T’vril me dijo que a veces el Cielo devora a la gente. Lo construyeron los enefadeh, a fin de cuentas, y vivir en una casa levantada por un grupo de dioses furiosos ha de entrañar algunos riesgos. En las noches en que la luna es negra y las estrellas se ocultan detrás de las nubes, los muros de piedra dejan de brillar. Itempas el Brillante es impotente entonces. La oscuridad no dura demasiado —unas horas como mucho— pero mientras lo hace, la mayoría de los Arameri permanecen en sus cuartos y hablan en voz baja. Si deben desplazarse por los pasillos del Cielo lo hacen rápida y furtivamente, vigilando siempre sus pasos. Porque veréis, de manera totalmente aleatoria, los suelos se abren de repente y se tragan a los incautos. Quienes los buscan se adentran en los espacios intermedios que hay debajo, pero los cuerpos nunca aparecen.
Sé que es cierto. Y, lo que es más importante…
Sé adónde han ido a parar los desaparecidos.
—Háblame de mi madre, por favor —le dije a Viraine.
Levantó la mirada del artilugio en el que estaba trabajando. Era como una telaraña de metal articulado y cuero. No había forma de deducir su propósito.
—T’vril me ha contado que os envió a sus aposentos anoche —dijo mientras cambiaba de posición en el banquillo para mirarme. Tenía una expresión pensativa—. ¿Qué estáis buscando?
Tomé nota: T’vril no era totalmente de fiar. Pero tampoco me sorprendió. Sin duda tenía sus propios planes.
—La verdad.
—¿No creéis a Dekarta?
—¿Lo creerías tú?
Se rió entre dientes.
—Tampoco tenéis razón para creerme a mí.
—No tengo razones para creer a nadie en esta apestosa madriguera amn. Pero ya que no puedo marcharme, no tengo más alternativa que reptar por el fango.
—Oh, vaya. Habláis casi como ella. —Para mi sorpresa, parecía complacido por mi grosería. De hecho sonrió, aunque no sin cierto aire de condescendencia—. Aunque sois demasiado tosca. Demasiado directa. Los insultos de Kinneth eran tan sutiles que no te dabas cuenta de que te había llamado chusma hasta horas después.
—Mi madre nunca insultaba a nadie si no tenía una buena razón. Qué harías para provocarla…
Hizo una pausa momentánea, pero advertí con satisfacción que se le borraba la sonrisa de la cara.
—¿Qué queréis saber? —preguntó.
—¿Por qué ordenó Dekarta que asesinaran a mi madre?
—La única persona que podría responder a esa pregunta sería el propio Dekarta. ¿Tenéis previsto hablar con él?
Más tarde o más temprano lo haría. Pero dos pueden jugar al juego de responder las preguntas con más preguntas.
—¿A qué vino aquí aquella última noche? La noche en que Dekarta comprendió al fin que nunca regresaría.
Había esperado ver sorpresa en el rostro de Viraine. Lo que no esperaba era la fría furia que apareció siguiéndole los talones.
—¿Con quién habéis estado hablando? ¿Con los criados? ¿Con Sieh?
A veces, la verdad puede desequilibrar a tu rival.
—Con Nahadoth.
Su rostro se encogió en una mueca y luego entornó los ojos.
—Ya veo. Os matará, ¿sabéis? Es su pasatiempo predilecto, jugar con cualquier Arameri lo bastante estúpida como para tratar de domarlo.
—Scimina…
—… no tiene la menor intención de domarlo. Cuanto más monstruoso se vuelve, más feliz es ella. Según he oído, dejó a la última idiota que se enamoró de él repartida por todo el patio.
Recordé los labios de Nahadoth sobre mi garganta y traté de contener un escalofrío, sin conseguirlo del todo. La muerte como consecuencia de acostarme con un dios no era algo que me hubiera parado a pensar, pero no me sorprendía. Las fuerzas de los hombres mortales tienen sus límites. Se agotan y tienen que dormir. Pueden ser buenos amantes, pero incluso los mejores caminan a ciegas. Por cada caricia que hace volar la cabeza de una mujer, dan diez que la devuelven a tierra firme.
Nahadoth me haría volar hasta las nubes y me mantendría allí. Me arrastraría incluso más allá, a la oscuridad fría y sin aire que era su auténtico territorio. Y si me asfixiaba allí, si mi carne se quemaba o se me quebraba la mente… En fin. Viraine tenía razón: no podría culpar a nadie más que a mí misma.
