La mañana siguiente vino una criada para ayudarme a vestirme y arreglarme. Me resultaba ridículo. Aun así, parecía lógico tratar de comportarse como una Arameri, así que me mordí la lengua mientras ella correteaba muy atareada a mi alrededor. Me abrochó los botones y me arregló la ropa con todo esmero, como si de algún modo eso pudiera hacerme parecer más elegante, y luego me cepilló el corto cabello y me ayudó a maquillarme. Con esto último sí que necesitaba su ayuda, puesto que las mujeres darre no utilizamos cosméticos. No pude evitar una punzada de consternación cuando dio la vuelta al espejo y me mostró con toda aquella pintura. No tenía mal aspecto. Solamente era… extraño.
Debí de fruncir el ceño en exceso, porque la criada se puso nerviosa y comenzó a hurgar en la gran bolsa que había traído consigo.
—Tengo justo lo que necesito —dijo y sacó algo que al principio tomé por una máscara festiva. Desde luego lo parecía, con aquella estructura de alambre para los ojos unida a una varilla revestida de satén. Pero en sí la máscara era peculiar y parecía hecha con sólo un par de objetos emplumados de brillante color azul, como los ojos de la cola de un pavo real.
Entonces parpadearon. Tras un momento de sobresalto, miré mejor y vi que no eran plumas.
—Todas las damas de alta cuna las utilizan —dijo la criada con entusiasmo—. Ahora mismo están de moda. —Se llevó la estructura a la cara y colocó los ojos azules sobre los suyos, grisáceos y bastante bonitos. Parpadeó, bajó el marco… y, de repente, tenía unos ojos de color azul, rodeados por unas pestañas negras de exótico grosor. Me la quedé mirando con la boca abierta y entonces me di cuenta de que los ojos que miraban vacíos desde el marco eran ahora de color gris y tenían las pestañas bastante vulgares de la propia criada. Volvió a ponerse el antifaz ante la cara y sus ojos regresaron a su lugar.
—¿Lo veis? —Me ofreció el antifaz. Me fijé en que tenía unos minúsculos símbolos negros, apenas visibles, grabados a lo largo de la varilla—. El azul os iría de perlas con ese vestido.
Retrocedí, embargada por una repulsión tan grande que tardé varios segundos en recuperar el habla.
—¿D-de quién eran esos ojos?
—¿Cómo?
—Los ojos, los ojos. ¿De dónde han salido?
La criada me miró como si le hubiera preguntado de dónde había salido la luna.
—No lo sé, mi señora —dijo tras una pausa incómoda—. Puedo preguntarlo, si queréis.
—No —dije apenas con un susurro—. No es necesario.
Le di las gracias por su ayuda, alabé su habilidad y le hice saber que no volvería a necesitar ayuda para vestirme mientras durara mi estancia en el Cielo.
Poco después llegó otra criada con noticias de T’vril: tal como esperaba, Relad había rechazado mi solicitud de encontrarnos. Como era día de fiesta, el Consortium no se reunía, así que pedí el desayuno y una copia de los últimos informes financieros sobre los países que me habían asignado.
Mientras estudiaba los informes ante un plato de pescado crudo y fruta cocida —no es que me disguste la comida amn, pero nunca parecen saber lo que deben cocinar y lo que deben dejar crudo— se presentó Viraine. Para comprobar cómo me iba, según dijo, pero yo no había olvidado mi anterior presentimiento de que quería algo de mí. Esta vez se hizo más intenso al verle pasear por la habitación.
—Es interesante ver que os tomáis tanto interés en las tareas del gobierno —dijo mientras yo apartaba un fajo de documentos—. A la mayoría de los Arameri no les interesa siquiera la economía básica.
—Yo gobierno… gobernaba un país pobre —dije mientras cubría los restos de mi desayuno con una servilleta—. Nunca he podido permitirme ese lujo.
