Yeine. —Mi madre, envenenada por los celos, me aferra la mano. Sostengo la empuñadura de una daga que se me ha clavado en el pecho. Una sangre más caliente que la furia me empapa la mano. Se inclina para besarme—. Estás muerta.
Mientes, zorra de amn, ramera blanca como los huesos. Os veré a ti y a toda tu raza de embusteros hundidos en las más negras profundidades de mí misma…
Hubo otra sesión del Consortium la mañana siguiente. Al parecer, era la temporada más laboriosa del año, cuando la cámara se reunía a diario durante varias semanas para encargarse de los asuntos fiscales, antes de dar paso a una dilatada pausa invernal. T’vril llegó temprano para despertarme, cosa que no resultó nada fácil. Al levantarme sentí un vago dolor en los pies, así como en las magulladuras que me había hecho al huir de Nahadoth la tarde pasada. Había dormido como si estuviera muerta, exhausta tanto emocional como físicamente.
—Dekarta asiste a casi todas las sesiones cuando su salud se lo permite —me explicó T’vril mientras me vestía en la habitación contigua.
El sastre había obrado un milagro desde el día anterior y disponía de un armario entero con la clase de vestidos que se consideraban apropiados para una mujer de mi condición. Debía de ser muy hábil: en lugar de limitarse a adaptar el estilo propio de los espigados amn, me había escogido una selección de faldas y vestidos más apropiados para una mujer de menor estatura, como yo. Eran mucho más decorativos y mucho menos prácticos que los que estaba acostumbrada a utilizar, aparte de que tenían la mala costumbre de constreñirme en los sitios más insólitos. Me sentía ridícula. Pero una Arameri no podía permitirse el lujo de parecer una salvaje —por mucho que lo fuera—, así que pedí a T’vril que le transmitiera al sastre mi gratitud por su esfuerzo.
Entre la ropa extranjera y el severo círculo negro de mi frente, apenas me reconocía en el espejo.
—Relad y Scimina no tienen obligación de asistir… y no suelen hacerlo —dijo T’vril. Se había acercado para someterme a un discreto examen mientras yo permanecía frente al espejo. Y a juzgar por su gesto de aprobación, estaba satisfecho con lo que veía—. Pero todo el mundo los conoce, mientras que vos sois la novedad. Dekarta ha pedido específicamente que acudáis hoy, para que todos puedan ver a la más reciente de sus herederas.
Lo que significaba que no tenía elección. Suspiré y asentí.
—Dudo que eso haga muy felices a los nobles —dije—. Antes de todo este embrollo era demasiado insignificante para que me prestaran ninguna atención. Supongo que no les gustará tener que mostrarse amables conmigo ahora.
—Supongo que tenéis razón —dijo T’vril con un tono que evidenciaba que el tema le traía sin cuidado. Cruzó la habitación hasta los ventanales y se asomó mientras yo me enfrentaba con mi indómito cabello en el espejo. Pero mi aprensión era sólo producto de los nervios. Lo cierto es que nunca había tenido mejor aspecto.
—A Dekarta no le gusta perder el tiempo con la política —continuó T’vril—. Considera que la Familia Central está por encima de eso. Así que, como es natural, los nobles que quieren algo suelen abordar a Scimina o a Relad. Y ahora os abordarán a vos.
Estupendo. Suspiré y me volví hacia él.
—Supongo que no habrá ninguna posibilidad de que me deshereden si me veo implicada en uno o dos escándalos, ¿verdad? Quizá podrían desterrarme a algún atrasado país del norte…
—Los más probable es que acabarais como mi padre —dijo con un encogimiento de hombros—. Es como suele responder la familia a los escándalos.
—Oh. —Por un momento me sentí incómoda por haberle recordado su tragedia, pero entonces me di cuenta de que no le importaba.
—En cualquier caso, Dekarta parece decidido a que asistáis. Supongo que si causáis muchos problemas, se limitará a ordenar que os encierren y luego os lleven a la ceremonia de sucesión cuando llegue el momento. Aunque, por lo que yo sé, así es como suele suceder.
