10
LA FAMILIA

Después de que se marchara Sieh me levanté temprano con la intención de buscar a T’vril antes de ir al Salón. Aunque me había dicho que ya conocía a todas las personas que importaban, se refería a la lucha por la sucesión. En lo tocante a mi madre, esperaba que alguien pudiera tener más información sobre la noche de su abdicación.

Pero doblé a la izquierda donde tendría que haber doblado a la derecha y el ascensor no me llevó hasta donde debía, y en lugar de llegar al despacho de Viraine, me encontré en la entrada del palacio, frente al patio en el que había comenzado la aventura más desagradable de mi vida. Y Dekarta se encontraba allí.

Cuando tenía cinco o seis años, mis tutores itempanos me enseñaron cómo era el mundo.

—Está el universo, gobernado por los dioses —me dijeron—. Su jefe es Itempas el Brillante. Y luego está el mundo, donde gobierna el Consortium Nobiliario, bajo la tutela de la familia Arameri. Dekarta, el señor de los Arameri, es su jefe.

Más tarde le dije a mi madre que aquel señor Arameri debía de ser un hombre muy grande.

—Lo es —dijo, y ése fue el fin de la conversación.

No fueron sus palabras lo que se me grabó en la mente, sino su manera de decirlas.

El patio principal del Cielo es lo primero que ven los visitantes, así que está pensando para impresionarlos. Aparte de la Puerta Vertical y de la entrada al palacio —un túnel cavernoso formado por arcos concéntricos, alrededor del cual se alza la impresionante molde del propio Cielo—, también está el Jardín de los Cien Mil y el Muelle. Como es lógico, nada atraca en él, puesto que sobresale del patio principal a una altura de casi ochocientos metros. Tiene una barandilla elegante, más o menos a la altura de la cintura de un hombre. No impediría saltar a alguien que quisiera suicidarse, pero supongo que sirve para transmitir cierta sensación de seguridad a los demás.

Dekarta se encontraba al pie del Muelle, acompañado de Viraine y algunos otros. El grupo estaba a cierta distancia y aún no me habían visto. Me habría dado la vuelta y regresado al palacio de no haber reconocido a una de las figuras que los acompañaban. Zhakkarn, la diosa guerrera.

Esto hizo que me detuviera. Los demás presentes eran cortesanos de Dekarta. Recordaba vagamente a algunos, que había conocido el primer día. Otro hombre, ni de lejos tan elegante como el resto, se había adentrado unos pasos en el Muelle, como si quisiera disfrutar de la vista… pero estaba temblando. Se apreciaba incluso desde mi posición.

Dekarta dijo algo y Zhakkarn levantó una mano, donde apareció de repente una resplandeciente pica plateada. Apuntó con ella al hombre y dio tres pasos hacia delante. La punta de la pica flotaba, firme como una roca a pesar del viento, a pocos centímetros de la espalda del desconocido.

Éste avanzó un paso y luego miró hacia atrás. El viento le agitaba el cabello formando una nube etérea alrededor de su cabeza. Parecía amn, o de alguna de las razas emparentadas con ésta. Pero reconocí su manera de comportarse y sus ojos violentos y desafiantes. Un hereje, un enemigo del Brillante. En su tiempo hubo ejércitos enteros de ellos, pero ahora quedaban muy pocos, ocultos en sus escondrijos, donde veneraban a sus caídos dioses en secreto. Éste debía de haber cometido algún error.

—No podréis mantenerlos encadenados eternamente —dijo. El viento arrastró sus palabras hacia mí y más lejos, como una tentación para mis oídos. Al parecer, la magia protectora que mantenía el aire del Cielo cálido y en calma no funcionaba en el Muelle—. ¡Ni siquiera el Padre Celestial es infalible!

Dekarta no respondió nada, aunque se inclinó hacia delante y le susurró algo a Zhakkarn. El hombre del Muelle se puso tenso.

—¡No! ¡No puedes! ¡No puedes! —Se volvió y trató de pasar junto a Zhakkarn y su pica, con los ojos clavados en Dekarta.

Zhakkarn se limitó a mover la punta de su arma y el hombre se ensartó en ella.