—Ah, sí. Pero habéis tomado medidas para remediar esa pobreza, ¿no? Se lo he oído comentar a Dekarta esta mañana. Habéis ordenado a los reinos que se os han asignado que reanuden las relaciones comerciales con Darr.
Me detuve con la taza de té a medio camino de la boca.
—¿Está vigilando lo que hago?
—Vigila a todos sus herederos, dama Yeine. En estos tiempos tiene pocos entretenimientos, aparte de ése.
Pensé en el orbe mágico que me habían dado, con el que había podido comunicarme con mis países la pasada noche. Me pregunté si sería muy difícil crear un orbe que no alertara a la persona a la que estaban observando.
—¿Ya tenéis secretos que ocultar? —Levantó las cejas ante mi silencio, divertido—. ¿Visitantes en mitad de la noche, citas secretas, conspiraciones?
La mentira nunca ha sido uno de mis talentos. Por suerte, cuando mi madre se dio cuenta de ello, decidió enseñarme tácticas alternativas.
—Ésa parece ser la costumbre por aquí —dije—. Aunque aún no he intentado asesinar a nadie. Ni tampoco he convertido el futuro de nuestra civilización en una competición celebrada para mi divertimento.
—Si os preocupan esas menudencias, mi señora, no duraréis mucho tiempo por aquí —dijo Viraine. Se sentó en una silla delante de mí y entrelazó los dedos—. ¿Queréis un consejo de alguien que una vez fue también nuevo en este lugar, como vos?
—Será un placer escucharos, escriba Viraine.
—No os involucréis con los enefadeh.
Consideré si debía mirarlo fijamente o fingir ignorancia y preguntarle qué quería decir. Opté por lo primero.
—Parece que le gustáis a Sieh —dijo—. A veces le pasa. Es afectuoso como un niño. Puede divertir o exasperar. Es muy fácil cogerle cariño. No lo hagáis.
—Soy consciente de que no es realmente un niño.
—¿Y también de que, a lo largo de los años, ha matado a tanta gente como Nahadoth?
Sin poder evitarlo, arrugué el rostro. Viraine sonrió.
—Es un niño, cuidado, no por su edad, sino por su naturaleza. Actúa por impulsos. Posee una creatividad de niño… y también una crueldad de niño. Y es hijo de Nahadoth en cuerpo y alma. Pensad en eso, mi señora… El Señor de la Noche, encarnación viva de todo cuanto tememos y despreciamos los que servimos al Brillante. Sieh es su primogénito.
Lo pensé. Pero curiosamente, la imagen que acudió con mayor claridad a mis pensamientos fue la completa satisfacción de Sieh cuando lo rodeé con el brazo aquella primera noche. Más tarde comprendería que ya había comenzado a amar a Sieh, posiblemente en aquel mismo momento. Una parte de mí estaba de acuerdo con Viraine: amar a una criatura así no era una simple estupidez, era algo rayano en el suicidio. Pero aun así lo hice.
Viraine vio que me sobrecogía. Con perfecta solicitud, se me acercó y me tocó el hombro.
—No estáis rodeada únicamente de enemigos —dijo con delicadeza, y tan desconcertada me encontraba que por un instante sus palabras me consolaron de verdad.
—Parece que a T’vril también le gustáis… Aunque eso no me sorprende, dado su pasado. Y también me tenéis a mí, Yeine. Era amigo de vuestra madre antes de que se marchara del Cielo. También podría serlo vuestro.
Si no hubiera pronunciado estas últimas palabras, tal vez lo hubiera considerado un amigo.
—Gracias, escriba Viraine —dije. Por una vez, gracias a los dioses, mi naturaleza darre no afloró. Traté de parecer sincera. De no demostrar mi momentánea aversión y mis sospechas. Y, a juzgar por su expresión de satisfacción, lo conseguí.
Después de que se marchara, pasé largo tiempo sentada en silencio, pensando.
