12
LA CORDURA

Había una vez una…

Había una vez una…

Había una vez una…

Basta. Esto es indigno.

Había una vez una jovencita que tenía dos hermanos mayores. El primero era oscuro, salvaje y majestuoso, aunque un poco grosero. El otro poseía todo el brillo de todos los soles que jamás han existido y era muy severo y digno. Eran mucho mayores que ella y estaban muy unidos, a pesar de que en el pasado habían luchado con saña.

—Éramos jóvenes y estúpidos —decía el segundo hermano siempre que la niña le preguntaba por ello.

—El sexo era más divertido —decía el primero.

Comentarios como aquél hacían que el segundo hermano se enojara, razón por la que, lógicamente, los hacía el primero. Así era como la niña había llegado a conocerlos y a amarlos a ambos.

Es una aproximación, claro. Es lo que vuestras mentes mortales pueden comprender.

Así transcurrió la infancia de la niña pequeña. Ninguno de ellos tenía padres, así que la niña se crió sola. Bebía un líquido brillante cuando tenía sed y se tendía en sitios suaves cuando estaba cansada. Cuando tenía hambre, el primer hermano le enseñaba cómo extraer sustento de las energías que necesitaba y cuando se aburría, el segundo hermano le refería todo el conocimiento que había existido. Así fue como conoció los nombres. El lugar en el que vivían se llamaba EXISTENCIA , frente al lugar del que venían, que era una masa grande y furiosa de nada llamada MAELSTROM . Los juguetes y la comida que ella conjuraba se llamaban POSIBILIDAD . ¡Era una sustancia deliciosa! Con ella podía crear cuanto quisiera, incluso cambiar la naturaleza de EXISTENCIA , aunque muy pronto aprendió a preguntar antes de hacer esto, porque el segundo hermano se enfadaba cuando alteraba las reglas y procesos que con tanto cuidado él había ordenado. Al primer hermano le daba igual.

Con el tiempo comenzó a suceder que la niña pequeña pasaba más tiempo con el primer hermano que con el segundo, porque a éste no parecía caerle tan bien como al otro.

—Es difícil para él —dijo el primer hermano cuando ella protestó—. Hemos estado mucho tiempo aquí solos los dos. Ahora has llegado tú y eso lo cambia todo. Y a él no le gustan los cambios.

Esto ya lo había deducido sola la niña pequeña. Y por esto peleaban sus hermanos con tanta frecuencia, porque al primer hermano le encantaban los cambios. A veces, se cansaba de EXISTENCIA y la transformaba, o le daba la vuelta para ver el otro lado. El segundo hermano se enfurecía con él siempre que lo hacía y el primero se reía de su furia y, antes de que la niña pequeña tuviera tiempo ni de parpadear, el uno saltaba encima del otro y empezaban a romper y destrozar cosas, hasta que algo cambiaba y se aferraban el uno al otro, jadeando, y siempre que sucedía esto la niña pequeña esperaba pacientemente a que terminaran para que pudieran volver a jugar con ella.

Con el tiempo, la niña pequeña se convirtió en una mujer. Había aprendido a vivir con sus dos hermanos, cada uno a su manera, a bailar salvajemente con el primero y a aprender la disciplina con el segundo. Pero ahora comenzó a seguir su propio camino, más allá de las peculiaridades de ellos. Se había interpuesto entre sus hermanos durante sus batallas, había luchado con ellos para medir sus fuerzas y los había amado cuando la lucha se transformó en regocijo. Incluso, sin que ellos se enterasen, se había atrevido a crear sus propias y distintas EXISTENCIAS , donde a veces fingía que no tenía hermanos. Allí podía moldear la POSIBILIDAD dándole nuevas y asombrosas formas y significados que estaba convencida de que a ninguno de sus hermanos se les habrían ocurrido por sí solos. Con el tiempo fue volviéndose muy experta en esto y sus creaciones la complacían tanto que las llevaba consigo al volver al reino en el que vivían sus hermanos. Al principio lo hacía de manera sutil, con gran cuidado para que encajaran en los ordenados espacios y disposiciones del segundo hermano, para no ofenderlo.