Solté un grito y me llevé las manos a la boca. La entrada del palacio amplificó el sonido. Dekarta y Viraine se volvieron hacia mí. Pero entonces sucedió algo que hizo enmudecer mi grito: el hombre comenzó a chillar.

El sonido de su voz me atravesó como a él la pica de Zhakkarn. Encorvado alrededor de la pica, aferrado a su asta, el cuerpo comenzó a estremecerse con más fuerza aún que antes. Entonces comprendí que otra fuerza, aparte del grito, lo hacía estremecer, al ver que su pecho empezaba a brillar al rojo vivo alrededor de la punta del arma. Comenzó a salirle humo de las mangas, del cuello, de la boca y de la nariz. Pero lo peor eran sus ojos, que evidenciaban que era consciente de lo que estaba sucediendo. Sabía lo que le estaba pasando, lo sabía y eso lo hacía desesperar, y esa desesperación formaba parte de su sufrimiento.

Huí. Que el Padre Celestial me ayude, no pude soportarlo. Entré corriendo en el palacio y me oculté detrás de una esquina. Pero ni siquiera eso me ayudó, porque seguía oyéndole gritar, gritar, gritar, mientras se quemaba por dentro, más y más cada vez, hasta que creí que me volvería loca y no podría oír nada más el resto de mi vida.

Gracias a todos los dioses, incluso a Nahadoth, finalmente terminó.

No sé cuánto tiempo pasé allí acurrucada, con las manos en los oídos. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que ya no estaba sola y levanté la cabeza. Dekarta, apoyado pesadamente sobre un bastón de madera oscura que bien podía proceder de los bosques de Darr, se encontraba allí observándome, con Viraine a su lado. Los demás cortesanos se habían dispersado por el pasillo. Zhakkarn no estaba a la vista.

—Bueno —dijo Dekarta con voz rebosante de sorna—. Al fin vemos la verdad. Es la cobardía de su padre la que fluye con más fuerza por sus venas, no el valor de los Arameri.

Esto transformó mi espanto en furia. Me erguí violentamente.

—Los darre fueron guerreros famosos una vez —dijo Viraine antes de que yo pudiera condenarme diciendo algo. A diferencia de Dekarta, su expresión era neutra—. Pero siglos bajo el pacífico gobierno del Cielo han civilizado incluso las razas más salvajes, mi señor y no podemos culparla por ello. Dudo que haya visto una ejecución antes de ahora.

—Los miembros de nuestra familia deben ser más fuertes —dijo Dekarta—. Es el precio que pagamos por nuestro poder. No podemos ser como las razas oscuras, que entregaron a sus dioses para salvar el cuello. Debemos ser como ese hombre, por muy equivocado que estuviera. —Señaló en dirección al Muelle, o dondequiera que estuviera ahora el cadáver del hereje—. Como Shahar. Debemos estar dispuestos a morir, y a matar, por nuestro señor Itempas. —Sonrió. Al verlo se me puso la carne de gallina—. Quizá debería dejar que te ocupes del siguiente, nieta.

Estaba demasiado alterada y demasiado furiosa para tratar siquiera de controlar la aversión de mi rostro.

—¿Qué fuerza hace falta para matar a un hombre desarmado? ¿O para ordenar a otro que lo mate? —Sacudí la cabeza. El aullido aún repicaba en mis oídos—. Eso era crueldad, no justicia.

—¿De veras? —Para mi sorpresa, Dekarta pareció pensarlo seriamente—. Este mundo pertenece al Padre Celestial. Eso es irrebatible. Cogimos al hombre distribuyendo libros prohibidos, libros en los que se negaba esta realidad. Y cada uno de los lectores de esos libros, cada buen ciudadano que leyó esa blasfemia y no quiso negarla, se sumó a ese engaño. Ahora hay criminales entre nosotros, decididos a robarnos, no el oro, sino nuestras mismas vidas, nuestros corazones. Nuestras mentes. Nuestra cordura y nuestra paz. —Suspiró—. La auténtica justicia sería aniquilar su nación entera, cauterizar la infección antes de que se propague. Pero en lugar de hacerlo, he ordenado que ejecuten a todos los miembros de la facción, sus esposas y sus hijos. Sólo aquellos para los que la redención ya es imposible.