Poco después se me ocurriría que Viraine me había prevenido contra Sieh, no contra Nahadoth.
Necesitaba saber más sobre mi madre.
Viraine me había dicho que era su amigo. Todo lo que sabía sobre mi madre era una mentira. La extraña mezcla de solicitud e indiferencia de Viraine, su actitud insensible y su falso consuelo… No. Mi madre siempre había valorado a la gente que se mostraba honesta en su comportamiento con los demás. No podía imaginarla mostrándose amigable con alguien como Viraine y mucho menos ofreciéndole su amistad.
Pero no sabía dónde podía empezar a investigar. La fuente de información más evidente era el propio Dekarta, pero no sentía el menor deseo de pedirle detalles íntimos sobre el pasado de mi madre delante del Salón entero. En cambio, un encuentro privado… Sí. Bastaría con eso.
Pero aún no. Al menos hasta que entendiese mejor para qué me había hecho venir al Cielo.
Después de eso me quedarían los demás miembros de la Familia Central, algunos de los cuales tenían edad de sobra para recordar los tiempos en los que mi madre era su heredera. Sin embargo, la advertencia de T’vril resonaba en mis pensamientos. Cualquier miembro de la Familia Central que hubiera sido auténtico amigo de mi madre, estaba fuera de la ciudad, ocupándose de los negocios de la familia, sin duda para mantenerse lejos y a salvo del nido de víboras que era la vida en el Cielo. Nadie que la recordara me hablaría con sinceridad. Eran gente de Dekarta… o de Scimina, o de Relad.
Ah, ahí había una posibilidad. Relad.
Había declinado mi propuesta de vernos. El protocolo dictaba que no volviera a intentarlo, pero el protocolo era una pauta, no una ley absoluta y en el seno de una familia el protocolo adoptaba la forma que querían sus miembros. Puede que un hombre acostumbrado a tratar con alguien como Scimina valorara un enfoque más directo. Fui a buscar a T’vril.
Lo encontré en una espacioso y pulcro despacho situado en uno de los pisos inferiores del palacio. Las paredes refulgían allí abajo, a pesar de que hacía un día muy luminoso. Esto se debía a que los pisos inferiores estaban bajo la mole principal de la edificación y, como consecuencia de ello, envueltos en una sombra permanente. No pude por menos que advertir que en aquella zona sólo se veían criados. La mayoría de ellos tenía el sello de sangre que parecía una sencilla barra negra. Parientes lejanos, sabía ahora gracias a las explicaciones de Viraine. Separados por seis o más generaciones de la Familia Central.
T’vril estaba repartiendo instrucciones entre su personal cuando llegué. Me detuve junto a la puerta y escuché sin demasiada atención, sin interrumpir ni dar a conocer mi presencia, mientras le decía a una joven:
—No. No habrá otra advertencia. Cuando llegue la señal, sólo tendrás una oportunidad. Si sigues cerca del pozo en ese momento… —No dijo nada más.
El siniestro silencio que se extendió detrás de sus palabras fue lo que finalmente captó mi atención. Aquéllas no parecían unas instrucciones corrientes sobre limpiar las habitaciones o traer la comida con más diligencia. Me acerqué a la puerta para oír mejor y fue entonces cuando uno de los hombres de T’vril me vio. Debió de hacerle alguna señal a éste, porque al instante se volvió hacia mí. Me miró por espacio de un momento y entonces les dijo a los suyos:
—Gracias. Eso es todo.
Me aparté para dejar que los servidores vaciaran el cuarto, cosa que hicieron con una celeridad y en un silencio que no me resultaron nada sorprendentes. T’vril me había parecido desde el primer momento de los que llevan el timón con firmeza. Una vez vacía la estancia, se inclinó para darme la bienvenida y cerró la puerta tras de nosotros como deferencia a mi condición.
—¿En qué puedo ayudaros, prima? —preguntó.
