Hay una enfermedad que llaman «la muerte ambulante». Provoca temblores, fiebres terribles, inconsciencia y, en sus últimas fases, un comportamiento maniático de un tipo muy especial. La víctima siente la compulsión de levantarse del lecho y caminar. Caminar a cualquier parte, aunque sólo sea de un lado a otro de su habitación. Y camina mientras la fiebre crece tanto que la piel se le agrieta y comienza a sangrar. Camina mientras el cerebro muere. Y luego sigue caminando aún un poco más.
Ha habido numerosos brotes de muerte ambulante a lo largo de los siglos. La primera vez que apareció hubo miles de víctimas, porque nadie sabía cómo se propagaba. Si nadie se lo impide, los infectados caminan hasta donde se puede encontrar gente sana. Infectan el lugar con su sangre y mueren, y así se transmite la enfermedad. Ahora lo sabemos. Levantamos un muro en cualquier lugar tocado por la muerte ambulante y cerramos nuestros corazones a los gritos de las personas sanas atrapadas en su interior. Si siguen vivas a las pocas semanas, las dejamos salir. Algunos sobreviven. No somos tan crueles.
A nadie se le escapa que la enfermedad únicamente se ceba en los trabajadores. Los sacerdotes, los nobles, los eruditos, los mercaderes adinerados… No es sólo que tengan guardias y recursos suficientes para encerrarse en sus ciudadelas y templos. En los primeros años no había cuarentena y aun así no morían. Salvo que hubieran ascendido hacía poco desde las filas de las clases bajas, eran inmunes.
Como es lógico, una plaga como ésta no puede ser natural.
Cuando la muerte ambulante llegó a Darr, un poco antes de que yo naciera, nadie esperaba que mi padre la contrajera. Pertenecíamos a la nobleza menor, pero éramos nobles. Pero mi abuelo paterno había sido un simple plebeyo, como sabía cualquier darre, un apuesto cazador que había llamado la atención de mi madre. Al parecer, a la enfermedad le bastaba con eso.
Sin embargo… mi padre sobrevivió.
Ya recordaré luego por qué es relevante esto.
Aquella noche, al salir del baño para meterme en la cama, me encontré a Sieh comiéndose mi cena y leyendo uno de los libros que me había traído de Darr. No me importó lo de la cena. Lo del libro…
—Me gusta —dijo el dios mientras me lanzaba una mirada vaga a modo de saludo—. Nunca había leído poesía darre. Es curioso… Después de hablar contigo pensé que todos los darre eran francos, directos. Pero aquí cada verso está lleno de dobles significados. Quienquiera que escribiera esto tenía una mente que pensaba en círculos.
Me senté en la cama para cepillarme el pelo.
—Normalmente se considera un gesto de educación el pedir permiso antes de invadir la privacidad de otros.
No dejó el libro a un lado, pero al menos lo cerró.
—Te he ofendido. —En su rostro apareció una expresión reflexiva—. ¿Cómo lo he conseguido?
—El poeta era mi padre.
Su rostro demostró sorpresa.
—Es un buen poeta. ¿Por qué te molesta que otros lean su obra?
—Porque es mía. —Llevaba muerto una década. Un accidente de caza. Un modo muy masculino de morir… pero aún me hacía daño pensar en él. Bajé el cepillo y contemplé los negros rizos atrapados en las cerdas. Rizos amn, como mis ojos aman. Algunas veces me preguntaba si mi padre me consideraba fea, como tantos otros darre. De ser así, ¿se debería a mis facciones amn… o a que no parecía más amn, a que era como mi madre?
Sieh me miró largo rato.
—No pretendía ofenderte. —Se levantó y volvió a dejar el libro sobre mi pequeño estante.
Sentí que algo en mi interior se relajaba, pero continué cepillándome para disimularlo.
—Me sorprende que te preocupe —dije—. Los mortales mueren constantemente. Debéis de hartaros de bailar alrededor de nuestro pesar.
Sonrió.
—Mi madre también está muerta.
La Traidora que no había traicionado a nadie. Nunca había pensado en ella como la madre de alguien.
—Además, trataste de matar a Nahadoth por mí. Eso es algo digno de respeto. —Se movió para sentarse sobre mi tocador. Sus posaderas se hicieron sitio entre mis escasos cosméticos. Al parecer, su respeto sólo llegaba hasta cierto punto.
—Bueno, ¿qué quieres?
Me sobresalté. Sonrió.