Esto me sorprendió.
—¿No lo sabes con certeza?
—¿Habláis de la ceremonia? —Sacudió la cabeza—. Sólo los miembros de la Familia Central tienen derecho a asistir. Pero no se ha celebrado ninguna desde hace cuarenta años… desde la ascensión de Dekarta.
—Ya veo. —Dejé apartada esta información para considerarla más adelante—. De acuerdo, veamos. En el Salón, ¿hay algún noble del que debería cuidarme? —Al ver la mirada sarcástica que me lanzaba, añadí—: ¿Alguno en especial?
—Descubriréis eso antes que yo —dijo—. Imagino que tanto vuestros aliados como vuestros enemigos se presentarán sin perder tiempo. De hecho, tengo la sospecha de que, a partir de ahora, todo va a suceder bastante deprisa. Bueno, ¿estáis lista?
No lo estaba. Y me moría de ganas de interrogarlo por su último comentario. ¿Las cosas iban a suceder más deprisa que hasta ahora? ¿Tal cosa era posible?
Pero mis preguntas tendrían que esperar.
—Estoy lista.
Así que salimos de mis aposentos y T’vril volvió a llevarme por los pasillos blancos. Mis habitaciones, como las de la mayoría de los purasangres, estaban en el último piso de las dependencias principales del Cielo, aunque tenía entendido que también había aposentos y cámaras dentro de las torres. Había otro Portal Vertical en aquel piso, más pequeño, para uso exclusivo de los purasangres. Al contrario que el del patio central, éste tenía más de un destino posible. Al parecer, estaba conectado con una serie de oficinas situadas en la ciudad. De este modo, los purasangres podían ocuparse de sus negocios en la ciudad sin que les lloviera o les nevara encima… o sin que los vieran en público, cuando no lo deseaban.
No había nadie más por allí.
—¿Mi abuelo ha bajado ya? —pregunté al detenernos junto al Portal. Al igual que el Portal principal y los ascensores, era un mosaico de baldosas negras con la forma de uno de los sellos de los dioses. Éste en concreto no parecía otra cosa que una enorme grieta en el suelo, irradiada hacia el exterior como una telaraña, una semejanza que me hizo apartar la mirada más deprisa que de costumbre.
—Probablemente —respondió él—. Le gusta llegar temprano. Y ahora recordad, dama Yeine: no debéis hablar en el Consortium. Los Arameri se limitan a aconsejar a los nobles y sólo Dekarta tiene derecho a dirigirse a ellos. Cosa que no hace a menudo. Ni siquiera debéis hablarle a él mientras estéis allí. Vuestro cometido es observar y dejar que os observen.
—¿Y que… me presenten?
—¿Formalmente? No, eso sucederá más adelante. Pero os verán, no temáis. Dekarta no tendrá que decir una sola palabra.
Y con eso, asintió, y yo pisé el mosaico.
Tras una borrosa y aterradora transición, me encontré en una preciosa estancia de mármol, de pie sobre un mosaico de ébano. Tres ayudantes del Consortium —no tan jóvenes esta vez, ni tan sorprendidos— aguardaban a poca distancia para recibirme y escoltarme. Los seguí por un pasillo envuelto en sombras y una rampa alfombrada hasta el palco privado de los Arameri.
Dekarta estaba sentado en el lugar que le correspondía. Ni siquiera se volvió cuando llegué. Scimina se encontraba a su derecha, también sentada. Volvió la mirada y me sonrió. Conseguí no detenerme en el sitio y lanzarle una mirada de hostilidad, aunque tuve que hacer un enorme esfuerzo. Pero era muy consciente de la presencia de los nobles en el Salón, reunidos en pequeños grupos que aguardaban el comienzo de la sesión. Vi no pocas miradas disimuladamente dirigidas al palco. Nos estaban observando.
Así que incliné la cabeza ante Scimina a modo de saludo. Lo que no pude hacer fue devolverle la sonrisa.
