Un momento. Algo sucedió antes de eso. No quiero confundir las cosas. Lo siento, no es fácil pensar. Fue la mañana después de haber encontrado el hueso de fruta plateado, tres días antes. ¿No es así? Antes de que fuese a ver a Viraine, sí. Aquella mañana me levanté, me preparé para ir al Salón y, al abrir la puerta, me encontré con… un sirviente que me esperaba.
—Un mensaje para vos, señora —dijo con expresión de inmenso alivio. No sé cuánto tiempo había pasado allí fuera. En el Cielo, los criados sólo llamaban a la puerta cuando se trataba de algo urgente.
—¿Sí?
—El señor Dekarta no se encuentra bien —dijo—. No se reunirá con vos en la sesión del Consortium, en caso de que decidáis asistir.
T’vril ya me había contado que la salud de Dekarta determinaba su presencia en las sesiones, a pesar de lo cual el mensaje me sorprendió. El día antes parecía encontrarse perfectamente. Y también me sorprendía que se hubiera molestado en avisarme. Pero tampoco pasé por alto la última parte: una sutil reprimenda por haberme saltado la sesión el día anterior. Reprimí un acceso de fastidio antes de responder:
—Gracias. Por favor, transmítele mis mejores deseos de una pronta recuperación.
—Sí, señora. —El sirviente hizo una reverencia y se marchó.
Así que me dirigí a la puerta de los purasangres y me hice transportar al Salón. Como esperaba, Relad no se encontraba allí. Como temía, Scimina sí. Volvió a saludarme con una sonrisa, a la que yo respondí con un mero cabeceo y luego nos sentamos juntas, en silencio durante las dos horas siguientes.
Aquel día, la sesión fue más breve de lo habitual porque sólo había un asunto en el orden del día: la anexión de una pequeña nación isleña, Irt, por parte de un reino más grande llamado Uthr. El arquerino, antiguo señor de Irt —un hombre regordete y pelirrojo que me recordaba vagamente a T’vril— había venido a presentar una protesta. Al parecer, el rey de Uthr, sin preocuparse por este desafío a su autoridad, sólo había enviado a un representante: un muchacho que no parecía mucho mayor que Sieh, también pelirrojo. Tanto los irti como los uthre eran ramas de la raza de los ken, un hecho que, al parecer, no había contribuido a fomentar sus buenas relaciones.
La base de la reclamación del arquerino residía en el hecho de que los uthre no habían presentado ninguna petición para iniciar la guerra. Itempas el Brillante aborrecía el caos de la guerra, así que los Arameri la controlaban estrictamente. La ausencia de la petición significaba que los irti no habían sido avisados de las intenciones hostiles de sus vecinos, ni habían tenido tiempo de armarse ni derecho a defenderse de cualquier modo que hubiera podido causar muertos. Sin la petición, cualquier soldado enemigo abatido se habría considerado un asesinato y el brazo de la ley de la Orden Itempana habría podido actuar contra los responsables. Como es natural, los uthre tampoco podían matar legalmente y no lo habían hecho. Se habían limitado a marchar sobre la capital irtina con fuerzas invencibles, a obligar a arrodillarse (literalmente) a sus defensores y a echar a patadas al arquerino.
Mis simpatías estaban con los irti, aunque estaba claro que su petición no tenía muchas esperanzas de prosperar. El joven uthre defendió la agresión de su pueblo con un argumento muy sencillo:
—No eran lo bastante fuertes para proteger sus tierras frente a nosotros. Ahora son nuestras. Es preferible que ostente el poder un gobernante fuerte a uno débil, ¿no?
Y a esto se reducía todo el asunto. La justicia no era tan importante como el orden y los uthre habían demostrado su capacidad de mantener el orden de manera muy sencilla: apoderándose de Irt sin derramar una sola gota de sangre. Así lo verían los Arameri y también la Orden y no me imaginaba que el Consortium se atreviera a llevarles la contraria.