Me quedé mirándolo, demasiado horrorizada para decir nada. Ahora sabía por qué se había vuelto el hombre para clavarse la pica. Ahora sabía adónde había ido Zhakkarn.

—El señor Dekarta le ofreció una alternativa —añadió Viraine—. Saltar habría sido más sencillo. Por lo general, los vientos arrojan los cuerpos contra la columna de sustentación del palacio, así que nada llega a tocar el suelo. Es… más rápido.

—Y vosotros… —Sentía deseos de cubrirme de nuevo los oídos con las manos—. ¿Y vosotros os llamáis «servidores de Itempas»? Sois bestias salvajes. ¡Sois demonios!

Dekarta sacudió la cabeza.

—Soy estúpido por seguir esperando algo de ti. —Dio la vuelta y comenzó a alejarse por el pasillo. Viraine fue tras él, listo para ayudarlo si tropezaba. Se volvió hacia mí una vez. Dekarta ni eso.

Me aparté de la pared de un empujón.

—¡Mi madre fue más fiel al Brillante de lo que vosotros podríais llegar a ser nunca!

Dekarta se detuvo y durante un segundo sentí temor, al comprender que había ido demasiado lejos. Pero no se volvió.

—Es cierto —dijo Dekarta en voz muy baja—. Tu madre no habría mostrado la menor misericordia.

Siguió su camino. Yo volví a apoyarme en la pared y no pude dejar de temblar durante largo rato.

Aquel día no fui al Salón. No podría haber permanecido allí sentada junto a Dekarta, fingiendo indiferencia, mientras en mi mente resonaban aún los gritos del hereje. No era una Arameri y nunca lo sería, así que ¿qué sentido tenía actuar como ellos? Además, de momento tenía otras cosas de que preocuparme.

Cuando entré en el despacho de T’vril estaba ocupado con unos documentos. Antes de que pudiera levantarse para saludarme, puse una mano sobre su mesa.

—Las pertenencias de mi madre. ¿Dónde están?

Cerró la boca y luego volvió a abrirla para hablar.

—Sus aposentos están en la séptima torre.

Esta vez me tocó a mí hacer una pausa.

—¿Sus aposentos están intactos?

—Dekarta lo ordenó así cuando se marchó. Cuando quedó claro que no volvería… —Abrió las manos—. Mi predecesor apreciaba demasiado su vida para sugerir que se vaciaran. Lo mismo que yo. —Luego añadió, tan diplomático como siempre—: Ordenaré que alguien os lleve hasta allí.

Los aposentos de mi madre.

El sirviente me había dejado allí sola sin que tuviera que ordenárselo. Cuando se cerró la puerta, se hizo un silencio total. Unos óvalos de luz tapizaban el suelo. Las gruesas cortinas no se habían agitado al entrar yo. Los hombres de T’vril no tocaban el lugar, así que ni siquiera bailaban motas de polvo bajo la luz. Si contenía la respiración, casi podía creer que me encontraba dentro de un retrato y no en un lugar real.

Avancé un paso. Estaba en la antesala. Una cómoda, un sofá, una mesa para tomar el té o para trabajar… Algunos toques personales, aquí y allá: cuadros en la pared, una esculturas sobre pequeñas baldas, un precioso altar tallado al estilo senmita. Todo muy elegante.

Nada recordaba a ella.

Recorrí el lugar. Un baño a la izquierda. Más grande que el mío, pero es que a mi madre siempre le había encantado bañarse. Recordé las veces en que me sentaba con ella entre las burbujas, y cómo me reía al ver que se apilaba el pelo sobre la cabeza y empezaba a hacer muecas…

No. Mejor que no siguiera por ahí si no quería desesperarme.

El dormitorio. La cámara era un enorme óvalo, dos veces más grande que la mía, blanca y cubierta de almohadones por todas partes. Varios vestidores, un tocador, una chimenea con su repisa. Esto último era puro ornamento, dado que en el Cielo el fuego no era necesario. Otra mesa. También allí había toques personales: botellitas primorosamente ordenadas sobre la cómoda, con las predilectas de mi madre delante. Varias macetas con plantas, enormes y frondosas después de tantos años. Retratos en las paredes.