—Te alegraste de verme hasta que viste lo que estaba leyendo.
—Ah.
—¿Y eso?
—Me preguntaba… —De repente me sentía idiota. ¿Cuántos problemas tenía en aquel momento? ¿Por qué estaba obsesionándome por los muertos?
Sieh enderezó la espalda, cruzó las piernas y esperó. Suspiré.
—Me preguntaba si podías contarme lo que sepas sobre… sobre mi madre.
—¿No sobre Dekarta, Scimina o Relad? ¿Ni tan siquiera quieres saber cosas de mi insólita familia? —Ladeó la cabeza y sus pupilas duplicaron su tamaño en un simple instante. Me lo quedé mirando, momentáneamente distraída por aquello—. Qué interesante. ¿A qué se debe?
—Hoy he conocido a Relad. —Traté de encontrar las palabras para explicarme mejor.
—Menuda pareja, ¿eh? Scimina y él. No sabes las historias que podría contarte sobre su pequeña guerra…
—No quiero oírlas —dije con tono demasiado cortante. No quería que supiera lo mucho que me había preocupado el encuentro con Relad. Me esperaba que Relad fuera como otra Scimina, pero la amarga y ebria realidad era peor. ¿Me volvería como él si no escapaba pronto del Cielo?
Sieh guardó silencio. Posiblemente leía hasta el último de mis pensamientos en mi rostro. Así que no me sorprendió del todo que apareciera una mirada calculadora en sus ojos, acompañada por una sonrisa lánguidamente perversa.
—Te contaré lo que pueda —dijo—. Pero ¿qué me darás tú a cambio.
—¿Qué quieres?
Su sonrisa se esfumó, reemplazada por una expresión de total seriedad.
—Ya te lo he dicho antes. Déjame dormir contigo.
Me lo quedé mirando. Sacudió la cabeza rápidamente.
—No como duermen los hombres con las mujeres. —De hecho, la idea parecía repugnarle—. Soy un niño, ¿recuerdas?
—No eres un niño.
—Para ser un dios sí. Nahadoth nació antes que el tiempo mismo. A su lado, mis hermanos y yo no somos más que bebés. —Volvió a cambiar de postura. Esta vez se rodeó las rodillas con los brazos. Parecía terriblemente joven y terriblemente vulnerable. Pero yo no era ninguna tonta.
—¿Por qué?
Exhaló un suave suspiro.
—Simplemente me gustas, Yeine. ¿Es que tiene que haber una razón para todo?
—Comienzo a pensar que contigo sí.
Frunció el ceño.
—Bueno, pues no la hay. Ya te lo he dicho: hago lo que quiero, todo lo que me agrada, como los niños. No hay lógica en ello. Acéptalo o no, como quieras. —Dicho esto, apoyó la barbilla sobre una rodilla y desvió la mirada. Era la viva imagen de un niño enfurruñado.
Suspiré y traté de pensar si decirle que sí me haría vulnerable a algún truco enefadeh o a alguna artimaña Arameri. Pero entonces me di cuenta de que nada de eso importaba.
—Supongo que debería sentirme halagada —dije, y suspiré.
Animado al instante, Sieh saltó sobre mi cama, apartó el edredón y dio unas palmaditas en mi lado de la cama.
—¿Puedo cepillarte el pelo?
No pude contener una carcajada.
—Eres una criatura muy, muy, extraña.
—La inmortalidad acaba por resultar muy, muy, aburrida. Te sorprendería lo interesantes que pueden parecer las pequeñas cosas de la vida cotidiana al cabo de varios milenios.
Me acerqué a la cama, me senté y le ofrecí el cepillo. Sólo le faltó ronronear al cogerlo, pero no lo solté.
Sonrió.
—Tengo la sensación de que están a punto de tirarme a la cara mi propio acuerdo.
—No. Pero yo diría que lo razonable, al tratar con un embaucador, es exigir que él cumpla primero con su parte del trato.
Se echó a reír y soltó el cepillo para darse una palmada en la pierna.
—Qué graciosa eres. Me gustas más que todos los demás Arameri.
No me gustaba que me considerara una Arameri. Pero…
—¿Más que mi madre? —pregunté.
Se puso serio, se me acercó de nuevo y se apoyó sobre mi espalda.
—Ella me gustaba bastante. No solía darnos órdenes. Solamente cuando tenía que hacerlo. Aparte de eso, nos dejaba en paz. Es lo que suelen hacer los que son inteligentes, con notables excepciones como Scimina. No tiene mucho sentido entablar lazos personales con tus armas.