Esbocé una sonrisa de arrepentimiento. Quería que viese mi temor.
—Sí, lo más probable es que Nahadoth me mate… si los Arameri no lo hacéis antes. Pero si eso te preocupa, podrías ayudarme respondiendo a mis preguntas.
Permaneció en silencio durante un largo momento, sus pensamientos insondables tras la máscara de su rostro. Por fin volvió a sorprenderme levantándose de su mesa de trabajo y acercándose a uno de los enormes ventanales. Desde allí se podían ver la ciudad entera y las montañas que se levantaban más allá.
—No puedo decir que recuerde muy bien aquella noche —dijo—. Fue hace veinte años. Acababa de llegar al Cielo, enviado por el Colegio de los Escribas.
—Cuéntame lo que recuerdes, por favor —dije.
Los escribas aprenden varias lenguas mortales cuando son niños, antes de iniciar el aprendizaje de la lengua de los dioses. Esto les ayuda a comprender la naturaleza flexible de los idiomas y la propia mente, pues hay muchos conceptos en algunas lenguas a los que otras no pueden ni aproximarse. Así es como funciona la lengua de los dioses: permite la conceptualización de lo imposible. Y por eso nunca te puedes fiar de los mejores escribas.
—Aquella noche llovía. Lo recuerdo porque es raro que la lluvia alcance el Cielo. Por lo general, las nubes más pesadas quedan por debajo de nosotros. Pero Kinneth se empapó en el corto trecho que había entre su carruaje y la entrada. Dejó un reguero de agua en el suelo de todos los pasillos por los que anduvo.
Lo que quería decir que la había visto pasar, pensé. O había estado escondido en un pasillo lateral mientras ella pasaba, o la había seguido tan de cerca que no había dado tiempo al agua a secarse. ¿No había dicho Sieh que Dekarta ordenó que los pasillos estuvieran vacíos aquella noche? Viraine debió de desobedecer la orden.
—Todos sabían por qué había venido. O creían saberlo. Nadie había esperado que aquel matrimonio durara demasiado. Parecía imposible que una mujer tan fuerte, una mujer criada para gobernar, renunciara a todo por nada. —En el reflejo del cristal, Viraine levantó la mirada hacia mí—. No os ofendáis.
Para ser un Arameri, era casi una disculpa.
—Tranquilo.
Sonrió delicadamente.
—Pero fue por él, ¿sabéis? La razón por la que vino aquella noche. Su marido, vuestro padre. No vino para reclamar su posición, sino porque él había contraído la muerte ambulante y quería que Dekarta lo salvara.
Lo miré fijamente. Me sentía como si me acabara de abofetear.
—Hasta lo trajo consigo. Uno de los servidores del patio miró dentro del carruaje y lo vio allí, sudoroso y febril, probablemente en la tercera fase. El viaje debió de agotarlo físicamente y acelerar el curso de la enfermedad. Ella se lo jugó todo por él.
Tragué saliva. Sabía que mi padre había contraído la enfermedad en algún momento. Sabía también que mi madre había huido del Cielo en la cúspide de su poder, expulsada por el delito de enamorarse de un ser indigno de ella. Pero que ambos acontecimientos estuvieran relacionados…
—Así que lo consiguió, entonces.
—No. Cuando se marchó para volver a Darr, estaba muy enfadada. Y a Dekarta jamás lo he visto tan furioso como entonces. Pensé que habría muertes. Pero se limitó a ordenar que borraran el nombre de Kinneth de los pergaminos familiares, no sólo como heredera suya, cosa que ya se había hecho, sino como simple Arameri. Me ordenó que quemara su sello de sangre, cosa que se puede hacer a distancia y que yo hice. Incluso hubo un anuncio público. Fue la comidilla durante mucho tiempo: la primera vez que se desheredaba a un purasangre en… siglos.
Sacudí la cabeza lentamente.
—¿Y mi padre?
—Hasta donde yo sé, seguía enfermo cuando se marcharon.
Pero mi padre había sobrevivido a la muerte ambulante. No era algo insólito, aunque sí muy raro, sobre todo entre aquellos que habían llegado a la tercera fase.
