Aquella noche, mientras dormía, soñé con él.
Es una desagradable noche de tormenta.
Sobre las nubes, el cielo comienza a iluminarse con la cercanía del alba. Bajo las nubes, esto no supone la menor diferencia en la iluminación del campo de batalla. Las mil antorchas que arden entre un centenar de miles de soldados dan luz más que suficiente. Y también está la suave luz de la cercana capital.
(No es el Cielo que conozco. La ciudad se extiende sobre una llanura aluvial, no sobre una colina, y el palacio se oculta en su corazón, en lugar de flotar por encima de ella. Yo no soy yo.)
—Una fuerza considerable —dice Zhakka a mi lado.
O Zhakkarn más bien, ahora lo sé, diosa de la batalla y el derramamiento de sangre. En lugar del pañolón que suele llevar al cuello, luce un yelmo casi igualmente ceñido. Lleva una armadura de rutilante plata, cuya superficie es un glorioso campo de sellos grabados e incomprensibles dibujos que despiden luz rojiza, como si estuvieran ardiendo. Hay allí un mensaje escrito en la lengua de los dioses. Siento el aguijoneo del significado de unos recuerdos que no debería poseer, que intentan llegar hasta mí, pero al final fracasan.
—Sí —digo, y mi voz es masculina, aunque aguda y nasal. Me reconozco como Arameri. Siento mi poder. Soy el jefe de la familia—. Me habría sentido ofendido si se hubieran presentado con un soldado menos.
—Entonces, si no estás ofendido con ellos, quizá podrías parlamentar —dice una mujer a mi lado. Posee una belleza severa: su pelo es de color bronce y lleva un par de enormes alas emplumadas, plegadas a la espalda. Kurue, llamada la Sabia.
Me siento arrogante.
—¿Parlamentar? No merece la pena perder el tiempo con ellos.
(Creo que no me gusta este otro yo.)
—¿Entonces qué?
Me vuelvo para mirar a los que tengo detrás. Sieh está sentado en cuclillas sobre su esfera flotante de color amarillo. Tiene la barbilla apoyada sobre el puño. Está aburrido. Detrás de él acecha una presencia humeante y hostil. No me había dado cuenta de que se ha colocado detrás. Me observa como si hubiera estado imaginando mi muerte.
Me fuerzo a sonreír, pues no deseo que sepa hasta qué punto me inquieta.
—¿Qué me dices, Nahadoth? ¿Cuánto hace que no tienes la ocasión de divertirte un poco?
Lo he sorprendido. Me agrada saber que puedo hacerlo. Invade su rostro una avidez que resulta aterradora de contemplar, pero no le he dado ninguna orden, así que aguarda.
Los demás también están sorprendidos, pero de manera menos grata. Sieh se endereza y me mira con malos ojos.
—¿Has perdido la cabeza?
Kurue es más diplomática.
—Esto no es necesario, señor Harker. Zhakkarn o yo misma podemos ocuparnos de ese ejército.
—O yo —dice Sieh, dolido.
Miro a Nahadoth y pienso en las historias que se contarán cuando se corra la voz de que lancé al Señor de la Noche sobre quienes habían osado desafiarme. Es la más poderosa de mis armas, pero nunca he presenciado una demostración significativa de su capacidad. Siento curiosidad.
—Nahadoth —digo. Su inmovilidad y el poder que ostento sobre él son embriagadores, pero sé que no debo perder la cabeza. Conozco las historias transmitidas de generación en generación por anteriores jefes de la familia. Es importante transmitir las órdenes exactas y nada más. Él es muy retorcido.
—Ve al campo de batalla y encárgate de ese ejército. No les permitas avanzar hasta esta posición ni llegar al Cielo. —Casi me olvido, pero me apresuro a añadir—:Y que yo no resulte muerto al hacerlo.
—¿Eso es todo? —pregunta.
—Sí.
Sonríe.
—Como desees.
—Eres un necio —dice Kurue, abandonando la diplomacia. Mi otro yo la ignora.
—Mantenedlo a salvo —dice Nahadoth a sus hijos. Sigue sonriendo mientras se encamina al campo de batalla.
El enemigo es tan numeroso que no puedo ver hasta dónde llegan sus ejércitos. Al acercarse caminando a su primera línea, Nahadoth parece diminuto. Impotente. Humano. Puedo oír, como un eco sobre la llana extensión de la llanura, las risas de algunos de los soldados. Los oficiales, que ocupan el centro de la línea, están en silencio. Saben lo que es.
Nahadoth extiende los dos brazos hacia los lados y sendas espadas grandes y curvas aparecen en sus manos. Corre hacia la línea como un reguero negro y la perfora como una flecha. Los escudos se parten. Las armaduras y las espadas se rompen. Los miembros salen volando. Los enemigos mueren por docenas. Aplaudo y me río.
—¡Qué espectáculo más soberbio!
A mi alrededor, los demás enefadeh están tensos y asustados.
Nahadoth pasa como una guadaña a través del ejército hasta llegar a su centro. Nadie puede hacerle frente. Cuando finalmente se detiene, dejando un círculo de muertos a su alrededor, los soldados enemigos se pisotean unos a otros tratando de escapar. No alcanzo a verlo bien desde donde me encuentro, a pesar de que el humo negro de su aura parece haberse vuelto más denso en los minutos que han transcurrido.