Sentía deseos de preguntarle por aquel pozo, fuera lo que fuese, y aquella señal, fuera lo que fuese, y por qué su personal tenía aspecto de acabar de asistir al anuncio de una ejecución. Pero era evidente que prefería no hablar de ello. Con movimientos ligeramente forzados me indicó que me sentara delante de su mesa y me ofreció vino. Vi que su mano temblaba al servirlo, pero al darse cuenta de que lo estaba observando, dejó la jarra en la mesa.
Me había salvado la vida. Sólo por eso le debía un mínimo de cortesía. Así que me limité a preguntar:
—¿Dónde crees que podría estar el señor Relad en este momento?
Abrió la boca para responder, pero entonces hizo una pausa con el ceño fruncido. Me di cuenta de que consideraba la idea de tratar de disuadirme y finalmente se decantaba en su contra. Cerró la boca y dijo:
—En el solario, probablemente. Pasa allí la mayor parte de su tiempo libre.
Me había mostrado el lugar el día antes, durante el recorrido del palacio. Los niveles más elevados del Cielo culminaban en una serie de plataformas y torres casi etéreas, ocupadas en su mayoría por los aposentos de los purasangres. El solario era una de sus atracciones: una vasta cámara con techumbre de vidrio ocupada por plantas tropicales, asientos y cuevas de factura artística, estanques para bañarse y… otras cosas. T’vril no me había dejado entrar durante la visita, pero atisbé un movimiento entre la vegetación y alcancé a oír un grito de inconfundible ardor. No insistí en visitar el lugar, pero parecía que ahora no tendría alternativa.
—Gracias —dije mientras me levantaba.
—Esperad —dijo, y rodeó la mesa. Hurgó en los cajones un momento y al incorporarse llevaba un pequeño frasco de cerámica bellamente pintado en la mano. Me lo ofreció.
—Tal vez esto os ayude —dijo—. Podría comprarse lo que quisiera, pero le gusta que lo sobornen.
Me guardé el frasco en el bolsillo y la información en la memoria. Sin embargo, lo sucedido inspiraba una nueva pregunta:
—T’vril, ¿por qué me estás ayudando?
—Eso querría yo saber —respondió con una voz que, de repente, sonaba muy fatigada—. Es evidente que no me conviene. Ese frasco me costó un mes de sueldo. Lo guardaba para cuando necesitara un favor de Relad.
Ahora era rica. Tomé nota mentalmente de que debía encargar tres frascos y enviárselos en señal de gratitud.
—¿Por qué entonces?
Me miró largo rato, supongo que tratando de encontrar la respuesta él mismo. Finalmente suspiró.
—Porque no me gusta lo que os están haciendo. Porque sois como yo… Honradamente, no lo sé.
Como él. ¿Una extraña? Lo habían criado allí y su conexión con la Familia Central era tan sólida como la mía, pero a los ojos de Arameri nunca sería un auténtico Arameri. ¿O quería decir que era, aparte de él, la única persona decente y honorable de aquel lugar? Si es que él lo era…
—¿Conociste a mi madre? —le pregunté.
Puso cara de sorpresa.
—¿A la señora Kinneth? Yo era un niño cuando se marchó con vuestro padre. No puedo decir que la recuerde muy bien.
—¿Y qué recuerdas?
Se apoyó en el borde de la mesa y, con los brazos cruzados, comenzó a pensar. A la luz que desprendían las paredes del Cielo su cabello trenzado brillaba como una cuerda de cobre, un color que poco tiempo antes me habría resultado antinatural. Ahora vivía entre los Arameri y trataba con dioses. Mi visión de las cosas había cambiado.
—Era preciosa —dijo—. Bueno, todos los miembros de la Familia Central lo son. Lo que no les da la naturaleza lo compensan con la magia. Pero ella tenía algo más. —Frunció el ceño—. Sin embargo, siempre parecía un poco triste. Nunca la vi sonreír.