¿Habría cambiado Dekarta de idea? Si se lo hubiera ordenado, los médicos del palacio habrían salido tras aquel carruaje y lo habrían hecho volver. Hasta podría haber ordenado a los enefadeh que…
Espera.
Espera.
—Así que por eso vino —dijo Viraine. Se volvió junto a la ventana y me miró, muy serio—. Por él. No por ninguna gran conspiración ni por ningún misterio. Cualquier criado que lleve aquí el tiempo suficiente podría habéroslo dicho. ¿Por qué me lo habéis preguntado a mí?
—Porque pensé que podrías contarme más que un criado —respondí. Traté de mantener la voz controlada para que no se diera cuenta de mis sospechas—. ¿Te parece motivo suficiente?
—¿Y por eso os habéis mostrado tan amable? —Sacudió la cabeza y suspiró—. Bueno, me alegra ver que habéis heredado algunas cualidades Arameri.
—En este lugar parecen útiles.
Respondió ladeando la cabeza de manera sarcástica.
—¿Algo más?
Me moría de ganas de saber más, pero no por él. Sin embargo, no quería parecer precipitada.
—¿Piensas como Dekarta? —le pregunté, sólo para prolongar la conversación—. ¿Que mi madre habría sido más severa con ese hereje?
—Oh, desde luego. —Parpadeé con sorpresa y él sonrió—. Kinneth era como Dekarta, uno de los pocos Arameri que se tomaba en serio nuestra condición de elegidos de Itempas. Para los impíos era la muerte encarnada. O, en realidad, para cualquiera que amenazara la paz… o su poder. —Sacudió la cabeza, con una sonrisa que se había teñido de nostalgia—. ¿Creéis que Scimina es mala? Scimina carece de visión. Vuestra madre tenía un propósito.
Estaba disfrutando de nuevo, leyendo la incomodidad de mi rostro como si fuese uno de sus sellos. Puede que aún fuese lo bastante joven como para verla a través de los ojos fascinados de la infancia, pero todas las descripciones de mi madre que había oído desde mi llegada al Cielo no encajaban con mis recuerdos. Yo recordaba a una mujer gentil, cálida y llena de ironía. Podía ser implacable, oh, sí, como correspondía a la esposa de cualquier gobernante, y más en las circunstancias del Darr de aquel tiempo. Pero oírla alabada por Dekarta y comparada con Scimina en términos favorables… Ésa no era la misma mujer que me había criado. Era otra, con el nombre y el pasado de mi madre, pero con un alma totalmente distinta.
Viraine estaba especializado en magias que podían afectar al espíritu. «¿Le hiciste algo a mi madre?», sentí deseos de preguntar. Pero ésa habría sido una explicación demasiado sencilla.
—Estáis perdiendo el tiempo, ¿sabéis? —dijo. Hablaba en voz baja y su sonrisa se había esfumado durante mi largo silencio—. Vuestra madre está muerta. Vos aún seguís viva. Deberíais dedicar más tiempo a tratar de seguir así y menos a intentar reuniros con ella.
¿Era eso lo que estaba haciendo?
—Buenos días, escriba Viraine —dije, y me marché.
Entonces me perdí, figurativa y literalmente hablando.
Por lo general, el Cielo no es un lugar en el que sea fácil perderse. Todos los pasillos parecen iguales, sí. A veces, los ascensores se confunden y llevan a sus pasajeros a donde querrían estar en lugar de donde deben estar (cosa que, según me han dicho, resulta especialmente problemática para los mensajeros enamorados). Sin embargo, normalmente los pasillos están repletos de sirvientes deseosos de ayudar a cualquiera que lleve un sello de purasangre.
No pedí ayuda. Sabía que era una estupidez, pero una parte de mí no quería que me dijeran adónde ir. Las palabras de Viraine me habían herido profundamente, y mientras caminaba por los pasillos daba vueltas a esas heridas en mis pensamientos.
Era verdad que había descuidado la competición por la sucesión para investigar sobre mi madre. La verdad no le devolvería la vida, pero a mí podía costármela. Puede que Viraine tuviera razón y mi comportamiento reflejase tendencias suicidas. Había pasado menos de una estación desde la muerte de mi madre. En Darr, el tiempo y la familia me habrían ayudado a pasar el duelo, pero la invitación de mi abuelo lo había interrumpido en seco. Allí, en el Cielo, ocultaba mi pesar… pero eso no quería decir que fuese menor.
