Curamos a tu padre —dijo Sieh—. A cambio, tu madre nos permitió utilizar a su hija aún no nacida como recipiente para el alma de Enefa. Ése fue el precio.
Cerré los ojos.
Aspiro hondo en medio de aquel silencio.
—Nuestras almas no son distintas de las vuestras. Esperábamos que la de Enefa emprendiera el viaje al morir, como siempre sucede. Pero cuando Itempas… Cuando Itempas mató a Enefa, se guardó algo. Un fragmento de ella. —Sus palabras eran difíciles de entender, pues se atropellaba ligeramente al contarlo. Sentí un vago deseo de consolarlo—. Sin ese fragmento, toda la vida del universo habría muerto. Todo lo que había creado Enefa… Todo salvo Nahadoth y el propio Itempas. Es el último vestigio de su poder. Los mortales lo llaman la Piedra de la Tierra.
Unas imágenes se formaron tras mis cerrados párpados. Un pequeño, feo y ennegrecido carozo. Un hueso de albaricoque. El collar de plata de mi madre.
—Con la Piedra todavía en este mundo, su alma también quedó atrapada aquí. Sin un cuerpo, vagó de acá para allá, perdida. Descubrimos lo sucedido siglos más tarde. Para entonces, su alma estaba maltrecha, erosionada, como una vela abandonada en su mástil en medio de una tormenta. El único modo de restaurarla era que volviera a encarnarse. —Suspiró—. Reconozco que la idea de introducir el alma de Enefa en el cuerpo de una niña Arameri resultaba tentadora en muchos aspectos.
Asentí. Podía entenderlo.
—Si podemos curar el alma —continuó—, existe la posibilidad de que pueda liberarnos. Lo que nos mantiene en este mundo, atrapados en cuerpos de carne y sometidos a los Arameri, es la Piedra. Itempas no la conservó para preservar la vida, sino para usar el poder de Enefa contra Nahadoth: dos de los tres contra el otro. Pero no podía blandirla él mismo. Los tres son demasiado distintos entre sí. Únicamente los hijos de Enefa pueden utilizar el poder de Enefa. Uno de sus vástagos, como yo, o un mortal. En la guerra fueron ambos: algunas de mis hermanas y una de las sacerdotisas de Itempas.
—Shahar Arameri —dije.
Su asentimiento hizo que la cama se moviera ligeramente. Zhakkarn era una presencia silenciosa y vigilante a su lado. Tomé su rostro en mi mente y lo comparé con el que había visto en la biblioteca. Su estructura facial era como la de Enefa, con la misma mandíbula prominente y los mismos pómulos altos. Los tres los compartían, comprendí, a pesar de que no parecían hermanos, ni tan siquiera miembros de la misma raza. Todos los hijos de Enefa conservaban algún rasgo, un tributo a la apariencia de su madre. Kurue tenía la misma mirada franca y penetrante. Los ojos de Sieh eran del mismo color jade.
Como los míos.
—Shahar Arameri —dijo Sieh con un suspiro—. Como mortal solamente podía utilizar una fracción del verdadero poder de la Piedra. Sin embargo, fue ella la que asestó el golpe decisivo. Nahadoth habría vengado a Enefa aquel día de no haber sido por ella.
—Nahadoth dice que queréis quitarme la vida.
—¿Te ha dicho eso? —preguntó Zhakkarn con un atisbo de irritación.
Sieh respondió igualmente irritado, aunque él se dirigía a Zhakkarn:
—Sólo puede negar su naturaleza hasta cierto punto.
—¿Es verdad? —pregunté.
Sieh guardó silencio tanto tiempo que abrí mucho los ojos. Se encogió al ver mi expresión. No me importó. Estaba harta de evasivas y acertijos. No era Enefa. No tenía por qué amarlo.
Zhakkarn separó los brazos. Un sutil gesto de amenaza.
—No has accedido a aliarte con nosotros. Podrías contarle todo esto a Dekarta.
Le lancé la misma mirada que a Sieh.
—¿Y por qué razón —dije, pronunciando con lentitud cada una de las palabras— iba yo a traicionaros con él?
Los ojos de Zhakkarn volaron a Sieh. Éste esbozó una sonrisa, aunque había muy poco humor en ella.