Al final, como todo el mundo esperaba, no lo hicieron. La petición de los irti resultó rechazada. Nadie propuso siquiera sanciones contra Uthr. Se quedarían con el botín que habían obtenido, porque obligarles a devolverlo era demasiado complicado.
Cuando se anunció el resultado de la votación, no pude contener una mueca de indignación. Scimina me miró de reojo y dejó escapar una especie de suave y desdeñoso resoplido que me recordó dónde me encontraba. Al instante sofoqué toda emoción de mi rostro.
Una vez terminó la sesión, mientras las dos bajábamos la escalera, mantuve los ojos clavados al frente para no tener que mirarla y me desvié hacia el baño para no tener que volver al Cielo en su compañía. Pero entonces dijo:
—Prima —y no me quedó alternativa más que detenerme y ver qué demonios quería—. Cuando hayas tenido tiempo de instalarte cómodamente en el palacio, ¿querías venir a almorzar conmigo? —Sonrió—. Así podremos conocernos mejor.
—Si no te importa —dije con tono calmado— preferiría que no.
Se echó a reír de manera encantadora.
—¡Ya veo que Viraine decía la verdad! Bueno, pues si no vienes por cortesía, puede que te atraiga la curiosidad. Tengo noticias sobre tu patria, prima, noticias que estoy convencida de que te interesarán mucho. —Se volvió y echó a andar hacia la puerta—. Te veré dentro de una hora.
—¿Qué noticias? —exclamé tras ella, pero no se detuvo ni se volvió.
Aún tenía los puños cerrados cuando llegué al baño, razón por la que reaccioné tan mal al ver a Ras Onchi sentada en una de las sillas acolchadas del vestíbulo. Me detuve y me llevé una mano a la espalda, en busca de un cuchillo que no se encontraba allí. Había decidido atármelo al muslo, por debajo de la falda, porque no era costumbre entre los Arameri ir armados en público.
—¿Ya habéis descubierto lo que debe saber un Arameri? —preguntó antes de que tuviera tiempo de recuperarme.
Hice una pausa y luego cerré firmemente la puerta del baño.
—Aún no, tía —dije al fin—. Y no es probable que llegue a hacerlo, dado que no soy una verdadera Arameri. Quizá puedas decírmelo tú y dejarte de acertijos.
Sonrió.
—Qué darre sois, impaciente y lenguaraz. Vuestro padre se habría sentido orgulloso.
Sentí un momentáneo sofoco de confusión. Aquello se parecía demasiado a un halago. ¿Era su manera de hacerme saber que se encontraba de mi lado? Llevaba el símbolo de Enefa alrededor del cuello…
—En realidad no —dije lentamente—. Mi padre era un hombre paciente y de cabeza fría. El temperamento lo heredé de mi madre.
—Ah. Pues seguro que os sirve bien en vuestro nuevo hogar.
—Me sirve bien en todas partes. Y ahora, ¿tienes la bondad de contarme qué pasa aquí?
Suspiró y la sonrisa se le borró de la cara.
—Sí. No tenemos mucho tiempo. Perdonadme, mi señora. —Con un esfuerzo que hizo crujir a sus rodillas y a mí poner una mueca de lástima, se puso en pie. Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí sentada. ¿Me esperaba después de cada sesión? Una vez más lamenté haberme saltado la sesión del día anterior.
—¿No os preguntáis por qué Uthr no presentó una petición para hacer la guerra? —preguntó.
—Imagino que porque no la necesitaba —respondí sin entender a qué venía aquello—. Es casi imposible conseguir que se apruebe una petición como ésa. Los Arameri no han permitido una guerra desde hace cien años o más. Así que los uthre se lo jugaron a la carta de la conquista incruenta y, por suerte para ellos, les salió bien.
