Qué extraño. Acabo de darme cuenta de que todo este asunto no era más que una suma de disputas familiares.
Desde mi ventanal del Cielo parecía que pudieran verse los Cien Mil Reinos enteros. No era así, claro, y yo lo sabía. Los escribas han demostrado que el mundo es redondo. Pero era fácil imaginar que era así. Había tantas luces parpadeantes, como estrellas sobre la tierra…
La mía fue antaño una raza de audaces constructores. Tallamos nuestras ciudades en las laderas de las montañas y construimos un calendario de las estrellas mediante la orientación de nuestros templos… pero nunca habríamos podido construir algo como el Cielo. Ni tampoco los amn, claro, sin la ayuda de los dioses a los que habían esclavizado, pero ésta no es la razón de que haya algo profundamente erróneo en el Cielo a los ojos de los darre. Separarse de la tierra y contemplarla desde arriba como los dioses es una blasfemia. No podemos ser dioses… pero podemos llegar a ser menos que humanos con aterradora facilidad.
Sin embargo, era imposible no embriagarse con aquella vista. Es básico saber apreciar la belleza, aunque derive del mal.
Estaba rendida. Llevaba en el Cielo poco más de un día y mi vida se había transformado por completo. A efectos prácticos, en Darr estaba muerta. No había dejado herederos, así que el consejo elegiría a otra joven, de alguna otra familia, como ennu. Mi abuela se habría sentido muy decepcionada, aunque en realidad aquello era lo que siempre había temido, ni más ni menos. No estaba muerta, pero me había convertido en una Arameri y eso era igual de malo.
Como Arameri, se esperaba de mí que no mostrara favoritismos hacia mi patria y sopesase con ecuanimidad las necesidades de todas las naciones. Pero, como es natural, no lo había hecho. En cuanto se marcharon T’vril y Sieh, me había puesto en contacto con los países a los que ahora supervisaba y les había sugerido —plenamente consciente de que la sugerencia de una heredera Arameri no es una sugerencia— que pensasen en reanudar las relaciones comerciales con Darr. En los duros años transcurridos tras la huida de mi madre del bastión de los Arameri no había existido oficialmente un embargo comercial. De haber existido, podríamos haber protestado ante el Consortium o buscado el modo de contrarrestarlo. Pero todos los países que pretendían granjearse el favor de nuestros señores habían optado por ignorar la existencia de Darr, simple y llanamente. Los contratos se rompieron, las obligaciones financieras no se acataron y las demandas se sobreseyeron. Hasta los contrabandistas nos evitaban. Nos convertimos en parias.
Así que lo menos que podía hacer con el poder que me había encontrado en las manos sin desearlo era cumplir con parte de mi propósito original al acudir allí.
En cuanto al resto de mi propósito… En fin. Las paredes del Cielo eran huecas y sus pasillos un laberinto. Había mil lugares donde podían esconderse los secretos de la muerte de mi madre.
Los localizaría, uno a uno.
Mi primera noche en el Cielo había dormido a pierna suelta. Agotada por el asombro y por la carrera para salvar mi vida, ni siquiera recordaba haberme tendido en la cama.
La segunda noche, el sueño se negó en redondo a visitarme. En el demasiado grande y demasiado mullido lecho de mis aposentos yo miraba el techo y las paredes blancas, cuyo brillo iluminaba la habitación con la intensidad del día. El Cielo era la encarnación de la luz. Los Arameri no consentían la oscuridad allí. ¿Cómo conseguía dormir mi ilustre parentela?
Tras lo que me parecieron varias horas dando vueltas en la cama, finalmente logré quedarme adormilada, pero mi mente no llegó a relajarse en ningún momento. En aquel silencio no tenía otro pasatiempo que pensar en lo que me había sucedido durante los últimos días, formularme preguntas sobre mi familia y mis amigos en Darr, y preguntarme si tendría alguna posibilidad de sobrevivir a aquel lugar en medio de aquel torbellino.
Sin embargo, al cabo de un rato caí en la cuenta de que me estaban observando.
Mi abuela me había enseñado bien. Desperté al instante y por completo. Pero aunque logré contener el impulso de abrir los ojos o reaccionar de cualquier otra manera, una voz profunda dijo:
—Estás despierta.
Así que abrí los ojos, me incorporé y tuve que reprimir un impulso de naturaleza totalmente distinta al ver que el Señor de la Noche se encontraba a diez pasos de distancia.
No habría servido de nada echar a correr. Así que dije:
—Buenas noches, señor Nahadoth. —Me enorgulleció que mi voz no temblara.
Inclinó la cabeza ante mí y se quedó allí, velado y ominoso a los pies de mi cama. Al comprender que, seguramente, la noción del tiempo para un dios fuera muy distinta a la de un mortal, pregunté:
—¿A qué debo el honor de esta visita?