Había dos sillas desocupadas a la izquierda de Dekarta. Supuse que la más cercana era para mi primo, el todavía desconocido Relad, así que me dirigí a la otra. Pero entonces reparé en un movimiento de la mano de mi abuelo. Sin mirarme, me indicaba que me aproximase. De modo que finalmente me decanté por el asiento más cercano. Y justo a tiempo, porque en aquel momento el supervisor pidió orden en la sala.
Esta vez presté más atención a lo que sucedía. La sesión progresaba región por región, comenzando por las naciones senmitas. Cada región tenía un representante, un noble nombrado por el Consortium para hablar en su propio nombre y en el de las tierras vecinas. Sin embargo, esta representación distaba mucho de ser homogénea y yo no terminaba de comprender los criterios que la regían. La ciudad del Cielo, por ejemplo, tenía un representante, mientras que todo el continente del Alto Norte contaba con dos. Esto último no me sorprendió —nunca habían tenido el Alto Norte en gran estima—, pero lo primero sí, puesto que ninguna otra ciudad tenía un representante propio. Hasta tal punto era importante el Cielo.
Pero entonces, a medida que avanzaba la sesión, me di cuenta de que lo había entendido mal. Al prestar más atención a los edictos que presentaba y apoyaba el representante del Cielo, me di cuenta de que no hablaba únicamente en nombre de la ciudad del Cielo, sino también del palacio del mismo nombre. Comprensible, aunque injusto. Dekarta ya dominaba el mundo entero. El Consortium existía sólo para encargarse del desagradable y enrevesado trabajo de su gobierno cotidiano, con el que no se podía molestar a los Arameri. Todo el mundo lo sabía. ¿Qué interés tenía contar con una representación en un cuerpo ejecutivo que, para empezar, era poco más que un títere?
Pero puede que siempre sea así con el poder: nunca se tiene demasiado.
Los representantes del Alto Norte me resultaron más interesantes. No los conocía en persona, aunque recordaba haber oído quejas sobre ellos en el Consejo de los Guerreros de Darr. La primera de ellos, Wohi Ubm —creo que su apellido era una especie de título— procedía de la nación más grande del continente, una tierra apacible y rural llamada Rue que había sido uno de los aliados más importantes de Darr antes del matrimonio de mis padres. Desde entonces, toda la correspondencia que les enviábamos permanecía sin abrir. Desde luego, aquella mujer no hablaba por mi pueblo. Vi que me miraba de reojo varias veces a medida que avanzaba la sesión con una expresión de suma incomodidad. De haber sido yo una mujer más bella, habría encontrado graciosa su intranquilidad.
La otra norteña era Ras Onchi, una venerable anciana que hablaba en nombre de los reinos orientales y las islas más cercanas. Pasada ya hacía tiempo la edad de su retiro, no hablaba demasiado y se rumoreaba que estaba un poco senil, pero era una de las pocas nobles de la asamblea que me miró directamente durante toda la sesión. Su pueblo estaba emparentado con el mío y tenía costumbres similares, así que le devolví la mirada en señal de respeto, cosa que pareció complacerla. Hizo un minúsculo gesto con la cabeza en un momento en que Dekarta miraba en otra dirección. No me atreví a responder a su gesto con tantos ojos encima de mí, observando hasta el menor de mis movimientos, pero igualmente me intrigó.
Y entonces llegó el final de la sesión y el supervisor tañó la campana que ponía fin a los trabajos del día. Traté de no suspirar de alivio, porque la sesión se había prolongado cuatro horas. Tenía hambre, necesitaba desesperadamente ir al baño y deseaba levantarme y estirar las piernas. Sin embargo, siguiendo el ejemplo de Dekarta y Scimina, sólo me levanté cuando lo hicieron ellos y salí caminando con su misma parsimonia y con cabeceos educados, dirigidos a la horda de ayudantes que acudía para escoltarnos.