—Le dije que responderías eso mismo. Tienes un defensor en nuestras filas, Yeine, por mucho que te cueste creerlo.
No dije nada. Zhakkarn seguía mirándome con hostilidad, y yo sabía que no debía apartar los ojos. Era una situación absurda para ambos: ella no tendría más alternativa que contármelo todo si se lo ordenaba, y yo nunca podría ganarme toda su confianza con mis palabras. Pero todo mi mundo acababa de estallar en mil pedazos, y no se me ocurría otro modo de averiguar lo que necesitaba saber.
—Mi madre me vendió a vosotros —dije, dirigiendo mis palabras sobre todo a Zhakkarn—. Estaba desesperada y puede que yo hubiera tomado la misma decisión de haber estado en su lugar, pero aun así lo hizo y no siento simpatía por ningún Arameri. Vosotros sois dioses. No me sorprende que juguéis con las vidas de los mortales como si fueran piezas de una partida de nikkim. Pero esperaba algo mejor de una humana.
—Os crearon a nuestra imagen y semejanza —respondió ella con frialdad.
Un argumento desagradablemente atinado.
Hay momentos para la lucha y momentos para la retirada. La presencia del alma de Enefa en mi interior lo cambiaba todo. Convertía a los Arameri en mis enemigos de un modo más fundamental aún, puesto que Enefa había sido la enemiga de Itempas y ellos eran sus servidores. Sin embargo, no convertía automáticamente a los enefadeh en mis aliados. A fin de cuentas, yo no era Enefa.
Sieh rompió el silencio con un suspiro.
—Tienes que comer algo —dijo mientras se levantaba. Salió de mi dormitorio. Oí que la puerta exterior se abría y se cerraba.
Había estado durmiendo casi tres días. La afirmación de que iba a marcharme, producto de la rabia, había sido un farol. Me temblaban las manos y no estaba segura de poder andar si lo intentaba. Me miré la mano y me dije con amargura que ya que los enefadeh me habían infectado con el alma de una diosa, al menos podían haberme dado también un cuerpo más fuerte.
—Sieh te quiere —dijo Zhakkarn.
Apoyé la mano sobre la cama para que dejara de temblar.
—Ya lo sé.
—No, no lo creo. —La intensidad de su tono me hizo levantar la mirada. Seguía enfadada y en aquel momento me di cuenta de que no tenía nada que ver con la alianza. Estaba enfadada conmigo por la manera en que había tratado a Sieh.
—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? —pregunté—. Rodeada de secretos y preguntas de cuya respuesta dependiera tu vida…
—Habría hecho lo que has hecho tú. —Esto me sorprendió—. Utilizaría todos los recursos a mi disposición para obtener toda la información posible y no me disculparía por ello. Pero yo no soy la madre que Sieh lleva tanto tiempo recordando.
Comenzaba a darme cuenta de que acabaría muy, muy harta de que me compararan con una diosa.
—Ni yo tampoco —repliqué.
—Sieh lo sabe. Y aun así te quiere. —Zhakkarn suspiró—. Es un niño.
—Es mayor que tú, ¿no?
—La edad no significa nada para nosotros. Lo que importa es permanecer fiel a tu propia naturaleza. Sieh se ha consagrado a la senda de la infancia. Que no es una senda fácil.
Podía imaginármelo, aunque para mí no tenía sentido. Al parecer, el alma de Enefa no me proporcionaba una mejor percepción de las tribulaciones de la condición divina.
—¿Qué quieres que haga? —pregunté. Me sentía muy cansada, aunque podía ser por culpa del hambre—. ¿Que lo apriete contra mi pecho cuando vuelva y le diga que todo va a salir bien? ¿Y también quieres que lo haga contigo?
—No quiero que vuelvas a hacerle daño —dijo, y se desvaneció en el aire.
Me quedé mirando largo rato el punto del espacio que había ocupado hasta entonces. Seguía mirándolo cuando volvió Sieh con una bandeja y me la puso delante.
—Aquí los sirvientes no hacen preguntas —dijo—. Es más seguro así. Así que T’vril no ha sabido que has estado mala hasta que aparecí para pedirle comida. Ahora mismo está dando un buen rapapolvo a tus criados.