Éstos llamaron mi atención. Me acerqué a la repisa para ver mejor el más grande de ellos, un cuadro enmarcado de una hermosa mujer amn. Vestía con refinamiento y su apostura revelaba una educación mucho más refinada que la mía, pero había algo en su expresión que me intrigaba. Su sonrisa era la más tenue de las curvas y aunque sus ojos estaban dirigidos hacia el observador, parecían perdidos más que enfocados. ¿Soñaba despierta? ¿O estaba preocupada por algo? El artista lo había captado con maestría.

El parecido entre mi madre y ella era asombroso. Debía de ser mi abuela, pues, la trágicamente fallecida esposa de Dekarta. No me extrañaba que pareciese preocupada si había tenido que entrar en esta familia.

Me volví para contemplar la habitación entera.

—¿Dónde estabas en este lugar, madre? —susurré en voz alta. Mis palabras no rompieron la quietud. Allí, en aquel momento cerrado y congelado, yo era una simple observadora—. ¿Eras la madre que recuerdo o una Arameri?

Aquello no tenía nada que ver con su muerte. Sólo era algo que tenía que saber.

Comencé a registrar el apartamento. Lo hice con cuidado porque no soportaba la sensación de estar saqueando el lugar. Además de ofender a los criados, me parecía que sería una falta de respeto hacia mi madre. A ella siempre le había gustado el orden.

El sol ya se había puesto cuando finalmente encontré un cofrecillo en el camarín del cabecero de su cama. Ni siquiera había reparado en su existencia hasta que apoyé la mano en el borde y noté la juntura. ¿Un escondrijo? El cofrecillo estaba abierto y contenía un montón de papeles doblados y enrollados. Ya había extendido las manos hacia ellos cuando vislumbré la letra de mi padre en uno de los pergaminos.

Me temblaban las manos al sacar el cofrecillo del camarín. Dejó un cuadrado perfecto de denso polvo sobre el suelo del interior. Al parecer, los criados no habían limpiado allí. Puede que tampoco ellos, como yo, se hubiesen dado cuenta de que el cabecero se abría. Tras soplar el polvo de los documentos superiores, recogí la primera hoja plegada.

Una carta de amor de mi padre a mi madre.

Saqué todos los papeles, los examiné y los ordené por fechas. Eran cartas de amor, de él a ella, y también algunas de ella a él. Representaban cerca de un año de las vidas de mis padres. Tragué saliva, hice acopio de fuerzas y comencé a leer.

Una hora después me detuve, me tendí sobre la cama y lloré hasta quedarme dormida.

Cuando desperté, la habitación estaba a oscuras.

Y no tenía miedo. Una mala señal.

—No deberías vagar por el palacio a solas —dijo el Señor de la Noche.

Me incorporé. Estaba sentado en la cama, junto a mí, con la mirada en la ventana. La luna estaba alta y brillante tras una masa imprecisa de nubes. Debía de llevar horas dormida. Me froté la cara y dije, en un acceso de temeridad:

—Me gustaría pensar que tenemos un acuerdo, señor Nahadoth.

Mi recompensa fue su sonrisa, aunque no se volvió hacia mí.

—Respeto. Sí. Pero hay otros peligros en el Cielo, aparte de mí.

—Por algunas cosas merece la pena correr el riesgo. —Miré la cama. Las cartas descansaban allí, junto con otros pequeños objetos que había sacado del pequeño cofre: un saquito de flores secas; un mechón de cabello negro que debía de haber sido de mi padre; un papelillo enrollado que contenía varios versos tachados con la letra de mi madre y un pequeño colgante de plata en un fino cordel de cuero. Los tesoros de una mujer enamorada. Recogí el colgante e intenté de nuevo determinar lo que podía ser, y de nuevo sin éxito. Era como un grumo de pequeño tamaño, tosco y aplanado, con dos extremos puntiagudos que le daban forma oblonga. En cualquier caso, me resultaba familiar.

—Un hueso de fruta —dijo Nahadoth. Ahora estaba observándome, de reojo.