Yo recordaba la sonrisa de mi madre. Era más frecuente en vida de mi padre, pero algunas veces también sonreía para mí. Me tragué el nudo que se me había formado en la garganta y tosí para disimularlo.
—Supongo que era amable contigo. Siempre le gustaron los niños.
—No —dijo T’vril con expresión sobria. Imagino que se había percatado de mi momento de debilidad, pero era demasiado diplomático para mencionarlo—. Se portaba con educación, desde luego, pero yo no era más que un mestizo criado por los servidores. Habría sido raro que nos tratara con amabilidad, o con interés.
Volví a fruncir el ceño sin poder evitarlo. En Darr, mi madre siempre se aseguraba de que los hijos de nuestros sirvientes recibieran regalos en todos sus cumpleaños y en las ceremonias de consagración a la luz. En los calurosos y secos veranos de Darr, dejaba que los sirvientes descansaran en nuestro jardín, que era algo más fresco. Al administrador lo trataba como a un miembro más de la familia.
—Yo era un niño —volvió a decir T’vril—. Si queréis un testimonio más fiel, deberíais hablar con criados más viejos.
—¿Me recomiendas a alguien?
—Cualquiera de ellos hablará con vos. En cuanto al que podría recordar mejor a vuestra madre… No sabría decir. —Se encogió de hombros.
No era exactamente lo que esperaba, pero al menos era algo que podría investigar más adelante.
—Gracias de nuevo, T’vril —dije, y salí en busca de Relad.
A los ojos de un niño, su madre es una diosa. Puede ser espléndida o terrible, benévola o colérica, pero en cualquier caso es digna de todo su amor. Estoy convencida de que éste es el mayor poder del universo.
Mi madre…
No, aún no.
En el solario, la atmósfera era cálida, húmeda y fragante, gracias a los árboles en flor. Por encima de las copas se levantaba una de las torres del Cielo, la central y más alta, cuya entrada debía de estar en algún lugar entre las sinuosas veredas del lugar. Al contrario que el resto de las torres, ésta se estrechaba enseguida hasta convertirse en una punta de pocos pasos de diámetro, demasiado estrecha para albergar aposentos o cámaras de gran tamaño. Es posible que fuese meramente decorativa.
Si mantenía los ojos entornados, podía ignorar su presencia e imaginar casi que me encontraba en Darr. Los árboles no eran los mismos. Demasiado altos, demasiado finos y demasiado separados unos de otros. En mi tierra, los bosques eran tupidos, húmedos y oscuros como misterios, y estaban llenos de enmarañadas enredaderas y pequeñas y esquivas criaturas. Sin embargo, los sonidos y los olores eran lo bastante similares como para apaciguar mi sentimiento de nostalgia. Me quedé allí hasta que el sonido de unas voces cercanas me apartó de mis ensoñaciones.
O las espantó, más bien: una de las voces era la de Scimina.
No podía entender sus palabras, pero se encontraba muy cerca, oculta detrás de los matorrales y los árboles. La vereda de guijarros blancos que había bajo mis pies discurría en aquella dirección y supuse que cualquiera que estuviese allí me vería llegar desde lejos.
A los infinitos infiernos con las buenas formas, decidí.
Mi padre había sido un gran cazador antes de su muerte. Me había enseñado a arrastrar los pies al caminar por los bosques para minimizar el crujido del follaje. Y sabía también que debía caminar encorvada, puesto que la naturaleza del hombre le hace reaccionar a los movimientos que se producen a la altura de sus ojos, mientras que los que tienen lugar por encima o por debajo de él suelen pasar inadvertidos. Si me hubiera encontrado en un bosque de darre, habría trepado al árbol más cercano, pero no era fácil subirse a aquellos finos troncos desnudos. Así que tendría que ir agachada.