En este estado mental me detuve y me encontré en la biblioteca del palacio.
T’vril me la había mostrado durante mi primer día en El Cielo. En circunstancias normales me habría dejado asombrada. La biblioteca ocupaba un espacio más grande que el templo Sar-enna-nem de mi tierra. Contenía más libros, pergaminos, tablillas y esferas de los que hubiera visto en mi vida entera. Pero desde mi llegada al Cielo necesitaba un tipo de información más peculiar y los conocimientos acumulados de los Cien Mil Reinos no podían ayudarme.
Sin embargo… por alguna razón, en aquel momento me sentía atraída por aquel lugar.
Mientras caminaba por el vestíbulo de la biblioteca no se oía otro ruido que el tenue eco de mis pisadas. El techo, sustentado por enormes pilares redondos y un laberinto de estanterías igualmente altas, era tres veces más alto que un hombre. Tanto los pilares como las estanterías estaban cubiertos de estantes repletos de libros y pergaminos, algunos de ellos accesibles sólo por las escaleras que se veían en cada rincón. Aquí y allá había mesas y sillas, donde podías sentarte cómodamente y leer durante horas.
Sin embargo, no parecía haber nadie, cosa que me sorprendió. ¿Tan acostumbrados estaban los Arameri al lujo que incluso un tesoro de semejante calibre ya no les inspiraba asombro? Me detuve para examinar un muro de volúmenes tan gruesos como mi propia cabeza y entonces me di cuenta de que no entendía una sola palabra. El senmita, la lengua de amn, se había convertido en el idioma universal desde el triunfo de los Arameri, pero a la mayoría de los países todavía se les permitía utilizar su propia lengua mientras también enseñaran el senmita. Aquellos libros parecían en temano. Pasé a la siguiente pared: kentri. Probablemente, por alguna parte hubiese una estantería en darre, pero yo no tenía la menor idea de dónde empezar a buscar.
—¿Os habéis perdido?
Di un respingo y, al volverme, vi que una anciana amn, baja y rolliza, a escasos pasos de distancia, asomaba desde detrás de un pilar. No había reparado en su presencia. A juzgar por la mirada poco amistosa de su rostro, también ella debía creerse sola en la biblioteca.
—No… —Entonces me di cuenta de que no sabía qué decir. No había venido con ningún fin concreto. Por responder algo, dije—: ¿Hay alguna estantería en darre? O si no, ¿dónde están los libros en senmita?
Sin decir palabra, la anciana señaló justo detrás de mí. Al volverme vi que había tres estantes de libros en mi lengua natal.
—Los libros en senmita están al otro lado de la esquina.
Sintiéndome la mujer más necia del mundo, hice un gesto de agradecimiento con la cabeza y me volví para estudiar los libros en darre. Estuve mirándolos durante varios minutos antes de darme cuente de que la mitad era poesía y la otra mitad compendios de historias que llevaba toda la vida oyendo. Nada útil.
—¿Estáis buscando algo en concreto? —La mujer se encontraba justo a mi lado. Me sobresalté un poco, porque no la había oído llegar.
Pero al oír su pregunta me di cuenta de que sí que había algo que podía encontrar allí.
—Información sobre la Guerra de los Dioses —respondí.
—Los textos religiosos están en la capilla, no aquí. —Si tal cosa es posible, su expresión se hizo aún menos amistosa. Puede que fuese la bibliotecaria, en cuyo caso tal vez la hubiera ofendido. Estaba claro que la biblioteca ya recibía suficientemente pocas visitas como para que, encima, la confundieran con otro sitio.
—No busco textos religiosos —me apresuré a decir con la esperanza de aplacarla—. Quiero… fuentes históricas. Recuentos de bajas. Diarios, cartas, interpretaciones de los estudiosos… Cualquier cosa que date de la época.
La mujer me observó con la mirada entornada durante un instante. Era la única adulta con la que me había encontrado en el Cielo a la que superase en estatura, cosa que quizá me hubiera alegrado un poco de no ser por la patente hostilidad de su rostro. Me asombraba su reacción, porque vestía con el mismo uniforme blanco y sencillo que la mayoría de los sirvientes. Por lo general, bastaba con ver la marca de purasangre de mi frente para que manifestaran una cordialidad rayana en el servilismo.