—Sí. —Ras hizo una mueca—. Habrá más «anexiones» de éstas ahora que los uthre le han demostrado al mundo cómo se hace. «La paz ante todo: ésa es la senda del Brillante.»
Me asombró la amargura de su tono. Si la hubiera oído un sacerdote, la habrían arrestado por herejía. Y si hubiera sido otro Arameri… Me estremecí al imaginar su diminuta figura caminando por el Muelle con la lanza de Zhakkarn a la espalda.
—Cuidado, tía —dije en voz baja—. No llegarás a una edad muy avanzada si sigues diciendo cosas como ésa en voz alta.
Se rió con suavidad.
—Es cierto. Tendré más cuidado. —Se puso seria—. Pero pensad en esto, mi señora no Arameri. Puede que los uthre no se molestaran en presentar su petición porque otra petición ya había sido aprobada. Discretamente, mezclada con otros edictos aprobados por el Consortium en los últimos meses.
Fruncí el ceño, helada.
—¿Otra petición?
Asintió.
—Como vos misma habéis dicho, hace un siglo que no se aprueba una petición, así que sería imposible que se aprobaran dos en tan poco tiempo. Y puede que los uthre supieran que había otra petición con más posibilidades de éxito, puesto que servía a los fines de alguien provisto de gran poder. A fin de cuentas, algunas guerras son inútiles sin muertes.
Me la quedé mirando, demasiado sorprendida para ocultar mi confusión y mi consternación. Una petición de guerra aprobada habría sido la comidilla de la nobleza antera. El Consortium habría tardado semanas en discutirla, y no digamos aprobarla. ¿Cómo podía salir adelante sin que medio mundo se enterara de ello?
—¿Quién? —pregunté. Pero estaba empezando a sospecharlo.
—Nadie sabe quién patrocina la petición, ni cuáles son los reinos implicados, sea el invasor o el invadido. Pero Uthr comparte su frontera oriental con Tema. Uthr es pequeño, aunque ahora no tanto, pero su familia real y la Tríada Temana comparten vínculos familiares y de amistad que se remontan a varias generaciones en el tiempo.
Y Tema, comprendí con un escalofrío retardado, era uno de los reinos administrados por Scimina.
Scimina, pues, era la responsable de aquella petición de guerra. Y había logrado que su aprobación pasara inadvertida, lo que era una auténtica obra maestra de la intriga política. Puede que ayudar a Uthre a conquistar Irth formase parte de lo acordado. Pero eso dejaba en el aire dos preguntas cruciales: ¿por qué lo había hecho? ¿Y qué reino sería pronto víctima de un ataque?
La advertencia de Relad: «Si amas a algo o a alguien, ten cuidado.»
Las manos y la boca se me quedaron secas. De repente, sentía grandes deseos de ir a hablar con Scimina.
—Gracias —le dije a Ras. Mi tono era más agudo de lo habitual. Mi mente ya estaba en otra parte, volando a gran velocidad—. Haré buen uso de la información.
Asintió y se alejó cojeando, aunque no antes de darme unas palmaditas en el hombro al pasar. Yo estaba demasiado absorta en mis pensamientos para despedirme, pero en el último momento me recuperé y me volví, al mismo tiempo que ella abría la puerta para salir.
—¿Qué debe saber un Arameri, tía? —pregunté. Era algo en lo que había estado pensando desde nuestro primer encuentro.
Se detuvo y me miró.
—Cómo ser cruel —dijo en voz muy baja—. Cómo usar las vidas como el dinero y empuñar la muerte como un arma. —Bajó los ojos—. Vuestra madre me dijo esto una vez. Nunca lo he olvidado.
Me la quedé mirando fijamente, con la boca seca.
Ras Onchi se inclinó respetuosamente ante mí.
—Rezaré —añadió— para que tampoco vos lo hagáis.
De vuelta en el Cielo.