Una vez cerca —lo bastante como para oír, pero no tanto como para arriesgarme a que me vieran— me agazapé al pie de un árbol para escuchar.
—Vamos, hermano, tampoco es tanto, ¿verdad? —Era la voz de Scimina, cálida y zalamera. Al oírla me estremecí sin poder evitarlo, de miedo y de rabia. Me había azuzado a un dios, como si fuese un perro entrenado, para divertirse. Hacía mucho tiempo que no odiaba a nadie con tanta intensidad.
—Cualquier cosa que pidas tú es demasiado —dijo una nueva voz. Masculina, grave, con tono malhumorado.
—Ya conoces a esas razas oscuras, hermano. No tienen paciencia ni raciocinio. Siempre están resentidos por cosas que sucedieron hace generaciones… —Me perdí el resto de sus palabras. También oía pisadas que primero caminaban hacia mí y luego en dirección contraria. Cuando hacía esto último, era difícil entenderla—. Solamente quiero que tu pueblo firme el acuerdo de abastecimiento. Nos beneficiará a ambos.
—Eso, mi dulce hermana, es una mentira. Nunca me ofrecerías nada que me beneficiara. —Un suspiro de cansancio, un murmullo que no entendí y luego—: Vete de aquí, he dicho. Me duele la cabeza.
—No me extraña, dadas tus costumbres. —La voz de Scimina había cambiado. Seguía siendo elegante, suave y agradable, pero había perdido la calidez por completo ahora que se había convencido de que Relad no iba a darle lo que pretendía. Me asombró que un cambio tan sutil pudiera hacerla parecer tan distinta—. Muy bien. Volveré cuando te encuentres mejor… Por cierto, ¿conoces a nuestra nueva prima?
Contuve la respiración.
—Ven aquí —dijo Relad. Comprendí al instante que estaba hablando con otra persona, quizá un criado. Era impensable que utilizara aquel tono perentorio con Scimina—. No. Pero me he enterado de que has intentado asesinarla. ¿Te parece prudente?
—Sólo estaba jugando. No pude resistirme. Es una criaturilla tan seria… ¿Sabes que realmente cree que está aquí para disputarnos el puesto del tío?
Me puse tensa. Y, al parecer, Relad también, pues Scimina añadió:
—Ah, ¿no te habías dado cuenta?
—No lo sabes con seguridad. El viejo quería a Kinneth. Y la chica no es nada para nosotros.
—En serio te digo que deberías leer más sobre la historia de la familia, hermano. El patrón… —Y se alejó. Era frustrante. No me atreví a acercarme más porque solamente una fina capa de hojas y ramas me separaba de ellos. A tan poca distancia, hasta me oirían respirar si prestaban atención. Mi única ventaja era que estaban absortos en su conversación.
Se intercambiaron algunos comentarios más, la mayoría de los cuales se me escaparon. Entonces, Scimina suspiró.
—Bueno, haz lo que creas mejor, hermano, y yo haré lo mismo, como siempre.
—Buena suerte. —¿Ese lacónico deseo era sincero o sarcástico? Me lo preguntaría más adelante, pero había algo en el tono que apuntaba a lo primero. No podía asegurarlo sin verlo, no obstante.
—Lo mismo digo, hermano. —Oí como se alejaban rápidamente sus tacones sobre las piedras del camino.
Permanecí un buen rato donde estaba, esperando a que se calmaran mis nervios antes de marcharme. Y también mis pensamientos, aunque éstos tardaron más, pues no paraban de darle vueltas a lo que había oído. «Realmente cree que está aquí para disputarnos el puesto del tío.» ¿Eso quería decir que no era así? Al parecer, Relad creía que sí, pero incluso él se preguntaba lo mismo que yo: ¿por qué me había traído Dekarta al Cielo?