—Hay algunas cosas como ésa —dijo—. Pero cualquier relato completo de la Guerra habría sido censurado de arriba abajo por los sacerdotes. Puede que queden algunas fuentes intactas en colecciones privadas. Se dice que el señor Dekarta guarda en sus habitaciones las más valiosas.
Tendría que haberlo imaginado.
—Me gustaría ver cualquier cosa que tengáis. —Nahadoth había conseguido despertar mi curiosidad. No sabía nada de la Guerra de los Dioses que no me hubieran enseñado los sacerdotes. Tal vez, si leía las historias por mí misma, pudiera extraer alguna verdad de las mentiras.
La anciana frunció los labios, pensativa, y luego me indicó con un gesto seco que la siguiera.
—Por aquí.
La seguí por los sinuosos corredores, más sobrecogida a medida que cobraba conciencia de las auténticas dimensiones del lugar.
—Esta biblioteca debe de contener todo el conocimiento del mundo.
Mi severa acompañante resopló.
—Apenas unos cuantos milenios, de algunos enclaves concretos de la humanidad, nada más. Y además expurgado, recortado, clasificado y retorcido al gusto de los poderosos.
—Hasta el conocimiento manipulado contiene algo de verdad, si se sabe leer con cuidado.
—Eso sólo es cierto cuando se sabe que el conocimiento está manipulado antes de empezar. —Tras doblar un último recodo, se detuvo. Había llegado a una especie de nexo en medio de aquel laberinto. Frente a nosotros había una serie de librerías dispuestas de espaldas las unas a las otras para formar una titánica columna de seis lados. Cada una de ellas tenía dos metros largos de anchura y era lo bastante sólida como para sustentar el techo, situado a más de siete metros de altura. En conjunto, la estructura rivalizaba con el tronco de un árbol centenario—. Ahí está lo que buscáis.
Di un paso hacia la columna y entonces me detuve, indecisa de pronto. Al volverme descubrí que la anciana me observaba con una mirada tan aguda que resultaba desconcertante. Sus ojos eran del color del peltre de baja calidad.
—Disculpadme —dije, impulsada por algún instinto—. Hay mucha información aquí. ¿Por dónde me sugeriríais que empezara?
Frunció el ceño y respondió:
—¿Cómo queréis que lo sepa? —Dicho lo cual se volvió y desapareció entre las librerías antes de que yo tuviera tiempo de recuperarme de tan patente grosería.
Pero tenía preocupaciones más importantes que una bibliotecaria gruñona, así que me volví de nuevo hacia la columna. Elegí una estantería al azar y comencé mi cacería revisando los lomos en busca de títulos que parecieran interesantes.
Dos horas después —en el suelo, con libros abiertos y pergaminos a mi alrededor— sucumbí a la exasperación. Con un gruñido, me dejé caer sobre el círculo de libros, cosa que seguramente habría enfurecido a la bibliotecaria de haberlo visto. Los comentarios de la anciana me habían inducido a creer que encontraría pocas menciones a la Guerra de los Dioses, pero no era el caso. Había testimonios oculares completos del conflicto. Había narraciones de narraciones y análisis críticos de aquellas narraciones. La información era tan abundante, de hecho, que, aunque hubiera empezado a leer aquel día y hubiera continuado haciéndolo sin descanso, me habría llevado meses acabar con todo.
Y por mucho que lo intentara, era incapaz de separar el trigo de la paja. Todas las narraciones citaban la misma sucesión de acontecimientos: el debilitamiento del mundo, en el que todas las criaturas vivientes —desde los árboles de los bosques hasta los hombres jóvenes— habían enfermado y comenzado a morir. La tormenta de tres días. La desintegración y reconstitución del sol. Al tercer día los cielos se calmaron e Itempas se manifestó para explicar el nuevo orden del mundo.
Lo que faltaba eran los sucesos que habían desembocado en la guerra. Ahí se veía que los sacerdotes habían estado muy atareados, pues no encontré ninguna descripción de las relaciones entre los dioses antes de la guerra. No se mencionaban costumbres ni creencias de tiempos de los Tres. Y los pocos textos que llegaban a tocar el tema se limitaban a citar lo que Itempas el Brillante había contado a la primera Arameri: Enefa fue instigadora y villana, Nahadoth cómplice consciente y el señor Itempas héroe traicionado y luego triunfante. Y yo había perdido más tiempo.