Había recuperado casi toda la compostura cuando fui a buscar los aposentos de Scimina. No se encontraban muy lejos de los míos, puesto que todos los purasangres del Cielo utilizaban el piso más elevado del palacio. Ella había ido un paso más allá y había reclamado una de las torres más grandes del castillo como dominio, lo que significaba que los ascensores no me servían de nada. Con la ayuda de un sirviente que pasaba, logré encontrar la escalera alfombrada que ascendía hasta allí. No era muy larga, unos tres pisos a lo sumo, pero cuando llegué al rellano me ardían los muslos y me preguntaba por qué habría elegido vivir en un lugar como aquél. Los purasangres que estuvieran en buena forma no tendrían dificultades para llegar y a los criados no les quedaba otra alternativa que hacerlo, pero no me imaginaba subiendo hasta allí a alguien como Dekarta. Tal vez ésa fuese la idea.
La puerta se abrió al llamar. Dentro había un pasillo abovedado, jalonado a ambos lados por estatuas, ventanales y una especie de jarrones con plantas en flor. Las estatuas no eran de nadie que yo conociera: muchachas y muchachos, desnudos, en poses artísticas. Al otro extremo, el pasillo desembocaba en una cámara circular amueblada con cojines y mesas bajas. No había sillas. Estaba claro que los invitados de Scimina debían permanecer en pie o sentarse en el suelo.
En el centro de la sala había un sillón sobre una plataforma elevada. Me pregunté si sería premeditado que el lugar se pareciera tanto a un salón del trono.
Scimina no se encontraba allí, aunque había otro pasillo justo detrás de la plataforma que, de manera ostensible conducía a sus habitaciones privadas. Resignada a tener que esperar, suspiré y miré a mi alrededor. En ese momento reparé en el hombre.
Estaba sentado con la espalda apoyada en uno de los amplios ventanales del cuarto, con una postura no tanto despreocupada como insolente, con una pierna en alto y la cabeza ladeada. Tardé un momento en comprender que estaba desnudo, porque llevaba el cabello muy largo y le cubría el hombro y la mayor parte del torso. Tardé otro en darme cuenta, con un escalofrío irritante, que se trataba de Nahadoth.
O al menos, creí que era él. Su rostro tenía la misma belleza que siempre, pero había algo extraño en él. Entonces me di cuenta de que estaba inmóvil, que era sólo un rostro, sólo una colección de rasgos, en lugar de la incesantemente mudable mezcla que yo veía normalmente. Sus ojos eran castaños y no los dos fosos de abismal negrura que recordaba. Su piel era pálida, pero con una palidez humana como la de los amn, y no el fulgor de la luz de la luna o del brillo de las estrellas. Me observaba con expresión lánguida, sin más movimiento que un parpadeo y con una leve sonrisa en unos labios que eran ligeramente finos para mi gusto.
—Hola —dijo—. Cuánto tiempo.
Nos habíamos visto la noche antes.
—Buenas noches, señor Nahadoth —dije, utilizando la diplomacia para disimular mi intranquilidad—. ¿Os encontráis… bien?
Se movió ligeramente, lo justo para que pudiera ver el collar de plata que llevaba alrededor del cuello y la cadena que pendía de él. De pronto lo entendí. «De día soy humano», me había dicho Nahadoth. Ningún poder salvo el de Itempas el Brillante podía encadenar al Señor de la Oscuridad de noche, pero de día era débil. Y… distinto. Examiné su cara detenidamente, pero no encontré ni rastro de la locura que había visto mi primera noche en el Cielo. Lo que había en su lugar era cálculo.
—Me encuentro muy bien —dijo. Se pasó la lengua por los labios, lo que me hizo pensar en una serpiente saboreando el aire—. Normalmente, pasar la tarde con Scimina resulta agradable. Aunque me aburro con mucha facilidad. —Hizo una pausa para tomar aliento—. En la variedad está el gusto.