Pero el primer hermano, fascinado como siempre por todo lo nuevo, le instó a ir más allá. Sin embargo, la mujer había descubierto que había desarrollado cierta predilección por el orden del segundo hermano. Incorporó las sugerencias del primer hermano, pero lo hizo de manera gradual, con un propósito, observando cómo cada minúsculo cambio desencadenaba otros y a veces alimentaba el crecimiento de maneras inesperadas y maravillosas. En otras ocasiones, los cambios lo destruían todo y la obligaban a empezar desde cero. Lamentaba la pérdida de sus juguetes, de sus tesoros, pero siempre volvía a empezar. Al igual que la oscuridad del primer hermano y la luz del segundo, aquello era un don que sólo ella podía dominar. El impulso de hacerlo era tan esencial para ella como la respiración y formaba parte de ella tanto como su propia alma.

El segundo hermano, una vez que superó su enfado por sus intromisiones, le preguntó por ello.

—Se llama «vida» —respondió ella. Le gustaba el sonido de la palabra. Él sonrió, complacido, porque ponerle nombre a algo era dotarlo de orden y propósito, y comprendía que ella lo había hecho en señal de respeto hacia él.

Pero fue al primer hermano al que acudió para llevar a cabo su experimento más ambicioso. Tal como esperaba, se mostró encantado de participar, pero para su sorpresa, también le ofreció una sobria advertencia.

—Si funciona, cambiará muchas cosas. Te das cuenta, ¿no? Nada en nuestras vidas volverá a ser igual. —El primer hermano hizo una pausa para asegurarse de que lo había entendido y entonces, de repente, ella lo hizo. Al segundo hermano no le gustaban los cambios.

—Nada puede permanecer igual eternamente —dijo ella—. No nos crearon para permanecer inmutables. Hasta él debe darse cuenta de ello.

El primer hermano se limitó a suspirar y no dijo nada más.

El experimento funcionó. La nueva vida berreaba, se agitaba y profería vehementes protestas, pero era preciosa en su forma inacabada y la mujer supo que lo que había hecho estaba bien. Llamó a la criatura «Sieh» porque así era como sonaba el ruido del viento. Y llamó a la categoría de criaturas a la que pertenecía «hijos», lo que quería decir que tenían el potencial de crecer por sí solos hasta convertirse en algo y también que podían crear más como ellos.

Y como siempre sucede con la vida, este pequeño cambio desencadenó muchos, muchos otros. El más profundo de ellos fue algo que la mujer no esperaba: se convirtieron en una familia. Durante algún tiempo, todos fueron felices con esto. Incluso el segundo hermano.

Pero no todas las familias perduran.

Así que hubo amor, una vez.

Más que amor… Y ahora hay más que odio. Los mortales carecen de palabras para expresar lo que sentimos los dioses. Ni los dioses tienen palabras para estas cosas.

Pero el amor no desaparece así como así, ¿verdad? Por muy intenso que sea el odio, siempre queda algo de amor por debajo.

Sí. Horrible, ¿verdad?

Cuando el cuerpo sufre un ataque, a menudo reacciona con fiebre. Los ataques contra la mente pueden tener el mismo efecto. Así que estuve en cama, temblando e inconsciente, durante casi tres días.

Algunos momentos de este tiempo aparecen en mi mente como retratos, algunos de ellos en color y otros en diversos matices del gris. Una solitaria figura de pie junto a la ventana de mi dormitorio, enorme y vigilante con inhumana atención. Zhakkarn. Tras un parpadeo, la misma imagen regresa en negativo: la misma figura, enmarcada por paredes brillantes y blancas, y un rectángulo negro de noche al otro lado de la ventana. Un parpadeo y hay otra imagen: la anciana de la biblioteca inclinada sobre mí, mirándome detenidamente a los ojos. Zhakkarn está detrás, vigilando. Una hebra de conversación, desconectada de toda imagen.

—Si muere…

—Empezaremos de nuevo. ¿Qué son unas décadas?

—Nahadoth no estará contento.

Una risotada áspera y triste.

—Posees un don para los eufemismos, hermana.

—Sieh tampoco.

—Eso es culpa de Sieh. Le dije a ese pequeño estúpido que no se encariñara demasiado.

Un momentáneo silencio cargado de reproche.

—No hay nada estúpido en la esperanza.

Otro silencio como respuesta, aunque éste parece levemente teñido de vergüenza.