Me froté los cansados ojos y pensé si debía intentarlo de nuevo al día siguiente o rendirme de una vez. Pero mientras reunía fuerzas para levantarme, algo me llamó la atención en el techo. Desde mi posición, podía ver el punto en el que se unían dos de las estanterías que formaban la columna. Sólo que en realidad no estaban unidas. Había una distancia de casi veinte centímetros entre ellas. Intrigada, me levanté y miré mejor. Parecía, lo mismo que antes, una serie de enormes estantes cargados de libros, ordenados en un círculo sin separación alguna entre sí.
¿Otro de los secretos del Cielo? Me puse en pie.
El truco era de una asombrosa simplicidad, una vez que uno miraba bien. Las estanterías estaban hechas de una madera pesada y oscura, de color negro en su estado natural. Probablemente darre, pensé después. En su día, nuestra madera había tenido fama en el mundo entero. Entre las separaciones se veían las partes traseras de otras librerías, hechas de la misma madera negra. Como los bordes de las estanterías separadas eran negros y las estanterías del interior eran del mismo color, los espacios que las separaban eran prácticamente invisibles, incluso a poca distancia. Pero una vez que sabías que estaban allí…
Me asomé por la abertura más cercana y vi un espacio amplio, con suelos de baldosa blanca, delimitado por las estanterías. ¿Habría tratado alguien de ocultarlo? Pero no tenía demasiado sentido. Era un truco tan sencillo que mucha gente debía de haber encontrado la columna interior antes que yo. Esto sugería que su objetivo no era ocultar, sino confundir, prevenir que los paseantes casuales encontraran lo que había dentro de la columna. Sólo quienes conocieran el truco, o pasaran el tiempo suficiente buscando información, lo descubrirían.
Volví a recordar las palabras de la anciana: «Eso sólo es cierto cuando se sabe que el conocimiento está manipulado antes de empezar.» Sí. Estaba a plena vista, si uno sabía dónde debía buscar.
La abertura era estrecha. Por una vez di gracias por tener un cuerpo de muchacho, pues me permitió pasar entre las estanterías. Pero entonces tropecé y estuve a punto de desplomarme, porque una vez dentro de la columna, vi lo que ocultaba realmente.
Y entonces oí una voz, sólo que no era una voz, y me preguntó:
—¿Me amas?
Y yo respondí:
—Ven y te lo mostraré.
Y abrí los brazos. Vino y me abrazó con fuerza y no vi el cuchillo en su mano. No, no era un cuchillo. Nosotros no necesitábamos esas cosas. No, el cuchillo vino luego, y el sabor de la sangre fue intenso y extraño en mi boca mientras levantaba los ojos hacia su terrible, terrible mirada…
Pero ¿qué significaba que primero me hubiera hecho el amor?
Me pegué a la pared opuesta e intenté recuperar el aliento y pensar, a pesar del ardiente terror, las inexplicables náuseas y la devoradora ansia de llevarme las manos a la cabeza y chillar.
El último aviso, sí. Normalmente no soy tan tonta, pero debéis entenderlo. Eran demasiadas cosas a la vez.
—¿Necesitáis ayuda?
Mi mente se aferró a la voz de la vieja bibliotecaria con la avidez de la víctima de un naufragio. Menuda visión debí de ser al revolverme hacia ella, bamboleándome sobre los pies, con la boca abierta, la expresión de aturdimiento y las manos estiradas como sendas garras delante de mí.
La anciana, que se encontraba en medio de una de las aberturas, me observaba impasible.
Con esfuerzo, cerré la boca, bajé las manos y abandoné como pude la extraña postura encorvada que había adoptado. Seguía temblando por dentro pero estaba empezando a recuperar una semblanza de dignidad.
—No… no —alcancé a decir al cabo de un momento—. No. Estoy… bien.
En lugar de responder, se limitó a observarme. Le habría dicho que se marchara, pero mis ojos se sentían atraídos irremisiblemente hacia la cosa que me había dejado en aquel estado.
Desde detrás de un estante, el Brillante Señor del Orden me observaba. No era más que una representación pictórica, un grabado en relieve al estilo de amn, pan de oro grabado sobre un contorno cincelado en una losa de mármol blanco. Sin embargo, el artista había logrado captar a Itempas con pasmoso realismo. Se erguía en una elegante pose de guerrero, de figura amplia y potente musculatura, con las manos apoyadas en la empuñadura de una enorme espada recta. Había visto representaciones suyas en los libros de los sacerdotes, pero no como aquélla. Ellos lo pintaban más delgado y con los rasgos más finos, como un amn. En sus retratos siempre estaba sonriendo y nunca tenía una expresión de tal frialdad.