Una pregunta que debía dejar para más adelante. Las cosas por orden. Me levanté y me dispuse a desandar lo andado por la maleza… pero antes de que pudiera conseguirlo, las ramas se abrieron a menos de cinco pasos de distancia y entró un hombre con paso tambaleante. Rubio, alto, bien vestido, con la marca de purasangre… Relad. Me quedé helada, pero era demasiado tarde. Estaba a plena vista, sorprendida con las manos en la masa. Pero, para mi sorpresa, no me vio. Se acercó a un árbol, se bajó los pantalones y comenzó a descargar la vejiga entre suspiros y gemidos.
Me quedé mirándolo, sin saber qué era lo que más me repugnaba: si su decisión de orinar en público, donde otros podrían olerlo durante días, su estado de total abandono o mi propio descuido.
Sin embargo, aún no me había descubierto. Podría haber vuelto al lugar en el que estaba antes y ocultarme detrás de un árbol. Posiblemente no me habría visto. Pero tal vez se hubiera presentado una oportunidad. Seguramente, un hermano de Scimina sería capaz de apreciar la audacia en su más reciente rival.
Así que esperé a que terminara y se abrochara la ropa. Se volvió para irse y probablemente no me habría oído si yo no hubiera escogido aquel momento para carraspear.
Sobresaltado, se volvió y me miró con ojos parpadeantes y nublados durante varios segundos, sin que ninguno de los dos rompiera el silencio.
—Primo —dije al fin.
Exhaló un prolongado suspiro que resultaba difícil de interpretar. ¿Estaba enfadado? ¿Resignado? Puede que las dos cosas.
—Ya veo. Así que estabas escuchando.
—Sí.
—¿Es esto lo que os enseñan en vuestras junglas?
—Entre otras cosas. Pensé que debía aprovecharme de mis talentos, dado que nadie se ha molestado en enseñarme cómo hacen las cosas los Arameri. De hecho, esperaba que pudieras ayudarme con eso.
—Ayudarte yo… —Comenzó a reírse, pero entonces sacudió la cabeza—. Ven, entonces. Puede que seas una bárbara, pero yo quiero sentarme como un hombre civilizado.
Un inicio prometedor. Parecía más cuerdo que su hermana, lo que no era demasiado complicado. Aliviada, lo seguí por el follaje hasta el claro. Era un lugar pequeño y lleno de encanto, tan meticulosamente preparado que habría parecido natural de no ser por su imposible perfección. Una roca de gran tamaño, labrada con la forma perfecta para servir de silla, dominaba uno de los lados. Relad, que ya no se sostenía demasiado bien en pie, se dejó caer sobre ella con un fuerte suspiro.
Al otro lado del claro, enfrente del asiento, había un estanque, demasiado pequeño para albergar a más de dos personas con comodidad. Una joven aguardaba allí sentada: preciosa, desnuda, con el símbolo de la barra negra en la frente. Una criada, pues. Nuestros ojos se cruzaron un instante y luego apartó la mirada, con elegante falta de expresión.
Otra joven —ataviada con un traje tan diáfano y revelador que lo mismo podría haber estado desnuda—, acurrucada cerca del asiento de Relad, sostenía una copa y una botella de cristal tallado sobre una bandeja. Al verla no me sorprendió que hubiera tenido que ir a aliviarse: la botella, que no era en absoluto pequeña, estaba casi vacía. Lo asombroso era que Relad todavía pudiese andar derecho.
No tenía dónde sentarme, así que junté las manos a la espalda y aguardé en un diplomático silencio.
—Muy bien —dijo Relad. Cogió la copa y la escudriñó como si estuviera buscando manchas en él. Obviamente, estaba usada—. En el nombre de todos los demonios conocidos, ¿qué quieres?
—Como ya he dicho, primo, ayuda.
—¿Y por qué razón iba a ayudarte yo?
—Quizá podríamos ayudarnos mutuamente —respondí—. No tengo la menor intención de convertirme en la sucesora de mi abuelo. Pero estaría más que dispuesta a apoyar a otro candidato en las circunstancias adecuadas.