Una de las imágenes de mi cabeza es distinta de las demás. Ésta vuelve a ser oscura, pero también las paredes se han oscurecido y una sensación preside la imagen, la de un peso y una presión ominosos y una rabia sorda y creciente. Esta vez, Zhakkarn se encuentra lejos de la ventana, cerca de una pared.

Tiene la cabeza inclinada en señal de respeto. Al fondo se puede ver la figura de Nahadoth, que me observa en silencio. Su rostro se ha transformado de nuevo y de pronto entiendo que por eso Itempas sólo puede controlarlo hasta cierto punto. Debe cambiar. Él es el Cambio. Podría dejarme ver su furia, pues su peso se siente en el mismo aire y hace que se me pongan los pelos de punta. Pero permanece impávido. Su piel se ha tornado de un marrón cálido, sus ojos son varias capas de negro plegadas sobre sí mismo y sus labios despiertan en mí el deseo de probar una fruta suave y madura. El rostro perfecto para seducir a solitarias jóvenes darre… aunque funcionaría mejor si hubiera algún calor en la mirada.

No dice nada que yo recuerde. Cuando la fiebre remite al fin y despierto, se ha ido y el peso de su rabia se ha levantado… aunque nunca llega a desaparecer del todo. Esto es otra cosa que Itempas el Brillante tampoco puede controlar.

El amanecer.

Me incorporé en la cama. Me sentía pesada y mareada. Zhakkarn, que seguía cerca de la ventana, volvió la cabeza hacia mí.

—Has despertado. —Al volverme, vi que Sieh estaba en una butaca junto a la cama, hecho un ovillo. Extendió los miembros con la facilidad de una criatura carente de huesos, se me acercó y me tocó la frente—. La fiebre ha remitido. ¿Cómo te sientes?

Respondí con la primera idea coherente que mi mente fue capaz de formar.

—¿Qué soy?

Bajó los ojos.

—Se… se supone que no debo decírtelo.

Aparté las mantas y me levanté. La sangre se me subió a la cabeza y sufrí un fugaz mareo, pero cuando pasó pude ir al baño tambaleándome.

—No quiero veros por aquí cuando haya terminado —dije sin volverme del todo.

Ni Sieh ni Zhakkarn respondieron. En el baño pasé unos momentos de agonía inclinada sobre la pila, sin saber si vomitar, aunque la vaciedad de mi estómago terminó por resolver el asunto. Me temblaban las manos mientras me bañaba, me secaba y bebía directamente del grifo. Salí del baño desnuda y al volver a mi dormitorio descubrí sin demasiada sorpresa que los dos enefadeh seguían allí. Sieh estaba ahora sentado al borde de la cama y parecía joven y preocupado. Zhakkarn no se había movido de la ventana.

—Debes articular las palabras como una orden —dijo— si realmente quieres que nos vayamos.

—Me da igual lo que hagáis. —Encontré ropa interior y me la puse. Saqué el primer traje del armario, un vestido amn, elegante y rectilíneo, con un diseño concebido para disimular mi escasez de curvas. Cogí dos botas desparejadas y me senté para ponérmelas.

—¿Adónde vas? —preguntó Sieh. Me tocó el brazo con ansiedad. Lo sacudí como habría hecho para espantar un insecto y retrocedió—. Ni siquiera lo sabes, ¿verdad? Yeine…

—Vuelvo a la biblioteca —dije, aunque había elegido al azar, porque lo que había dicho él era cierto. No tenía otro destino en mi cabeza que irme lejos de allí.

—Yeine, sé que estás disgustada…

—¿Qué soy? —Me puse en pie con una bota en la mano y me volví hacia él. Se le arrugó el semblante, posiblemente porque me incliné hacia delante y le grité las palabras a la cara—. ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué soy, los dioses te maldigan?! ¡¿Qué…?!

—Tu cuerpo es humano —me interrumpió Zhakkarn. Ahora fui yo la que hizo una mueca. Se encontraba junto a la cama, observándome con la misma expresión impasible que de costumbre, aunque había algo sutilmente protector en su manera de permanecer detrás de Sieh—. Tu mente es humana. Lo único que ha cambiado es el alma.

—Eso significa que eres la misma mujer que siempre has sido. —Sieh parecía abatido y resentido a un tiempo—. Una mujer humana normal y corriente.