Eché las manos hacia atrás para enderezarme… y sentí más mármol debajo de mis dedos. Esta vez, al volverme, la sorpresa no fue tan grande. Casi esperaba lo que me encontré: una figura esbelta y sensual recreada sobre obsidiana grabada y tachonada de pequeños diamantes, brillantes como estrellas. Sus manos, extendidas a los costados, casi se perdían entre la esplendente capa formada por su cabellera y su poder. No podía ver el ¿exultante?, ¿aullante?, rostro de la criatura, pues estaba inclinado hacia arriba y dominado por una enorme boca abierta de par en par. Pero lo conocía igualmente.
Salvo que… Fruncí el ceño, confusa, y alargué una mano hasta lo que podía ser un pliegue de la ropa o un pecho redondeado.
—Itempas lo obligó a adoptar una única forma —dijo la anciana en voz muy baja—. Cuando era libre, era todas las cosas hermosas y terribles a un tiempo.
Nunca había oído una descripción más atinada.
Pero había una tercera placa a mi derecha. La vi por el rabillo del ojo. La había visto desde el mismo momento en que me había deslizado entre las estanterías. Y había evitado mirarla, por razones que no tenían nada que ver con mi razón y sí con lo que ahora, desde las profundidades del núcleo irracional de mis instintos, sospechaba.
Me obligué a volverme hacia la tercera placa, mientras la anciana me observaba.
Comparada con sus hermanos, la imagen de Enefa era modesta. Recatada. Tallada en mármol gris aparecía sentada de perfil, ataviada con un traje sencillo, con el rostro vuelto hacia el suelo. Sólo al observarla con más detenimiento se advertían las sutilezas. Su mano sostenía una pequeña esfera, un objeto reconocible de inmediato para cualquiera que hubiera visto alguna vez el planetario de Sieh (y ahora entendía por qué su colección era tan valiosa para él). La postura, tensa de presta energía, sugería que estaba más bien agazapada. Los ojos, a pesar de la posición inclinada de la cabeza, miraban de reojo al observador. Había algo en su expresión que resultaba… no seductor. Era demasiado directa para eso. Tampoco receloso. Más bien… calculador. Sí. Te miraba y, a través de ti, medía todo cuanto veía.
Levanté una mano temblorosa hacia su rostro. Más redondeado que el mío y más hermoso, pero con las mismas líneas que siempre había visto en los espejos. El cabello era más largo, pero los rizos eran los mismos. El artista había recreado los iris con jade verde pálido. Si la piel hubiera sido marrón en lugar de estar hecha de mármol… Tragué saliva mientras sentía que mis temblores se recrudecían.
—No pretendíamos decírtelo aún —dijo la anciana. Había llegado a mi lado, a pesar de que era demasiado rolliza para pasar por aquella abertura. Y lo habría sido, de haber sido humana—. Ha sido pura casualidad que decidieras venir a la biblioteca precisamente ahora. Supongo que podría haber encontrado el modo de conseguir que te fueras a otra parte, pero… —Más que verlo, me pareció oír que se encogía de hombros—. Más tarde o más temprano lo habrías averiguado.
Resbalé hasta el suelo y me acurruqué junto a la pared de Itempas, como si él pudiera protegerme. Me sentía helada, y mis pensamientos chillaban y correteaban de un lado a otro. Al hacer aquella primera y crucial conexión había perdido la capacidad de hacer otras.
«Así es la locura», comprendí.
—¿Vas a matarme? —le susurré a la anciana. No llevaba marca en la frente. No me había dado cuenta de ello, acostumbrada aún a su ausencia y no a su presencia. En mi sueño había tenido un aspecto distinto, pero ahora la reconocía: Kurue la Sabia, líder de los enefadeh.
—¿Por qué iba a hacer eso? Nos ha costado demasiado crearte. —Una mano cayó sobre mi hombro. Sufrí un espasmo—. Pero loca no nos sirves de nada.
Así que no me sorprendió que la oscuridad se cerrara sobre mí. Me relajé y, embargada por la gratitud, dejé que me envolviera.