Era imposible malinterpretar el sentido de sus palabras. Y menos con la manera que tenían sus ojos de desnudarme. Creo que pretendía ponerme nerviosa, pero curiosamente consiguió justo lo contrario, aclararme los pensamientos.
—¿Por qué te encadena? —pregunté—. ¿Para recordarte tu debilidad?
Alzó ligeramente las cejas. No había auténtica sorpresa en su expresión, sólo un momentáneo aumento de su interés.
—¿Eso te molesta?
—No. —Pero el fugaz enarcado de sus cejas revelaba que hasta él mismo se había dado cuenta de que era mentira.
Se inclinó hacia delante con un leve tintineo de la cadena, como el sonido de unas campanas lejanas. Sus ojos, humanos, voraces y muy, muy crueles, volvieron a desnudarme, aunque esta vez no de manera sexual.
—No estás enamorada de él —me dijo, pensativo—. No eres tan estúpida. Pero lo deseas.
No me gustaba aquello, pero no tenía la menor intención de reconocerlo. Había algo en aquel Nahadoth que me recordaba a un matón, y no hay que demostrar debilidad delante de un matón.
Sin embargo, mientras pensaba en mi respuesta, su sonrisa se ensanchó.
—Puedes tenerme a mí —dijo.
Por un instante muy breve temí que la idea me resultara tentadora. No tendría que haberme preocupado. Lo único que sentí fue repulsión.
—Gracias, pero no.
Bajó los ojos en una parodia de educado azoramiento.
—Lo entiendo. Soy un cascarón humano y tú quieres algo más. No te culpo. Pero… —Y en aquel momento levantó los ojos y me miró bajo las tupidas cejas. No era un matón. Lo que se ocultaba detrás de sus ojos era maldad, pura y simple maldad. Allí estaba el brillo sádico que había disfrutado con mi terror aquella primera noche, más perturbador aún porque esta vez estaba acompañado de cordura. Aquella versión de Nahadoth convertía en ciertas las fábulas de los sacerdotes y daba razones al temor que sentían los niños por la oscuridad.
No me gustaba estar sola con él en la habitación. No me gustaba nada.
—¿Eres consciente —susurro arrastrando las palabras— de que nunca podrás tenerlo? De ese modo no. Tu carne y tu sangre, mortales y débiles, se romperían en mil pedazos como cáscaras de huevo ante la embestida de su poder. No quedaría lo bastante de ti como para enviarlo de regreso a Darr.
Crucé los brazos y dirigí una mirada muy significativa hacia el pasillo que había tras el trono-sillón de Scimina. Si me hacía esperar mucho más, me marcharía.
—En cambio, yo… —De repente se puso en pie, cruzó la habitación y se colocó mucho más cerca de lo que me habría gustado. Sobresaltada, abandoné mi pose de indiferencia y traté de volverme hacia él y retroceder al mismo tiempo. Fui demasiado lenta. Me cogió por los brazos. No me había dado cuenta hasta entonces de lo grande que era. Me sacaba más de una cabeza y era muy musculoso. En su forma nocturna apenas era consciente de su cuerpo. Ahora, en cambio, era muy, muy consciente de él y del peligro que representaba.
Y por si no me hubiera percatado de ello por mí misma, me dio la vuelta y me sujetó desde atrás. Traté de resistirme, pero sus dedos se me clavaron en los brazos hasta hacerme gritar y los ojos me lloraron de dolor. Cuando dejé de luchar, sus manos redujeron un poco la presión.
—Puedo darte a probar un poco de él —me susurró al oído. Su aliento era demasiado caliente en mi cuello. Se me puso la piel de gallina por todo el cuerpo—. Podría cabalgarte todo el día…
—Suéltame ahora mismo —musité la orden entre dientes, mientras por dentro rezaba para que funcionara.