—Me parezco a ella.

Zhakkarn asintió. Como si estuviera hablando del tiempo.

—La presencia del alma de Enefa en tu cuerpo ha tenido su influencia.

Me estremecí. Volvía a sentirme enferma. Había algo en mi interior que no era mío. Me froté los brazos y contuve el impulso de utilizar las uñas.

—¿Podéis sacarla?

Zhakkarn parpadeó y tuve la sensación de que, por primera vez, había logrado sorprenderla.

—Sí. Pero tu cuerpo se ha acostumbrado a dos almas. Podría no sobrevivir a tener sólo una.

Dos almas. De algún modo, era mejor. Al menos no era una cosa animada exclusivamente por una fuerza ajena a mí. Al menos, en mi interior había algo mío.

—¿Podéis intentarlo?

—Yeine… —Sieh buscó mi mano, pero pareció cambiar de idea al ver que yo retrocedía un paso—. Ni siquiera nosotros sabemos lo que pasaría si extrajéramos esa alma. Al principio pensamos que, simplemente, su alma consumiría la tuya, pero es evidente que eso no ha sucedido.

Debí de poner cara de confusión.

—Aún sigues cuerda —dijo Zhakkarn.

Algo en mi interior estaba devorándome. Estuve a punto de desplomarme sobre la cama y pasé unos instantes con la mente en blanco. Al momento siguiente me levanté y comencé a caminar con una leve cojera provocada por la bota que me faltaba. No podía permanecer inmóvil. Me froté las sienes y me tiré del pelo mientras me preguntaba cuánto tiempo más permanecería cuerda con tales pensamientos en mi cabeza.

—Y sigues siendo tú —se apresuró a añadir Sieh mientras me seguía a cierta distancia—. Eres la hija que Kinneth habría tenido. No tienes los recuerdos ni la personalidad de Enefa. No piensas como ella. Eso quiere decir que eres fuerte, Yeine. Eso viene de ti, no de ella.

Solté una violenta carcajada. Sonó como un sollozo.

—¿Cómo lo sabes?

Se detuvo, con los ojos temblorosos y llenos de tristeza.

—Si fueras como ella —dijo—, me querrías.

También yo me detuve y dejé de respirar por un momento.

—Y a mí —dijo Zhakkarn—. Y a Kurue. Enefa amaba a todos sus hijos, incluidos aquellos que al final la traicionaron.

Yo no amaba a Zhakkarn ni a Kurue. Exhalé el aliento que había estado conteniendo.

Pero había empezado a temblar de nuevo, aunque en parte era de hambre. La mano de Sieh acarició la mía a modo de tentativa. Al ver que esta vez no la retiraba suspiró, me agarró y me llevó hasta la cama para que me sentara.

—Podrías haberte pasado la vida entera sin saberlo —dijo mientras alargaba un brazo para acariciarme el pelo—. Te habrías hecho mayor y te habrías enamorado de algún mortal, puede que hubieras tenido hijos a los que también habrías querido y habrías muerto en tu lecho como una ancianita desdentada. Es lo que queríamos para ti, Yeine. Y es lo que habrías tenido si Dekarta no te hubiera convocado. Eso nos obligó a actuar.

Me volvía hacia él. Tan de cerca, el impulso era imposible de resistir. Le puse una mano sobre la mejilla y me incliné para besarlo en la frente. Pareció sorprendido, pero entonces esbozó una sonrisa tímida y sentí cómo se caldeaba su piel bajo la palma de mi mano. Le devolví la sonrisa. Viraine tenía razón: era muy fácil encariñarse con él.

—Cuéntamelo todo —susurré.

Arrugó el rostro como si hubiera recibido un golpe. Puede que la magia que lo obligaba a obedecer las órdenes de los Arameri tuviera algún efecto físico. Puede que incluso fuese dolorosa. Sea como sea, un dolor de otro tipo apareció en sus ojos al comprender que había dado la orden deliberadamente.

Pero no había sido específica. Podría habérmelo contado todo: la historia del universo desde el momento de su creación, el número de los colores del arco iris, las palabras que hacen que la carne mortal se agriete como la piedra… Le había dejado esa libertad.

Pero me contó la verdad.