—Tío —dijo Scimina mientras regresábamos a la sala del mosaico—, tal vez a la prima Yeine le interese visitar el Salón. No creo que haya tenido la ocasión de ver gran cosa de él hasta ahora.
Una sugerencia tan paternalista era lo último que me hubiera hecho ir a visitar el Salón.
—No, gracias —dije con una sonrisa forzada—. Pero sí que me gustaría saber dónde están los baños.
—Oh… Por aquí, dama Yeine —dijo uno de los ayudantes al tiempo que se hacía a un lado y me indicaba con un gesto que fuera tras él.
Hice una pausa al ver que Dekarta continuaba hacia delante sin dar la menor señal de habernos oído a Scimina o a mí. Conque así eran las cosas. Incliné la cabeza ante mi prima, que también se había detenido.
—No hace falta que esperes por mí.
—Como quieras —dijo, y se volvió elegantemente para ir tras Dekarta.
Seguí al ayudante por el pasillo más largo de la ciudad, o al menos así me lo pareció a mí, porque ahora que me había puesto en pie, mi vejiga había intensificado sus protestas. Cuando finalmente llegamos a la pequeña estancia —cuya puerta decía «privado» en senmita, cosa que yo interpreté como «sólo para los invitados de mayor alcurnia»— tuve que recurrir a toda mi fuerza voluntad para no correr, olvidando del todo mi dignidad.
Una vez aliviada, cuando estaba iniciando el complejo proceso de reajustarme la ropa interior amn, oí que se abría la puerta de los baños. «Scimina», pensé y contuve tanto un acceso de fastidio como un atisbo de inquietud.
Pero al salir del excusado, para mi sorpresa, era Ras Onchi la que se encontraba junto a la puerta, obviamente esperándome.
Durante un momento barajé la idea de permitir que se manifestara mi confusión, pero al final opté por no hacerlo. En su lugar, incliné la cabeza y dije en nirva —la lengua común del norte desde mucho antes de que los Arameri impusieran el senmita en el mundo—:
—Buenas tardes, tiíta.
Esbozó una sonrisa casi desdentada. Su voz, sin embargo, rebosaba fuerza cuando contestó:
—Buenas tardes —dijo en la misma lengua—. Aunque no soy tía tuya. Eres una Arameri y yo no soy nada.
Hice una mueca sin poder evitarlo. ¿Qué se responde a algo así? ¿Qué dirían los Arameri? No quería saberlo. Para romper la incomodidad del momento, pasé junto a ella y comencé a lavarme las manos.
Me observó en el espejo.
—No os parecéis mucho a vuestra madre.
La miré con el ceño fruncido. ¿A qué venía eso?
—Eso me han dicho.
—Nos ordenaron que no habláramos con ella ni con vuestro pueblo —dijo en voz queda—. A Wohi y a mí, y al predecesor de Wohi. Las palabras salieron de la boca del supervisor, pero su inspiración… —Sonrió—. ¿Quién sabe? Pensé que tal vez quisierais saberlo.
Aquello comenzaba a parecer una conversación totalmente distinta. Me enjuagué las manos, cogí una toalla y me volví hacia ella.
—¿Tienes algo que decirme, tía?
Ras se encogió de hombros y se encaminó a la puerta. Al volverse, una gargantilla que llevaba reflejó la luz. Era un colgante extraño, con forma de nogal o cerezo de oro en miniatura. No había reparado en él hasta entonces porque estaba medio escondido bajo una cadenita que colgaba de su cuello. Sin embargo, uno de los eslabones se le había enganchado en la ropa y el colgante había asomado. Sin darme cuenta, aparté la mirada de ella para observarlo.
—No tengo nada que deciros que no sepáis ya —dijo mientras se alejaba—. Si sois una Arameri, claro.
La seguí con una mirada ceñuda.
—¿Y si no?
Se detuvo en la puerta, se volvió y me dirigió una mirada cargada de astucia. Sin pretenderlo, enderecé la espalda para que tuviera mejor opinión de mí. Tal era su apostura.