—Quería verte —dijo.
—¿Por qué?
No respondió. Pero, al fin, se movió. Dio media vuelta y se acercó a los ventanales, de espaldas a mí. Costaba verlo allí, con el cielo nocturno como telón de fondo. El nimbo de tinieblas que constantemente lo rodeaba —¿su capa?, ¿el cabello?— parecía fundirse con el cielo negro y estrellado.
No era ni el violento monstruo que me había dado caza al principio ni el ser fríamente superior que había amenazado con matarme después. No era capaz de interpretarlo, pero había en aquel momento una ternura en él que sólo había vislumbrado durante un instante. Cuando me agarró la mano, sangró sobre mí y me honró con un beso.
Quería preguntarle por ello, pero el recuerdo me era demasiado perturbador. Así que, en su lugar, lo que pregunté fue:
—¿Por qué tratasteis de matarme ayer?
—No te habría matado. Scimina me ordenó que te dejara con vida.
Esto resultaba curioso y más perturbador aún.
—¿Por qué?
—Supongo que porque no quería que murieras.
Estaba acercándome peligrosamente al punto de la exasperación.
—¿Y qué me habríais hecho entonces, si no pretendíais matarme?
—Hacerte daño.
Esta vez me alegré de que no entrase en detalles.
Tragué saliva.
—¿Como hiciste con Sieh?
Hubo una pausa y se volvió. La luz de la luna, medio llena, entraba por el ventanal que había sobre él. Su rostro tenía el mismo brillo tenue y pálido. No dijo nada, pero de repente lo entendí: no recordaba haberle hecho nada a Sieh.
—Así que realmente sois diferentes —dije. Me rodeé con los brazos. La habitación se había quedado helada y yo sólo llevaba una fina camisa y unos pantalones finos para dormir—. Sieh mencionó algo sobre eso y también T’vril. «Mientras hay luz en el cielo…»
—De día soy humano —respondió el Señor de la Noche—. De noche… soy algo más parecido a mi auténtico yo. —Abrió las manos—. La transición se produce al anochecer y al amanecer.
—Y os convertís en… eso. —Me cuidé mucho de no decir «un monstruo».
—Una mente humana, imbuida con el poder y los conocimientos de un dios, aunque sólo sea durante pocos momentos, no suele reaccionar bien.
—Y, sin embargo, Scimina puede darte órdenes incluso en medio de esa locura…
Asintió.
—La voluntad de Itempas es superior a todo lo demás. —Hizo una pausa y de improviso sus ojos se hicieron muy claros para mí—. Si no me quieres aquí, ordéname que me vaya.
Piénsalo: un ser inmensamente poderoso está a tu disposición. Debe obedecer hasta el menor de tus caprichos. ¿No sería casi irresistible la tentación de disminuirlo, de humillarlo y de hacerle sentir menos poderoso obligándolo a someterte ante ti?
Yo creo que sí.
Sí, desde luego que lo sería.
—Preferiría saber por qué has venido —dije—. Pero no voy a obligarte a explicármelo.
—¿Por qué no? —Había algo peligroso en su voz. ¿Estaba enfadado? ¿Porque tenía poder sobre él y optaba por no utilizarlo? ¿Le preocupaba que lo hiciera?
La respuesta a su pregunta acudió al instante a mi mente: porque estaría mal. Pero no me atreví a decirlo. La respuesta no era del todo cierta, en realidad. Había entrado en mi habitación sin que se lo pidiera, lo que habría sido una grosería en cualquier parte. De haber sido humano, no habría vacilado un instante en echarlo de allí.
No. Humano no… De haber sido libre.
Pero no lo era. Viraine me lo había explicado mejor la noche pasada, mientras pintaba el sello sobre mi piel. Las órdenes que diera a los enefadeh debían ser sencillas y precisas. Tenía que evitar las metáforas y los vulgarismos y, por encima de todo, pensar bien todo lo que les dijera, para no desencadenar consecuencias involuntarias. Si, por ejemplo, decía algo como: «Nahadoth, sal de aquí», el Señor de la Noche sería libre para abandonar, no sólo mi habitación, sino el palacio entero. El Padre Celestial se daría cuenta de ello y únicamente Dekarta podría llamarlo de regreso. O, si decía: «Cállate, Nahadoth», quedaría mudo hasta que yo misma o cualquier otro Arameri de sangre pura revocara la orden.
Y si alguna vez cometía la imprudencia de decir: «Nahadoth, haz lo que te plazca», me mataría. Porque matar a los Arameri lo complacía. Según Viraine, había sucedido muchas veces a lo largo de los siglos (un servicio, según él, puesto que, por lo general, de este modo se eliminaba a los Arameri estúpidos antes de que tuvieran tiempo de reproducirse o pudieran avergonzar más a la familia).