Sí, es lo que parecía, un hueso de albaricoque, quizá, o de gingko. Recordé entonces dónde había visto algo similar: en oro, alrededor del cuello de Ras Onchi.

—¿Por qué…?

—La fruta muere, pero en su interior se esconde la chispa de una vida nueva. Enefa poseía poder sobre la vida y sobre la muerte.

Fruncí el ceño, confundida. Puede que el fruto plateado fuese el símbolo de Enefa, como el anillo de jade blanco era el de Itempas. Pero ¿por qué iba mi madre a guardar un símbolo de Enefa? O, más bien, ¿por qué iba mi padre a regalárselo?

—Era la más fuerte de nosotros —murmuró Nahadoth. Se había vuelto de nuevo hacia el cielo nocturno, aunque era evidente que sus pensamientos estaban en un sitio totalmente distinto—. Si Itempas no hubiera utilizado veneno, nunca podría haberla matado. Pero ella confiaba en él. Lo amaba.

Bajó los ojos y esbozó una sonrisa delicada, pesarosa, para sí.

—Claro que yo también…

Estuvo a punto de caérseme el colgante.

Esto es lo que me enseñaron los sacerdotes:

Al principio había tres grandes dioses. Itempas el Brillante, señor del Día, destinado por el sino, el Maelstrom o cualquier otro inefable designio a gobernar. Todo fue bien hasta que Enefa, su ambiciosa hermana, decidió que quería gobernar en su lugar. Convenció a su hermano Nahadoth para que la ayudara y junto con parte de su divina progenie, trataron de derrocarlo. Itempas, más poderoso que sus dos hermanos juntos, les infligió una aplastante derrota. Mató a Enefa, castigó a Nahadoth y a los rebeldes y estableció una paz aún mayor, porque sin tener que preocuparse de su oscuro hermano y su salvaje hermana, era libre de traer luz y orden de verdad a toda la creación.

Pero…

—¿V-veneno?

Nahadoth suspiró. Tras él, su cabello se agitaba sin cesar, como unas cortinas sacudidas por la brisa nocturna.

—Creamos las armas nosotros mismos en nuestros tratos con los humanos, aunque no nos dimos cuenta de ello hasta más adelante.

«El Señor de la noche descendió a la tierra buscando solaz…»

—Los demonios —susurré.

—Los humanos convirtieron esa palabra en un epíteto. Los demonios eran tan bellos y perfectos como nuestros propios hijos divinos…. pero mortales. Su sangre, introducida en nuestros cuerpos, enseñaba a nuestra sangre a morir. Era el único veneno capaz de lastimarnos.

«Pero la amante del Señor de la noche nunca lo perdonó.»

—Así que les disteis caza.

—Temimos que se entremezclaran con los humanos y que transmitieran su mácula a los descendientes, hasta que la raza humana entera se volviese letal para nosotros. Pero Itempas mantuvo a uno de ellos con vida, escondido.

Asesinar a tus propios hijos… Me estremecí. Así que la historia de los sacerdotes era cierta. Sin embargo, podía sentir la vergüenza de Nahadoth, el dolor que no lo abandonaba. Lo que significaba que la versión de mi abuela también era cierta.

—Así que el señor Itempas utilizó ese… veneno para derrotar a Enefa cuando ella lo atacó.

—Ella no lo atacó.

Náuseas. El mundo empezó a dar vueltas en mi cabeza.

—Entonces… ¿por qué…?

Bajó la mirada. El cabello le cayó sobre el rostro y sentí que volvía tres noches atrás en el tiempo, a nuestro primer encuentro. La sonrisa que curvó sus labios en aquel momento no era de locura, pero contenía tal amargura que bien podría haberlo sido.

—Se pelearon —dijo— por mí.

Durante medio instante, algo cambió dentro de mí. Miré a Nahadoth y no lo vi como la poderosa, impredecible y letal entidad que era.

Lo deseé. Deseé seducirlo. Controlarlo. Me vi desnuda sobre la hierba verde, con los brazos y las piernas alrededor de Nahadoth mientras él se estremecía sobre mí, atrapado e impotente en los placeres de mi carne. Mío. Me vi acariciar su cabello, negro como la medianoche, y levantar la mirada hacia mis propios ojos y sonreír de condescendiente y posesiva satisfacción.