—Si no sois Arameri —dijo al cabo de un instante—, volveremos a hablar.
Y con esto se marchó.
Volví a salir al Cielo, sola y con la sensación de encontrarme más fuera de lugar que nunca.
Me habían encomendado la supervisión de tres países, me recordó T’vril aquella tarde cuando vino para continuar con mi acelerada educación sobre la vida de los Arameri.
Cada uno de ellos era más grande que mi Darr. Además, cada uno de ellos contaba con gobernantes muy competentes, lo que significaba que tenía muy poco que hacer en relación con su administración. Me pagaban con regularidad un estipendio por contar con el privilegio de mi supervisión, cosa que, imagino, les provocaba un profundo resentimiento y que a mí me hizo instantáneamente más rica de lo que nunca había soñado.
También me entregaron un objeto mágico, un orbe plateado que, a una orden mía, mostraría la faz de cualquier persona que yo solicitara. Si tocaba el orbe de un modo determinado, el rostro aparecería ante mí, flotando en el aire como una especie de espíritu decapitado. En el pasado había recibido algún mensaje por un medio parecido —así fue como recibí la invitación de mi abuelo Dekarta— y me resultaban inquietantes. Sin embargo, eso me permitiría comunicarme con los señores de mis tierras cuando lo deseara.
—Quisiera organizar un encuentro con mi primo, el señor Relad, lo antes posible —dije después de que T’vril terminara de enseñarme a manejar el orbe—. No sé si será más amigable que Scimina, pero el hecho de que aún no haya intentado asesinarme me da esperanzas.
—Esperad —musitó T’vril.
Eso no sonaba muy prometedor. Sin embargo, yo ya tenía una estrategia a medio formar en la cabeza y quería ponerla en práctica. El problema era que no conocía las reglas de aquel juego sucesorio de los Arameri. ¿Cómo se podía «ganar» cuando el propio Dekarta no escogía? Relad conocía la respuesta a aquella pregunta, pero ¿la compartiría conmigo, teniendo en cuenta que no tenía nada que ofrecerle a cambio?
—Transmítele mi invitación cuando te sea posible —dije—. Entre tanto, puede que sea prudente que me reúna con otros personajes influyentes en el palacio. ¿A quién me sugerirías?
T’vril reflexionó un instante y luego abrió las manos.
—Ya conocéis a todos los importantes, salvo a Relad.
Me lo quedé mirando.
—Eso no puede ser verdad.
Sonrió sin alegría.
—El Cielo es al mismo tiempo muy grande y muy pequeño, dama Yeine. Hay otros purasangres, sí, pero la mayoría de ellos dedica su tiempo a entregarse a toda clase de caprichos. —Se mantuvo impasible y yo me acordé de la cadena y el collar de plata que Scimina le había puesto a Nahadoth. Su perversidad no me sorprendía, puesto que había oído rumores mucho peores sobre lo que sucedía tras los muros del Cielo. Lo que me sorprendía era que se atreviese a tales juegos con un monstruo como aquél—. Los pocos purasangres, mestizos y descendientes de mestizos que se molestan en realizar trabajos legítimos suelen estar lejos del palacio —continuó—, supervisando los intereses comerciales de la familia. La mayoría de ellos no albergan ninguna esperanza de ganarse el favor de Dekarta. Lo dejó muy claro al nombrar como posibles herederos a los hijos de su hermano, en lugar de a cualquiera de ellos. Los que permanecen aquí son los cortesanos, unos aduladores y unos pedantes en su mayor parte, con títulos tan impresionantes como desprovistos de poder real. Dekarta los desprecia, así que lo mejor es que no les prestéis la menor atención. Aparte de eso, no hay más que sirvientes.
Lo miré de soslayo.
—Puede ser útil conocer a algunos sirvientes.
Esbozó una sonrisa desprovista de toda modestia.
—Tal como he dicho, dama Yeine, ya conocéis a todas las personas que importan. Aunque será un placer para mí concertar encuentros con todo el que queráis.