Sus manos me soltaron, pero no se apartó. Fui yo la que se escabulló ágilmente y me detesté por haberlo hecho al volverme y verlo sonreír. Era una sonrisa fría y, de algún modo, empeoraba aún más la situación. Quería tenerme —ahora lo veía con toda claridad—, pero el sexo era lo de menos. Mi miedo y mi repulsión lo complacían, como lo había complacido mi dolor cuando me apretó los brazos.
Y lo peor de todo es que vi que gozaba del momento en que comprendí que no mentía. Me había olvidado: la noche no era sólo el territorio de los seductores, sino también de los violadores; no era sólo pasión, sino también violencia. Aquel ser era mi anticipo del Señor de la Noche. Que Itempas el Brillante me ayudara si alguna vez enloquecía tanto como para desear más.
—Naha. —La voz de Scimina hizo que diera un respingo y me revolviera. Se encontraba junto al sofá, con una mano apoyada en la cadera, sonriente. ¿Cuánto tiempo llevaba allí observándome?—. Estás siendo muy grosero con mi invitada. Lo siento, prima. Tendría que haberle recortado la cadena.
Yo sentía cualquier cosa menos deseos de mostrarme amable.
—No tengo paciencia para estos juegos, Scimina —le espeté, demasiado enfadada y, a la vez asustada, como para comportarme con tacto—. Dime lo que quieres y acabemos de una vez.
Enarcó una ceja, divertida por mi descortesía. Le sonrió a Nahadoth… No, a Naha, decidí. El nombre del dios le sentaba mal a aquel ser. Se levantó y se acercó a ella de espaldas a mí. Scimina le pasó los nudillos de una mano por el brazo más cercano y sonrió.
—Hace que se te acelere el pulso, ¿verdad? Nuestro querido Naha puede tener ese efecto sobre las mujeres inexpertas. Puedes tomarlo prestado si quieres, por cierto. Como ya has comprobado, puede ser excitante.
Ignoré este comentario… pero no se me pasó por alto el modo en que Naha la miró sin que ella se diese cuenta. Era una estúpida por meter a aquella criatura en su cama.
Y yo otra por permanecer allí.
—Adiós, Scimina.
—Pensé que podría interesarte un rumor que he oído —dijo detrás de mí—. Tiene que ver con tu patria.
Me detuve. De repente, la advertencia de Ras Onchi repicaba en mi cabeza.
—Tu ascenso le ha creado nuevos enemigos a tu tierra, prima. Algunos de los vecinos de Darr te encuentran aún más amenazante que a Relad o a mí. Supongo que es comprensible. Nosotros nacimos aquí y no entendemos de anticuadas lealtades étnicas.
Me volví lentamente.
—Sois amn.
—Pero la superioridad de los amn es un hecho universalmente aceptado. No hay nada sorprendente en nosotros. Tú, en cambio, perteneces a una raza cuyos hijos nunca han sido otra cosa que salvajes, por muy elegantemente que os vistáis.
No podía preguntarle directamente por la petición de la guerra. Pero quizá…
—¿Qué quieres decir? ¿Que alguien podría atacar Darr simplemente porque los Arameri me han adoptado?
—No. Lo que digo es que alguien podría atacar Darr porque sigues pensando como una darre, a pesar de que ahora tienes acceso al poder de los Arameri.
Mis órdenes a los reinos que se me habían asignado, comprendí. De modo que ésa era la excusa que pretendía utilizar. Los había obligado a reabrir las relaciones comerciales con Darr. Lógicamente se vería como un acto de favoritismo… y quienes lo viesen así tendrían toda la razón del mundo. ¿Cómo no iba a ayudar a mi pueblo con la riqueza y el poder que acababa de adquirir? ¿Qué clase de persona sería si sólo pensaba en mí misma?
«Una persona Arameri», susurró una desagradable vocecilla en la parte de atrás de mi cabeza.
Naha se había movido para abrazar a Scimina desde atrás, la viva imagen del amante rendido. Scimina le acariciaba ausentemente los brazos mientras él lanzaba miradas homicidas contra su nuca.