—Va a salir el sol —dice Zhakkarn.
—No lo bastante pronto —responde Kurue.
En el centro del ejército hay un ruido. No, no es un ruido, es una vibración. Como un impulso, sólo que hace vibrar el mundo entero.
Y entonces una estrella de color negro, con un destello como el de una bengala, cobra vida en el corazón del ejército enemigo. No se me ocurre otro modo de describirla. Es una esfera de tinieblas tan concentradas que brilla, tan rebosante de poder que la tierra gime y se abomba debajo de ella. Se forma un abismo que comienza a irradiar profundas grietas. Los enemigos caen en su interior. No puedo oír sus gritos porque la estrella negra se traga hasta el último sonido. Se traga sus cuerpos. Se lo traga todo.
La tierra comienza a temblar de manera tan violenta que caigo sobre las manos y las rodillas. Hay un rugido hueco y cada vez más fuerte a mi alrededor, por todas partes. Al mirar en derredor descubro que hasta el mismo aire resulta visible cuando pasa a mi lado, succionado por el foso y el voraz horror en el que se ha convertido Nahadoth. Kurue y los demás están junto a mí, murmurando en su lengua para contener los vientos y las demás fuerzas terribles que ha desencadenado su padre. Gracias a eso estamos a salvo, rodeados por una burbuja de calma, pero nada más lo está. Sobre nosotros las mismas nubes se han abombado y comienzan a caer hacia la estrella como tragadas por un embudo. El ejército enemigo ha desaparecido. Lo único que queda es la tierra en la que nos encontramos, el continente a su alrededor y el planeta debajo de él.
Finalmente comprendo mi error: como sus hijos están protegiéndome, Nahadoth es libre para devorar todo lo demás.
Tengo que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para superar mi propio y asfixiante terror.
—¡Detente! —grito—. ¡Nahadoth, detente! —Las palabras se pierden en el viento aullante. Está obligado a obedecer mis órdenes por una magia aún más poderosa que él mismo, pero sólo si puede oírlas. Puede que pretenda obligarme a salir, o puede, simplemente, que esté demasiado absorto en la gloria de su propio poder, que esté solazándose en el caos que es su misma naturaleza.
El pozo que tiene debajo entra en erupción cuando el dios de la oscuridad alcanza la roca fundida. Un tentáculo de lava ardiente se levanta y revolotea alrededor de la negrura antes de ser tragado también él. Un tornado arriba, un volcán debajo y, en el corazón de todo ello, la estrella negra, cada vez más grande.
Es, de un modo terrible, la cosa más hermosa que he visto en toda mi vida.
Al final nos salva el Padre Celestial. Las nubes desgarradas revelan un cielo veteado de rayos y, en el mismo instante en que siento que las piedras que hay bajo mis manos comienzan a temblar, listas para salir volando, el sol asoma por encima del horizonte.
La estrella negra se desvanece.
Algo —carbonizado, grimoso, no lo bastante parecido a un ser humano para describirse como un cuerpo— flota en lugar de la estrella durante un instante y luego cae hacia la lava. Sieh maldice y vuela como una flecha en su esfera amarilla. Ha salido de la burbuja, pero la burbuja ya no es necesaria. El aire es caliente y está enrarecido a mi alrededor. Cuesta respirar. Ya se pueden ver las nubes de tormenta que se forman en el horizonte y se acercan presurosas para llenar el vacío.
La capital… cerca de aquí… Oh. Oh, no.
Veo los esqueletos destrozados de algunos edificios. El resto ha sido devorado. Parte de la tierra se ha hundido en el carbonizado foso rojo. El palacio estaba allí.
Mi esposa. Mi hijo.
Zhakkarn me mira. Hay demasiado de soldado en ella para que muestre su desprecio, pero sé que lo siente. Kurue me ayuda a levantarme, también su rostro está vacío al mirarme. «Esto es obra tuya», dicen sus ojos.
Lo pensaré una y otra vez en mi duelo.
—Sieh lo ha cogido —dice Zhakkarn—. Tardará años en recuperarse.
—No tenía ningún sentido convocar un poder de tal magnitud —suelta Kurue—. En forma humana no.
—Eso no importa —digo. Y, por una vez, tengo razón.
La tierra no ha dejado de temblar. Nahadoth ha destrozado algo muy dentro de ella. Ésta fue una vez una tierra muy hermosa, el asiento perfecto para la capital de un imperio universal. Ahora está en ruinas.
—Sacadme de aquí —susurro.
—¿Adónde? —pregunta Zhakkarn. Mi hogar ya no existe.
Estoy a punto de decir: «A cualquier parte», pero no soy completamente idiota. Estas criaturas no son tan volátiles como Nahadoth, ni tampoco tan vengativas, pero tampoco son amigas mías. Un error colosal por día es suficiente.
—A Senm —digo—. A la tierra de los amn. La reconstruiremos allí.
Así que se me llevan. Bajo mis pies, durante los días siguientes, el continente termina de hacerse pedazos y se hunde en el mar.