Me estiré, todavía un poco tiesa por las largas horas en el Salón. Al hacerlo me dolió uno de mis cardenales, lo que me recordó que tenía otras cosas de que preocuparme, aparte de problemas tan prosaicos.
—Gracias por salvarme la vida —dije.
T’vril se rió entre dientes con un atisbo de ironía, aunque parecía complacido.
—Bueno, tal como habéis sugerido… puede ser útil tener influencia en determinados lugares.
Incliné la cabeza para demostrarle que reconocía mi deuda.
—Si está en mi mano ayudarte en cualquier cosa, no dudes en pedirlo.
—Como vos digáis, dama Yeine.
—Yeine.
Titubeó.
—Prima —dijo en su lugar y me dirigió una última sonrisa mientras salía de mis aposentos. Lo cierto es que era un diplomático de primera. Supongo que resultaba indispensable para alguien en su posición.
Entré en el dormitorio y allí me detuve.
—Pensé que no iba a marcharse nunca —dijo un sonriente Sieh, sentado encima de mi cama.
Aspiré lenta y profundamente.
—Buenas tardes, señor Sieh.
Hizo un mohín, se dejó caer hacia delante y me miró con los brazos cruzados.
—No te alegras de verme.
—Me pregunto qué he hecho para merecer tanta atención por parte de un dios de los juegos y los trucos.
—No soy un dios, ¿te acuerdas? —dijo con semblante ceñudo—. Sólo un arma. La palabra es mucho más apropiada de lo que piensas, Yeine, y a los Arameri les fastidia oírla. No me extraña que te consideren una bárbara.
Me senté en la silla que tenía junto a la cama.
—Mi madre solía decirme que era demasiado tosca —le dije—. ¿A qué has venido?
—¿Es que necesito una razón? Quizá es que me gusta estar cerca de ti.
—Me sentiría honrada si eso fuera cierto —dije.
Se rió con ganas y sin contenerse.
—Pues lo es, Yeine, lo creas o no. —Se puso en pie y empezó a dar saltos sobre la cama. Por un instante fugaz me pregunté si alguien habría intentado darle unos azotes alguna vez.
—¿Pero…? —Estaba convencida de que había un pero.
Se detuvo al cabo de su tercer salto y se volvió a mirarme con una sonrisa maliciosa.
—Pero no es la única razón de que haya venido. Me han mandado los demás.
—¿Por qué razón?
Bajó de la cama de un salto, se acercó a la silla, apoyó sus manos sobre mis rodillas y se inclinó sobre mí. Seguía sonriendo, pero, una vez más, había algo indefinible en su sonrisa que no era infantil. Nada infantil.
—Relad no va a aliarse contigo.
Sentí que se me encogían las tripas de incomodidad. ¿Había estado allí desde el principio, escuchando mi conversación con T’vril? ¿O mi estrategia de supervivencia resultaba demasiado obvia?
—¿Estás seguro?
Se encogió de hombros.
—¿Para qué iba a hacerlo? No le sirves de nada. Bastante tiene con enfrentarse a Scimina. No puede permitirse distracciones. El momento, el de la sucesión me refiero, está muy próximo.
Yo también sospechaba aquello. Estaba casi convencida de que era la razón de mi presencia allí. Probablemente por eso la familia mantuviera un escriba en la casa, para asegurarse de que Dekarta no moría antes de lo previsto. Incluso puede que ésa fuese la razón de la muerte de mi madre, tras veinte años de libertad. A Dekarta no le quedaba mucho tiempo para atar los cabos sueltos.
De improviso, Sieh se sentó a horcajadas sobre mi regazo. Arrugué el semblante por la sorpresa y volví a hacerlo al sentir que me abrazaba y apoyaba la cabeza sobre mi hombro.
—¿Qué estás…?
—Por favor, Yeine —susurró. Sentí que sus manos se cerraban alrededor de la tela de mi guerrera, en los costados. El gesto era tan similar al de un niño que busca cariño que, sin poder evitarlo, me relajé. Él suspiró y se me pegó aún más a mí, disfrutando de mi tácita aceptación.