Cogió la botella para servirse un trago, pero la mano le temblaba de tal modo que derramó una tercera parte del líquido. Un derroche. Tuve que combatir el deseo de quitársela de las manos y llenar la copa como era debido.
—No me sirves de nada —dijo al fin—. Únicamente te interpondrías en mi camino. O, peor aún, me harías vulnerable ante ella. —Ninguno de los dos necesitaba que se le aclarara a quién se refería con ese «ella».
—Ha venido aquí a tratar de un asunto totalmente distinto —dije—. ¿Crees que es casualidad que haya decidido mencionarme? A mí me parece que una mujer no habla de un rival con otro… salvo que pretenda enfrentarlos entre sí. Puede que nos perciba a ambos como amenazas.
—¿Amenazas? —Se echó a reír y luego apuró la copa de lo que fuese aquello. A esa velocidad era imposible que lo hubiera saboreado—. Dioses, eres tan estúpida como fea. ¿Y el viejo cree realmente que puedes ser rival para ella? No puedo creerlo.
Sentí que me acaloraba, pero había oído cosas peores a lo largo de mi vida. No perdí los estribos.
—No me interesa ser su rival. —Lo dije con voz más tensa de lo que me habría gustado, pero dudo mucho que se diera cuenta—. Lo único que quiero es salir con vida de este condenado lugar.
La mirada que me lanzó me hizo sentir enferma. No era de cinismo, ni siquiera de burla. Sólo era espantosamente prosaica. «Nunca saldrás de aquí —decían aquella mirada, aquellos ojos vacíos y aquella sonrisa cansada—. No tienes ninguna posibilidad.
Pero en lugar de pronunciar estas palabras, Relad respondió con una gentileza que me inquietó aún más que su desprecio.
—No puedo ayudarte, prima. Pero te ofreceré un consejo, si quieres escucharlo.
—Será un placer, primo.
—El arma predilecta de mi hermana es el amor. Si amas a alguien o a algo, ten cuidado. Ahí es donde te atacará.
Fruncí el ceño, un poco confundida. No había tenido amantes dignos de mención en Darr y no había engendrado hijos. Mis padres ya estaban muertos. Quería a mi abuela, claro está, y también a mis tíos, mis primos y unos pocos amigos, pero no entendía cómo…
Ah. Sí, era tan transparente como el agua una vez que te parabas a pensarlo. El propio Darr. No era uno de los territorios de Scimina, pero ella era Arameri. No había nada más allá de su alcance. Tendría que encontrar el modo de proteger a mi pueblo.
Relad sacudió la cabeza como si estuviera leyéndome los pensamientos.
—No puedes proteger las cosas que amas, prima… Eternamente, no. Completamente, no. Tu única defensa es no amar.
Fruncí el ceño.
—Eso es imposible. —¿Cómo podía vivir así un ser humano?
Sonrió de un modo que me provocó escalofríos.
—Bueno. En todo caso te deseo suerte.
Llamó a las mujeres con un gesto. Ambas se levantaron y se acercaron a su asiento para aguardar su próxima orden. Entonces caí en la cuenta: las dos eran altas, distinguidas, muy bellas a la manera angulosa y estilizada de las amn y de cabello azabache. No es que se parecieran demasiado a Scimina, pero las semejanzas eran innegables.
Relad las contempló con tal amargura que, por un momento, me inspiró lástima. Me pregunté a qué ser amado habría perdido. Y también me pregunté cuándo había decidido que me era tan poco útil como yo a él. Era mejor luchar sola que confiar en aquel cascarón vacío con forma de hombre.
—Gracias, primo —dije mientras inclinaba la cabeza. Y lo dejé a solas con sus fantasías.
De camino a mi cuarto, me detuve en los aposentos de T’vril y le devolví el frasco de cerámica. Lo guardó sin pronunciar palabra.