Rechacé la imagen y la sensación casi tan pronto como aparecieron en mi mente. Pero era otra advertencia.

El Maelstrom que nos engendró era lento —dijo Nahadoth. Si había sentido mi repentina turbación, no dio muestras de ello—. Yo nací primero y luego Itempas. Durante incontables eternidades, él y yo estuvimos solos en el universo, primero como enemigos, luego como amantes. A él le gustaba así.

Traté de no pensar en los relatos de los sacerdotes. Traté de no preguntarme si también él estaría mintiendo… aunque sus palabras transmitían una sensación de veracidad que resonaba dentro de mí a un nivel casi inconsciente. Los Tres eran más que hermanos: eran fuerzas de la naturaleza, opuestas y al mismo tiempo inextricablemente vinculadas. Yo, mera niña y mortal que nunca había tenido un verdadero amante, no podía ni empezar a entender su relación. Pero me sentía obligada a intentarlo.

—Y cuando apareció Enefa… ¿Itempas la vio como una intrusa?

—Sí. A pesar de que, antes de ella, ambos sentíamos que estábamos incompletos. Estábamos hechos para ser tres, no dos. Y a Itempas tampoco le agradaba eso.

En ese momento, Nahadoth me miró de soslayo. A la sombra proyectada por mi cuerpo, el impreciso contorno de su rostro cobró de repente una singular perfección de líneas y rasgos que me dejó sin respiración. Nunca había visto nada tan hermoso. Al instante comprendí por qué Itempas había asesinado a Enefa para quedárselo.

—¿Te divierte saber que podemos ser tan egoístas y orgullosos como los humanos? —Su voz había cobrado un tono más incisivo. Apenas me di cuenta. No podía apartar los ojos de su rostro—. Os hicimos a nuestra imagen y semejanza, ¿recuerdas? Todos nuestros defectos son vuestros.

—No —respondí—. L-lo que me sorprende son… las mentiras que me han contado.

—Habría esperado que los darre supieran preservar mejor la verdad. —Se inclinó hacia mí lenta y sutilmente. Había algo de depredador en su mirada… y yo, hipnotizada, era una presa fácil para él—. A fin de cuentas, no todas las razas humanas veneran a Itempas por decisión propia. Habría esperado que al menos sus ennu conservaran la antigua sabiduría.

Y yo también. Cerré el puño alrededor del plateado hueso. La cabeza me daba vueltas. Sabía que la mía había sido una raza de herejes en el pasado. Por eso los amn nos llamaban a los que éramos como nosotros «razas oscuras». Sólo habíamos aceptado al Brillante para salvarnos cuando los Arameri nos amenazaron con la aniquilación. Pero lo que Nahadoth estaba insinuando era que algunos de los miembros de mi raza conocían desde el principio la verdadera razón de la Guerra de los Dioses y me la habían ocultado… No. Eso no podía ni quería creerlo.

Siempre había habido rumores sobre mí. Dudas. Mi cabello amn, mis ojos amn… Mi madre amn, que podía haberme inculcado sus costumbres Arameri. Había luchado mucho para ganarme el respeto de mi pueblo. Y creía que lo había conseguido.

—No —susurré—. Mi abuela me lo habría contado….

¿No?

—Cuántos secretos te rodean… —murmuró el Señor de la noche—. Cuántas mentiras, igual que velos… ¿Quieres que te despoje de ellas? —Su mano me tocó en la cadera. Sin querer, di un respingo. Su nariz acarició la mía y su aliento me rozó los labios—. Me deseas.

De no haber estado temblando, habría empezado a hacerlo en aquel momento.

—N-no.

—Cuántas mentiras… —Con la última palabra, su lengua asomó entre sus labios y acarició los míos.