Y así me quedé, inmóvil, preguntándome muchas cosas.
Pensaba que se había quedado dormido, pero entonces preguntó:
—Kurue… Mi hermana Kurue, nuestra líder si es que tenemos un líder, te invita a reunirte con ella.
—¿Para qué?
—Estás buscando aliados.
Lo aparté. Volvió a sentarse sobre mis rodillas.
—¿Qué quieres decir? ¿Me estáis ofreciendo vuestra ayuda?
—Podría ser. —Su mirada astuta había vuelto—. Tendrás que reunirte con nosotros para averiguarlo.
Entorné los ojos y adopté lo que esperaba que fuese una mirada intimidante.
—¿Por qué? Tal como tú mismo has dicho, no sirvo de nada. ¿Qué podéis ganar aliándoos conmigo?
—Tienes algo muy importante —dijo, muy serio de repente—. Algo que podríamos obligarte a darnos… Pero no queremos hacerlo. No somos Arameri. Has demostrado ser digna de respeto, así que vamos a pedirte que nos lo des voluntariamente.
No pregunté lo que querían. Era su argumento de negociación: me lo dirían si me reunía con ellos. Pero sentía una curiosidad devoradora, unida a una gran emoción, porque sabía que tenía razón. Los enefadeh serían aliados poderosos y muy bien informados, incluso en su estado de sometimiento. Pero no me atrevía a mostrar mi desesperación. Sieh no era ni de lejos tan infantil ni tan neutral como pretendía.
—Consideraré vuestra propuesta —dije con la voz más digna que pude emplear—. Dile a la señora Kurue de mi parte que le daré una respuesta en no más de tres días, por favor.
Con una carcajada, Sieh saltó de vuelta a la cama. Se hizo un ovillo sobre ella y me sonrió.
—Kurue te va a odiar. ¡Pensaba que correrías a aceptar su propuesta y tú la haces esperar!
—Una alianza concertada por temor o con precipitación no puede durar mucho —dije—. Necesito entender mejor mi posición antes de hacer nada que pueda reforzarla o debilitarla. Seguro que los enefadeh son conscientes de ello.
—Yo sí —respondió—. Pero Kurue es sabia y yo no. Ella siempre hace lo más inteligente. Yo lo más divertido. —Se encogió de hombros y bostezó—. ¿Puedo venir a dormir contigo de vez en cuando?
Abrí la boca, pero al final me contuve. Era tan convincente en su papel de niño que había estado a punto de responder que sí sin pensarlo.
—No estoy segura de que eso sea apropiado —dije al fin—. Eres mucho mayor que yo y, al mismo tiempo, es evidente que eres un niño. Por cualquiera de las dos razones, sería un escándalo.
Sus cejas subieron casi hasta la altura de su cuero cabelludo. Entonces rompió a reír, dando vueltas sobre sí mismo mientras se agarraba el torso con las manos. Estuvo riéndose así durante largo rato. Finalmente, un poco molesta, me levanté y me dirigí a la puerta para llamar a un servidor y pedir la comida. Encargué comida para dos por educación, aunque ignoraba qué y cuándo comen los dioses.
Al volverme, Sieh había dejado de reírse. Estaba sentado en el borde de la cama y me observaba con aire pensativo.
—Podría ser mayor —dijo en voz baja—. Si lo prefieres así, me refiero. No tengo por qué ser un niño.
Me quedé mirándolo sin saber si sentir lástima, asco o ambas cosas a la vez.
—Prefiero que seas lo que eres —dije.
Su expresión se tiñó de solemnidad.
—Eso no es posible. Al menos mientras esté en esta prisión. —Se tocó el pecho.
—¿Mi…? —Pero no quería llamarlos «mi familia»—. ¿Los demás te piden que seas mayor?
Sonrió. Era, y eso resultaba lo peor de todo, una sonrisa sumamente infantil.