—No te sientas mal, prima —dijo Scimina—. En realidad no importa lo que has hecho. Algunas personas te habrían odiado de cualquier modo, sólo porque no encajas en su imagen de un gobernante. Es una lástima que no heredaras nada de Kinneth, aparte de esos ojos. —Cerró los suyos y se apoyó en Naha. En aquel momento era la viva imagen de la satisfacción—. Naturalmente, el hecho de que seas darre tampoco ayuda demasiado. Pasaste por el ritual de iniciación que utilizan sus guerreros, ¿verdad? Tu madre no era darre, así que, ¿quién te apadrinó?
—Mi abuela —respondí con voz queda. No me sorprendía que Scimina conociera hasta tal punto las costumbres de darre. Cualquiera podía averiguarlas con abrir un libro.
Scimina suspiró y volvió la cabeza hacia Naha. Para mi sorpresa, él no varió la expresión de su cara, y para mi asombro, el odio puro que destilaban sus ojos la hizo sonreír.
—¿Sabes lo que pasa en las ceremonias iniciáticas de los darre? —le preguntó Scimina con tono casual—. Antes eran una raza de guerreros matriarcales. Los obligamos a dejar en paz a sus vecinos y a dejar de tratar a sus hombres como zánganos; pero, como la mayoría de las razas oscuras, se aferran a sus pequeñas tradiciones en secreto.
—Sé lo que hacían —dijo Naha—. Capturar a un joven de una tribu enemiga, circuncidarlo, cuidarlo hasta que se reponía y luego utilizarlo para su placer.
Me había entrenado durante mucho tiempo para mantenerme impasible. Scimina se rió al verlo y, mientras me observaba, se llevó un mechón de los cabellos de Naha a los labios.
—Las cosas han cambiado —dijo—. Ahora a los darre no se les permite secuestrar y mutilar muchachos. Ahora, las muchachas deben sobrevivir por sí solas en un bosque durante un mes, acabado el cual, al regresar a casa, las desflora un hombre escogido por su madrina. Sigue siendo una práctica bárbara y cuando nos enteramos de que sucede, lo impedimos, pero aun así la llevan a cabo, sobre todo las mujeres de la clase alta. Y hay un detalle que creen que no conocemos: la chica debe derrotar al hombre en combate singular público, en cuyo caso controla el encuentro, o ser derrotada por él y aprender cómo te sientes al someterte al enemigo.
—Eso me gustaría —susurró Naha. Scimina volvió a reírse y le dio una palmada juguetona en el brazo.
—Qué predecible. Ahora calla. —Sus ojos se deslizaron hasta mí y me miró de soslayo—. El ritual parece el mismo en principio, ¿no? Pero han cambiado muchas cosas. Ahora los hombres darre ya no temen a las mujeres… ni las respetan.
Era una afirmación, no una pregunta. Y yo no era tan tonta como para responder.
—Si lo piensas bien, en realidad el ritual antiguo era más civilizado. Aquél enseñaba a las jóvenes guerreras, no sólo a sobrevivir, sino también a respetar al enemigo, a cuidarlo. Muchas de ellas acababan desposando a sus cautivos, ¿no es así? Así que incluso aprendían a amar. El actual… Bueno, ¿qué te enseña? No puedo por menos que preguntármelo.
A mí me enseñó a hacer lo que fuese necesario para salirme con la mía, ramera perversa.
No respondí, y al cabo de un momento, Scimina suspiró.
—Bueno —dijo—, el caso es que se están formando nuevas alianzas en las fronteras de Darr, con el propósito de contrarrestar la nueva fuerza que se le supone. Y como, en realidad, Darr no cuenta con nuevas fuerzas, la región entera está sucumbiendo a la inestabilidad. No es fácil decir lo que podría suceder en una situación como ésa.