—No voy a daros órdenes porque estoy considerando la oferta de alianza realizada por la señora Kurue —dije al fin—. Una alianza debe basarse en el respeto mutuo.
—El respeto es irrelevante —respondió—. Soy tu esclavo.
Sin poder evitarlo, arrugué el gesto al oír aquella palabra.
—Yo también soy prisionera aquí.
—Una prisionera cuyas órdenes debo cumplir sin excepción. Discúlpame si no me embarga la simpatía por ti.
No me gustó el sentimiento de culpa que desencadenaron sus palabras en mi interior. Puede que por eso perdiera los estribos y hablara sin poder contenerme.
—Eres un dios —le espeté—. Eres una bestia asesina a la que ya han lanzado una vez contra mí. Puede que tenga poder sobre ti, pero sería una idiota si creyera que por eso estoy a salvo. Me parece mucho más sensato mostrar cortesía, pedir lo que quiera y esperar tu cooperación.
—Pide. Y luego ordena.
—Pediré. Y si respondes que no, aceptaré la respuesta. Eso también forma parte del respeto.
Guardó silencio largo rato. En aquel silencio volví a repetir mis palabras en mi cabeza y recé para no haber dejado ningún resquicio que él pudiera aprovechar.
—No puedes dormir… —dijo.
Parpadeé, confundida, y entonces caí en la cuenta de que era una pregunta.
—No. La cama… la luz.
Nahadoth asintió. De repente las paredes se oscurecieron y la luz se fue apagando hasta que la habitación quedó envuelta en sombras, sin otra iluminación que la que procedía de la luna, las estrellas y las luces de la ciudad. El Señor de la Noche era una sombra oscura recortada contra las ventanas. Había extinguido incluso el pálido fulgor de su rostro.
—Me has ofrecido tu cortesía —dijo—. Te ofrezco mi colaboración a cambio.
No pude sino tragar saliva al recordar el sueño de la estrella negra. Si era cierto —me lo había parecido, pero ¿quién podía decirlo, en el caso de un sueño?—, Nahadoth estaba más que capacitado para destruir el mundo, incluso en aquel estado disminuido. Sin embargo, fue su sencillo gesto de apagar las luces lo que me sobrecogió. Supongo que estaba tan cansada que eso me importaba más que nada en el mundo.
—Gracias —acerté a decir al fin—. Y ahora… —No había modo sutil de decirlo—. ¿Podrías marcharte? Te lo ruego.
Ahora era una silueta solamente.
—Todo cuanto ocurre en la oscuridad, yo lo veo —dijo—. Cada susurro, cada suspiro, los oigo. Aunque me marche, una parte de mí permanecerá aquí. No puedo evitarlo.
Más adelante me perturbarían estas palabras. Por el momento, sentí gratitud.
—Será suficiente —dije—. Gracias.
Inclinó la cabeza y luego se desvaneció… No de una vez, como había hecho Sieh, sino por espacio de varias exhalaciones. Incluso cuando ya no podía seguir viéndole, sentía su presencia, pero al final hasta eso terminó por desaparecer. Me sentí, con razón o sin ella, sola.
Volví a meterme en la cama y estaba dormida en cuestión de minutos.
Hay una historia del Señor de la Noche que sí permiten los sacerdotes.
Hace mucho tiempo, antes de la guerra entre los dioses, el Señor de la Noche bajó a la tierra en busca de solaz. Encontró una dama en una torre, la mujer de un gobernante, encerrada y sola. No le costó mucho seducirla. Tiempo después, la mujer dio luz a un hijo. No era de su esposo. No era humano. Era el primero de los demonios y después de que naciera, y otros como él, los dioses se dieron cuenta de que habían cometido un terrible error. Así que dieron caza a su propia progenie y acabaron hasta con el más pequeño de ellos. La mujer, a la que su marido había echado de casa y se había quedado sin su hijo, murió congelada y sola en un bosque nevado.
Mi abuela me contó una versión distinta del cuento. Tras la muerte del niño-demonio, el Señor de la Noche volvió a buscar a la mujer y le suplicó que lo perdonara por lo que había hecho. Para expiar sus culpas levantó una nueva torre, le entregó grandes riquezas que le permitieron vivir cómodamente y fue a visitarla de vez en cuando para asegurarse de que estaba bien. Pero ella nunca lo perdonó y al final acabó quitándose la vida de pura tristeza.
La lección de los sacerdotes: cuidado con el Señor de la Noche, pues su placer es la ruina de los mortales. La lección de mi abuela: cuidado con el amor, sobre todo el del hombre equivocado.