Fue como si cada músculo de mi cuerpo se pusiera en tensión. Incapaz de controlarme, se me escapó un sollozo. Volví a verme sobre la hierba verde, debajo de él, atrapada por él. Me vi en una cama, la misma cama en la que me sentaba en aquel momento. Vi cómo me poseía en la cama de mi madre, con rostro salvaje y movimientos violentos, y me di cuenta de que ni lo poseía ni lo controlaba. ¿Cómo había llegado a imaginar que podía hacerlo alguna vez? Él me utilizaba mientras yo, impotente, lloraba de dolor y de deseo. Era suya y él me devoraba, se daba un banquete con mi cordura, la hacía mil pedazos sangrantes y los engullía uno a uno. Me destruiría y disfrutaría inmensamente de ello desde el primer segundo hasta el último.

—Oh, dioses… —susurré sin reparar en lo irónico de mi juramento. Alargué los brazos y enterré las manos en su aura negra para apartarlo de mí. Sentí el frío aire de la noche y creí que mis manos seguirían avanzando sin encontrar nada. Pero entonces toparon con carne sólida, un cuerpo cálido, ropa… Me aferré a esta última para no olvidar la realidad y el peligro. Casi no pude resistir la tentación de atraerlo hacia mí—. No lo hagas, por favor. Por favor, oh, dioses, por favor, no lo hagas.

Seguía pegado a mí, amenazante. Su boca aún rozaba la mía, noté que sonreía.

—¿Es una orden?

Estaba temblando de miedo, de deseo y de esfuerzo. Esto último dio finalmente sus frutos y logré apartar mi rostro del suyo. Su fresco aliento me acarició el cuello y sentí que descendía por todo mi cuerpo, como la más íntima de las caricias. Nunca había deseado tanto a un hombre, nunca, en toda mi vida. Y nunca había tenido tanto miedo.

—Por favor —volví a decir.

Me besó muy suavemente en el cuello. Traté de no gemir, pero fracasé miserablemente. Lo deseaba tanto que me dolía. Pero entonces suspiró, se levantó y se acercó a la ventana. Los zarcillos negros de su poder permanecieron sobre mí un instante más. Había estado casi sepultada en su oscuridad. Pero cuando se alejó, los zarcillos me soltaron —a regañadientes, se diría— y volvieron a posarse en la permanente inquietud de su aura.

Me rodeé a mí misma con los brazos. Me preguntaba si alguna vez dejaría de temblar.

—Tu madre era una auténtica Arameri —dijo Nahadoth.

Esto se llevó mi deseo con la misma violencia que una bofetada.

—Fue todo lo que quería Dekarta y más —continuó—. Sus objetivos nunca fueron los mismos, pero en todos los demás aspectos, fue digna hija de su padre. Aún la quiere.

Tragué saliva. Me temblaban tanto las piernas que no me puse en pie, pero enderecé la espalda, porque me había encorvado involuntariamente.

—Entonces, ¿por qué la mató?

—¿Crees que fue él?

Abrí la boca para exigir una explicación. Pero antes de que pudiera hacerlo, se volvió hacia mí. A la luz de las ventanas, su cuerpo era una mera silueta, con la excepción de sus ojos. Se veían claramente, negros como el ónice, refulgentes de conocimiento y malicias sobrenaturales.

—No, pequeño peón —dijo el Señor de la Noche—. Pequeña herramienta. No más secretos, hasta que exista una alianza. Es por tu seguridad y también por la nuestra. ¿Quieres conocer los términos? —No sé cómo pero me di cuenta de que sonreía—. Sí, creo que debes conocerlos. Queremos tu vida, dulce Yeine. Si nos la ofreces, tendrás todas las respuestas que buscas… y también la oportunidad de vengarte. Eso es lo que quieres en realidad, ¿no? —Una risilla suave y cruel—. Eres más Arameri de lo que cree Dekarta.

Comencé a temblar de nuevo, pero en esta ocasión no era de miedo.

Como la otra vez, su cuerpo empezó a desvanecerse. Su imagen desapareció mucho antes que su presencia. Cuando ya no pude sentirlo más, guardé las pertenencias de mi madre y ordené el cuarto para que nadie pudiera saber que había estado allí. Quería guardarme el hueso plateado, pero no se me ocurría un sitio más seguro para ocultarlo que el compartimiento donde había permanecido décadas sin que nadie lo descubriera. Así que lo dejé en su escondite, junto con las cartas.

Una vez recogido todo, regresé a mi habitación. Tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no hacerlo corriendo.