—Normalmente lo contrario.
Ganó el asco. Me llevé una mano a la boca y me volví. No importaba lo que pensase Ras Onchi. Nunca dejaría que me llamaran Arameri, nunca.
Suspiró, se me acercó, me rodeó con los brazos desde atrás y apoyó la cabeza sobre mi hombro. No entendía su constante necesidad de tocarme. No es que me importase, pero hizo que me preguntase a quién abrazaría cuando yo no estuviese cerca. Me pregunté qué precio le exigirían a cambio.
—Yo ya era muy anciano cuando tu raza comenzó a hablar y a utilizar el fuego, Yeine. Esos pequeños tormentos no significan nada para mí.
—Ésa no es la cuestión —dije—. Sigues siendo… —Intenté dar con la palabra apropiada. «Humano» podía tomársela como un insulto.
Sacudió la cabeza.
—Sólo la muerte de Enefa me duele y eso no fue obra de ningún mortal.
En aquel momento, un profundo y sordo estremecimiento recorrió el palacio. Se me puso la carne de gallina. En el baño, algo tintineó un instante y luego se detuvo.
—La puesta de sol —dijo Sieh. Parecía contento mientras se enderezaba y se acercaba a una de las ventanas. Al oeste, el cielo estaba cubierto por varias capas de nubes y teñido de todos los colores del espectro—. Mi padre regresa.
«¿Adónde habrá ido?», me pregunté, pero me distrajo otro pensamiento. El monstruo de mis pesadillas, la bestia que me había perseguido por aquellos pasillos, había engendrado a Sieh.
—Ayer trató de matarte —dijo.
Sieh desechó el comentario con un gesto de la cabeza y dio una palmada que me sobresaltó.
—En. Naiasouwamehikach.
Pronunció aquellas palabras, incomprensibles para mí, con un tintineo cantarín, y durante un instante, mientras el sonido aún perduraba en el aire, mi percepción cambió. Cobré conciencia de los tenues ecos de cada sílaba al rebotar, solaparse y fundirse contra las paredes de la sala. Sentí cómo se transformaba el aire cuando lo atravesaron aquellos sonidos. Sentí cómo penetraban en las paredes a través del suelo. Cómo se transmitían por ellas hasta la columna que sustentaba el Cielo. Y cómo descendían por ella hasta la tierra.
Y entonces el sonido se vio arrastrado por la tierra mientras ésta avanzaba dando vueltas como un niño adormilado y volábamos alrededor del sol a través de los ciclos de las estaciones y, a nuestro alrededor, las estrellas daban vueltas acrobáticas con elegancia…
Pestañeé, sorprendida momentáneamente de encontrarme aún en el cuarto. Pero entonces lo entendí. Las primeras décadas de la historia del arte de los escribas estaban repletas de muertes, las muertes de sus fundadores, hasta que decidieron restringirse a la forma escrita de aquella lengua. Ahora me asombraba que hubieran llegado siquiera a intentarlo. Una lengua cuyo significado no dependía tan sólo de la sintaxis, la pronunciación y el tono, sino de la situación de uno en el universo en un momento dado… ¿Cómo podían haber pensado que podían llegar a dominarla alguna vez? Era algo que no estaba al alcance de ningún mortal.
La esfera amarilla de Sieh salió de la nada y voló hasta sus manos.
—Ve a ver y luego vuelve a buscarme —ordenó, y lanzó la esfera hacia un lado. Rebotó contra una pared cercana y desapareció—. Transmitiré tu mensaje a Kurue —dijo mientras se dirigía hacia la pared que había junto a mi cama—. Considera nuestra oferta, Yeine, pero no tardes mucho en hacerlo, ¿quieres? El tiempo pasa muy rápido para tu raza. Dekarta habrá muerto antes de que te enteres.
Dijo algo a la pared y ésta se abrió ante él. Al otro lado había un nuevo espacio intermedio. Lo último que vi, antes de que volviera a cerrarse, fue su sonrisa.