Tampoco me gustaba oír una descripción tan despectiva de las motivaciones de mi madre.
—Tal vez lo hiciera por principios. La mayoría de los Arameri abusan de su poder sobre vosotros. No está bien.
Apartó la cabeza de mi hombro y me miró un instante, divertido. Luego volvió a apoyarla.
—Puede que fuese eso.
—Pero no lo crees.
—¿Quieres la verdad, Yeine? ¿O quieres consuelo? No, no creo que nos dejase en paz por principios. Creo que, simplemente, Kinneth tenía otras cosas en la cabeza. Se veía en sus ojos. Una obsesión.
Fruncí el ceño al recordarlo. Había una obsesión en sus ojos, sí, una especie de determinación sombría e inflexible. Y también había destellos de otras cosas, sobre todo cuando creía que no la estaban observando. Codicia. Remordimiento.
Yo imaginaba sus pensamientos cuando, a veces, me dirigía aquella mirada. «Haré de ti mi instrumento, mi herramienta para vengarme de ellos», quizá, aunque tenía que haber sabido lo ridícula que era una idea semejante. O quizá: «Al menos, aquí tengo la oportunidad de modelar un mundo, aunque sólo sea el de una niña.» Y ahora que había visto cómo eran el Cielo y los Arameri, se me ocurrió una nueva posibilidad: «Te criaré cuerda.»
Pero si ya tenía aquella mirada cuando vivía en el Cielo, mucho antes de mi nacimiento, es que no tenía absolutamente nada que ver conmigo.
—En su caso no había competencia, ¿verdad? —pregunté—. Era la única heredera.
—No la había. Nadie dudó nunca que Kinneth sería la próxima jefa del clan. Al menos hasta el día en que anunció su abdicación. —Sieh se encogió de hombros—. E incluso después de aquello, al menos durante algún tiempo, Dekarta albergó la esperanza de que cambiara de idea. Pero entonces sucedió algo, y se podía palpar el cambio en el aire. Era un día de verano, pero la furia de Dekarta era como hielo sobre metal.
—¿Qué día?
Sieh no respondió durante un instante. Repentinamente supe, de una forma instintiva que ni entendí ni cuestioné, que iba a mentirme. O, al menos, a ocultarme parte de la verdad.
—El día que ella regresó al palacio… —Hablaba con más lentitud de lo habitual, meditando de manera evidente cada palabra antes de pronunciarla—. Más o menos un año después de casarse con tu padre. Dekarta ordenó que los pasillos estuvieran vacíos cuando llegó. Para que no tuviera que avergonzarse. Todavía entonces se preocupaba por ella. Y se reunieron a solas por la misma razón, para que nadie supiera lo que decían. Pero todos sabíamos lo que él esperaba.
—Que iba a volver. —Cosa que, por suerte, no había hecho, porque en caso contrario puede que yo no hubiera llegado a nacer.
Pero ¿para qué había vuelto, entonces?
Era lo que tenía que averiguar a continuación.
Le ofrecí a Sieh el cepillo. Lo cogió, se sentó en cuclillas y comenzó a peinarme con mucha delicadeza.
Durmió despatarrado, ocupando la mayor parte de la amplia cama. Yo había esperado que se acurrucara contra mí, pero al parecer le bastaba con tener parte del cuerpo en contacto conmigo: una pierna y una mano esta vez, sobre mi propia pierna y mi estómago. No me molestaban su presencia ni sus suaves ronquidos. Pero sí, una vez más, el resplandor casi diurno de las paredes.
A pesar de ello, logré quedarme dormida. Debía de estar muy cansada. Transcurrido un rato, cuando desperté y abrí los ojos legañosos, descubrí que la habitación se había quedado a oscuras. Como para mí eso era la normal, no le di la menor importancia y volví a quedarme dormida. Pero por la mañana recordaría algo, un sabor en el aire, como lo había definido Sieh. Aquel sabor era algo con lo que tenía poca experiencia, aunque lo conocía del mismo modo que un niño conoce el amor o un animal el miedo. Los celos, aunque sean entre un padre y un hijo, son una realidad de la naturaleza.
Aquella mañana, al volverme, me encontré con que Sieh estaba despierto y sus verdes ojos nublados de remordimiento. Se levantó sin decir palabra, me sonrió y se desvaneció. Supe que no volvería a dormir conmigo.