La bandeja contenía un festín darre. Pasta de maash y pescado enrollado en hojas de cayena, con una guarnición de pimientos dorados asados al fuego. Un cuenco poco profundo de crema de serry y unas finas tajadas de carne crujiente. En mi tierra, la carne habría sido la del corazón de una especie de babosa. Aquí probablemente fuese ternera. Y un verdadero tesoro: un gran plátano tostado. Mi postre preferido, aunque cómo lo había sabido T’vril, nunca lo averiguaría.
Cogí un rollo de pescado. Mi mano no temblaba sólo de hambre.
—Dekarta no quiere que ganes la contienda —dijo Sieh en voz baja—. No te ha hecho venir por eso. Pretende que escojas entre Relad y Scimina.
Volví la mirada bruscamente hacia él, mientras recordaba la conversación entre mis dos primos que había oído en el solario. ¿A eso se refería Scimina?
—¿Que escoja entre ellos?
—Es el ritual Arameri de la sucesión. Para convertirse en el próximo jefe de la familia, hay que transferir el sello maestro, la marca que lleva Dekarta, de su frente a la de uno de los herederos. El sello maestro es superior a todos los demás. Quien lo lleva ostenta un poder absoluto sobre nosotros, sobre el resto de la familia y sobre el mundo.
—¿Sobre el resto de la familia? —Fruncí el ceño. Habían insinuado algo así antes, cuando alteraron mi propio sello—. Así que se trata de eso. ¿Qué hacen en realidad los sellos de sangre? ¿Permiten a Dekarta leernos la mente? ¿Quemarnos el cerebro si nos negamos a obedecer?
—No, no se trata de nada tan dramático. Entre los miembros de la casta superior contienen hechizos de protección para defenderlos de los asesinos y cosas así, pero en el seno de la familia simplemente garantizan la lealtad. Nadie que lleve un sello puede actuar contra los intereses del jefe de la familia. De no ser por eso, Scimina habría encontrado hace mucho tiempo el modo de derrocar o asesinar a Dekarta.
El rollo de pescado olía demasiado bien. Le di un mordisco y me obligué a masticarlo lentamente mientras pensaba en las palabras de Sieh. El pescado era extraño, alguna especie local, similar al ui moteado que se solía utilizar en mi tierra, aunque no idéntico. Pero muy sabroso. Estaba famélica, pero no era tan tonta como para atracarme después de varios días de ayuno.
—La Piedra de la Tierra se utiliza en el ritual de sucesión. Alguien, un Arameri, por decreto del propio Itempas, debe utilizar su poder para transmitir el sello maestro.
—Un Arameri. —Otra pieza del rompecabezas que encajaba en su sitio—. ¿Cualquiera de los habitantes del Cielo puede hacerlo? ¿Hasta el más humilde criado?
Sieh asintió lentamente. Me di cuenta de que no parpadeaba cuando estaba concentrado en algo. Un pequeño desliz por su parte.
—Cualquier Arameri, por muy alejado que esté de la Familia Central. Pues, por un momento, esa persona se convierte en uno de los Tres.
El sentido de sus palabras era obvio. Esa persona. Por un momento…
Sería como encender una cerilla, imaginé. Un brillante destello, uno o puede que dos segundos de llama intensa. Y luego…
—Y luego esa persona muere —dije.
Sieh me obsequió con su nada infantil sonrisa.
—Sí.
Mis antepasados Arameri habían sido listos, muy listos. Al obligar a todos sus parientes, por muy lejanos que fuesen, a servir allí, tenían a su disposición un ejército de personas que se podían sacrificar para que empuñaran la Piedra. Aunque cada uno de ellos la utilizara sólo por un instante, los Arameri —o al menos los purasangres, que serían los últimos en morir— podían aprovecharse del poder de una diosa durante un período considerable de tiempo.
—Y Dekarta pretende que yo sea ese mortal —dije—. ¿Por qué?
—El jefe del clan debe tener la fuerza necesaria para matar incluso a sus seres queridos. —Sieh se encogió de hombros—. Es fácil condenar a muerte a un criado, pero ¿y a un amigo? ¿O a un marido?
—Relad y Scimina apenas sabían de mi existencia antes de que Dekarta me trajera. ¿Por qué me escogió a mí?
—Eso sólo él lo sabe.
Comenzaba a enfurecerme de nuevo, pero esta vez se trataba de una furia frustrada y carente de objetivo. Había pensado que los enefadeh tenían todas las respuestas. Pero claro, no podía ser tan sencillo.