Mis dedos anhelaban el contacto de una piedra afilada.
—¿Es una amenaza?
—Por favor, prima. Sólo te estoy transmitiendo información. Los Arameri debemos cuidarnos unos a otros.
—Agradezco tu preocupación. —Me volví para marcharme antes de perder los estribos. Pero esta vez fue la voz de Naha la que me detuvo.
—¿Ganaste? —preguntó—. En tu iniciación, digo. ¿Venciste a tu oponente o te violó delante de la multitud?
Sabía perfectamente que no debía responder. Perfectamente. Pero lo hice de todos modos.
—Gané —dije—, más o menos.
—¿Eh?
Si cerraba los ojos, aún podía verlo. Seis años habían transcurrido desde aquella noche, pero el olor del fuego, de las pieles viejas, de la sangre y de mi propio tufo tras un mes a la intemperie, seguía fuerte en mis recuerdos.
—La mayoría de las madrinas escogen malos guerreros como rivales —dije en voz baja—. Alguien que sea fácil de derrotar para una muchacha joven. Pero yo iba a ser ennu y había dudas sobre mí porque era medio amn. Medio Arameri. Así que mi abuela escogió al más fuerte de nuestros guerreros.
No esperaban que ganara. Bastaría con que mostrara resistencia para que se me considerara una guerrera. Tal como había dicho Scimina, muchas cosas habían cambiado entre nosotros. Pero para una ennu no era suficiente con mostrar resistencia. Nadie me seguiría si dejaba que un hombre se aprovechara de mí en público y luego anduviera alardeando de ello por toda la ciudad. Tenía que ganar.
—Te derrotó —dijo Naha. Exhaló las palabras lentamente, hambriento de mi dolor.
Lo miré y parpadeó. Me pregunto qué vio en mis ojos en ese momento.
—Di un buen espectáculo —dije—. Lo bastante para cumplir con los requisitos del ritual. Y luego lo apuñalé en la cabeza con un cuchillo de piedra que llevaba oculto en la manga.
Esto disgustó al consejo, sobre todo cuando se supo que no había quedado encinta. Ya era malo que hubiera matado a un hombre, pero que encima perdiera su semilla y la fuerza que podía engendrar futuras hijas darre… Por un tiempo, la victoria empeoró las cosas para mí. «No es una verdadera darre —susurraban—. Hay demasiada muerte en ella.»
No pretendía matarlo, de verdad. Pero al fin y a la postre éramos guerreros y los que apreciaban mi salvajismo Arameri eran más que los que dudaban de mí. Me nombraron ennu dos años después.
La expresión de Scimina era pensativa, evaluadora. En cambio Nada parecía sobrio de repente y en sus ojos se veía alguna emoción siniestra a la que no era capaz de poner nombre. De haber tenido que llamarla de algún modo, creo que habría sido «amargura». Pero no era sorprendente, ¿verdad? Yo no era tan darre como parecía y sí mucho más Arameri de lo que podía parecer. Algo que siempre había aborrecido de mí misma.
—Ha comenzado a mostrar un solo rostro ante ti, ¿verdad? —preguntó Naha. Supe al instante a quién se refería—. Así es como comienza. Su voz se hace más grave o sus labios se vuelven más carnosos. Sus ojos cambian de forma. Al poco es como algo extraído de tus mejores sueños, siempre dice las palabras apropiadas y siempre te toca en los sitios justos. —Pegó la cara al cabello de Scimina, como si buscara consuelo allí—. Luego es sólo cuestión de tiempo.
Me marché, impelida por el miedo, la culpa y por la acechante y odiosa sensación de que, por muy Arameri que fuese, no bastaría para sobrevivir en aquel lugar. Ni de lejos. En ese momento tomé la decisión de ir a ver a Viraine, lo que me llevó a la biblioteca y al secreto de mis dos almas y provocó que terminara aquí arriba, muerta.