tanto el sol como la luna, pero costaba decir cuál era cada uno de ellos. La luna era enorme y estaba teñida de un amarillo canceroso. El sol era una distorsión rojiza, ni remotamente redondo. Había una sola nube en el cielo y era negra. No gris oscura por la presencia de la lluvia, sino negra como un agujero móvil en el cielo. Y entonces comprobé que era realmente un agujero, porque algo cayó por ella.
Unas figuras diminutas, enzarzadas en una batalla. Una de ellas era blanca y llameante, la otra negra y humeante. Mientras caían pude ver llamas y oír truenos a su alrededor. Cayeron y cayeron hasta estrellarse en la tierra. El suelo tembló y el impacto levantó una enorme nube de polvo y piedras. Ningún ser humano podría haber sobrevivido a aquel impacto, pero yo sabía que ellos no eran humanos…
Eché a correr. A mi alrededor había cuerpos. Pero no muertos, comprendí con la certeza de los sueños, sino agonizantes. La hierba estaba seca y crujía bajo mis pies. Enefa estaba muerta. Todo estaba muriendo. A mi alrededor, las hojas caían como una densa nevada. Más adelante, entre los árboles…
—¿Es esto lo que quieres? ¿Lo es? —Una furia inhumana resonaba en aquella voz que atravesaba las sombras del bosque. Y tras ella llegó un chillido de una agonía que nunca habría imaginado posible…
Corrí entre los árboles y me detuve al borde de un cráter, donde vi…
Oh, diosa, vi…
—Yeine. —Una mano me abofeteó la cara sin demasiada fuerza—. ¡Yeine!
Tenía los ojos abiertos. Parpadeé porque estaban secos. Estaba de rodillas sobre el suelo. Sieh se encontraba en cuclillas a mi lado, con los ojos muy abiertos de preocupación. Kurue y Zhakkarn también estaban mirando. Aquélla parecía preocupada y ésta mostraba la impasibilidad de un soldado.
No pensé. Me revolví y miré a Nahadoth, quien se encontraba allí de pie, con una mano —la mano que había estado dentro de mi cuerpo— todavía alzada. Bajó la mirada hacia mí y me di cuenta de que, de algún modo, sabía lo que había visto.
—No lo entiendo. —Kurue se levantó de la silla. Su mano, apoyada sobre el respaldo del asiento, se tensó—. Han pasado veinte años. A estas alturas, el alma tendría que ser capaz de sobrevivir a la extracción.
—Nadie había alojado nunca el alma de un dios dentro de un mortal —dijo Zhakkarn—. Sabíamos que existía un riesgo.
—¡No éste! —Kurue me señaló de manera casi acusadora—. ¿Servirá todavía de algo, contaminada por esa inmundicia mortal?
—¡Cállate! —le espetó Sieh mientras se volvía y la fulminaba con la mirada. Su voz se había tornado grave de repente. Volvía a ser la de un hombre joven—. ¿Cómo te atreves? Te lo he dicho muchas veces. Los mortales son creaciones de Enefa, exactamente igual que nosotros.
—Residuos —replicó Kurue—. Débiles, cobardes y demasiado estúpidos para mirar más allá de sus narices durante más de cinco minutos. Y sin embargo, Naha y tú insistís en depositar vuestra confianza en ellos…
Sieh puso los ojos en blanco.
—Oh, por favor…. Dime, Kurue, ¿cuál de tus brillantes planes nos ha proporcionado la libertad?
Kurue desvió la mirada, sumida en un silencio resentido.
Yo apenas vi nada de esto. Nahadoth y yo seguíamos mirándonos.
—Yeine. —La mano de Sieh, pequeña y suave, me tocó la mejilla e hizo que me volviera hacia él. Su voz había vuelto a ser un trino infantil—. ¿Estás bien?
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
—No estamos seguros.
Suspiré y me aparté de él mientras intentaba ponerme en pie. Me sentía como si me hubieran vaciado por dentro y me hubiesen rellenado de algodón. Resbalé, volví a caer de rodillas y solté una maldición.
—Yeine…
—Si vas a mentirme de nuevo, no te molestes.
Un músculo se contrajo en su mandíbula. Miró de reojo a sus hermanos.
—Es la verdad, Yeine. No estamos seguros. Pero… por alguna razón… El alma de Enefa no se ha recuperado tanto como esperábamos en el tiempo transcurrido desde que la pusimos dentro de ti. Está entera. —Y al decir esto lanzó una mirada cargada de significado a Kurue—. O al menos lo bastante como para servir a su propósito. Pero es muy frágil. Demasiado para extraerla sin peligro.
Sin peligro para el alma, quería decir, no para mí. Sacudí la cabeza, demasiado cansada hasta para reírme.
—No hay forma de saber cuánto daño ha sufrido —murmuró Kurue mientras se volvía y comenzaba a pasear por los pequeños confines de la habitación.
—Un miembro que no se utiliza acaba por atrofiarse —dijo Zhakkarn en voz baja—. Ella tenía su propia alma y no necesitaba otra.
«Cosa que yo misma habría podido deciros con mucho gusto —pensé con amargura—, de haber podido protestar en aquel momento.»
Pero ¿qué, en el nombre del Maelstrom, significaba todo aquello para mí? ¿Que los enefadeh no volverían a tratar de extraer el alma de mi cuerpo? Eso estaba bien, porque no sentía ningún deseo de volver a sufrir esa agonía. Pero también significaba que debían ceñirse a su plan original, puesto que ya no podían sacarme esa alma de dentro de ningún otro modo.
¿Por eso estaba teniendo todos esos sueños y visiones extraños? ¿Porque el alma de la diosa había empezado a pudrirse dentro de mí?
Demonios y oscuridad. Como la aguja de una brújula en busca del norte, me volví y miré a Nahadoth. Él desvió la mirada.
—¿Qué dijiste antes? —inquirió Kurue de repente—. Sobre Dekarta.
Esa preocupación en concreto parecía encontrarse a un millón de kilómetros de distancia de mí. Me obligué a volver a ella, al aquí y ahora, mientras trataba de sacarme de la cabeza aquel terrible cielo y la imagen de unas manos esplendentes que aferraban y retorcían la carne.
—Dekarta va a organizar un baile en mi honor —respondí—. Dentro de una semana. Para celebrar mi designación como posible heredera. —Sacudí la cabeza—. ¿Quién sabe? Puede que sólo sea un baile.
Los enefadeh se miraron unos a otros.
—Qué pronto —murmuró Sieh con el ceño fruncido—. No esperaba que lo hiciese tan pronto.
Kurue asintió para sí.
—Astuto y viejo gusano… Lo más probable es que celebre la ceremonia al amanecer del día siguiente.
—¿Significará eso que ha descubierto lo que hemos hecho? —preguntó Zhakkarn.
—No —dijo Kurue, mirándome—. Si fuera así, ella estaría muerta y el alma ya estaría en manos de Itempas.
Me estremecí al pensarlo y por fin logré ponerme de nuevo en pie. Esta vez no me volví hacia Nahadoth.
—¿Habéis terminado ya de enfureceros conmigo? —pregunté mientras me alisaba las arrugas de la falda—. Porque creo que tenemos asuntos que resolver.