—¿Y por qué, en el nombre del Maelstrom, me escogisteis vosotros? —pregunté, enojada—. ¿No coloca eso el alma de Enefa demasiado cerca de la misma gente que la destruiría si tuviera la ocasión de hacerlo?
Sieh se frotó la nariz. De repente parecía desanimado.
—Ah… Bueno… Eso fue idea mía. Siempre es más fácil ocultar algo ante las mismas narices de alguien, ¿no? Y el amor de Dekarta por Kinneth era bien conocido. Pensamos que así estarías más segura. Nadie esperaba que la matara… y menos después de veinte años. Eso nos pilló a todos desprevenidos.
Me obligué a dar otro bocado al rollo de pescado. Nadie esperaba la muerte de mi madre. Y sin embargo, una parte de mí, la parte que todavía estaba atribulada y furiosa, sentía que tendrían que haber contado con ello. Tendrían que haberla advertido. Tendrían que haberlo impedido.
—Pero escucha. —Sieh se inclinó hacia delante—. La Piedra es lo que queda del alma de Enefa. Como llevas en ti su alma, puedes usar el poder de la Piedra de maneras que sólo estarían al alcance de la propia Enefa. Con la Piedra, Yeine, podrás cambiar la forma del universo. Podrías liberarnos a todos como si tal cosa. —Chasqueó los dedos.
—Y luego moriré.
Bajó los ojos, su entusiasmo desvanecido de repente.
—Ése no era el plan original —dijo—. Pero sí.
Me terminé el rollo de pescado y observé el resto de la bandeja sin entusiasmo. Había perdido el apetito. Pero una rabia lenta y feroz, casi tan intensa como la que sentía por el asesinato de mi madre, comenzaba a ocupar su lugar.
—También vosotros queréis que pierda —dije en voz queda.
—Bueno… Sí.
—¿Y qué vais a ofrecerme para que acepte esta alianza?
Se quedó muy quieto.
—Protección para tu tierra en la guerra que seguirá a nuestra liberación. Y favor eterno tras la victoria. Mantenemos nuestras promesas, Yeine, créeme.
Lo creía. Y la eterna bendición de cuatro dioses era, indudablemente, una oferta muy tentadora. Eso garantizaría la seguridad y la prosperidad de Darr, si lograba sobrevivir al conflicto. Los enefadeh conocían bien mi corazón.
Pero claro, conocían bien mi alma.
—Además de eso, quiero una cosa más —dije—. Haré lo que me pedís, Sieh, aunque me cueste la vida. Merece la pena hacerlo para vengarme del asesino de mi madre. Cogeré la piedra, la utilizaré para liberaros y moriré. Pero no como la víctima humillada y vencida de un sacrificio. —Lo taladré con la mirada—. Quiero ganar la contienda.
Sus bellos ojos verdes se abrieron de par en par.
—Yeine —comenzó—, eso es imposible. Dekarta, Relad y Scimina… Están todos contra ti. No tienes ninguna posibilidad.
—Eres el instigador de toda esta conspiración, ¿no? Seguro que al dios de las travesuras se le ocurre algún modo.
—¡De las travesuras, no de la política!
—Ve a explicarles a los demás mis términos. —Me obligué a coger el tenedor y tomar un poco de salsa.
Sieh me miró fijamente unos instantes y al fin profirió una carcajada temblorosa.
—No me lo puedo creer. Estás aún más loca que Naha. —Se puso en pie y se pasó una mano por el pelo—. Eres… Dioses —dijo, aparentemente sin darse cuenta de lo extraña que resultaba aquella palabra en su boca—. Hablaré con ellos.
Incliné la cabeza con gesto grave.
—Estaré esperando vuestra respuesta.
Con unas palabras susurradas en su extraña lengua, convocó a su esfera amarilla y se marchó por la pared del dormitorio.
Aceptarían, claro está. Ganara o perdiera yo, tendrían la libertad que ansiaban… salvo, naturalmente, que no se la diera. Así que harían lo que fuese para conseguir mi conformidad.
Cogí otro rollo de pescado y me concentré en masticar lentamente para que mi estómago, después de tantos días de ayuno, no se rebelara. Era importante que me recuperara con rapidez. Necesitaría todas mis fuerzas en los días venideros.