4
EL LAGO

Cuando el Señor de la Noche cayó al suelo, arrastró a Sieh consigo y casi a mí. Ignoraba por qué yo seguía con vida. Los relatos sobre las armas de los Arameri abundan en episodios donde masacran ejércitos enteros. En ninguno de ellos aparecen muchachas de pueblos bárbaros que les hacen frente.

Para gran alivio mío, Sieh se levantó al instante apoyándose en los codos. Parecía encontrarse bien, aunque los ojos se le abrieron como platos al ver el cuerpo inmóvil de Nahadoth.

—¡Mira lo que has hecho!

—No… —Yo temblaba con tal fuerza que era casi incapaz de hablar—. No lo pretendía. Iba a matarte. No podía… —Tragué saliva— permitírselo.

—Nahadoth no habría matado a Sieh —dijo otra voz tras de mí. A mis nervios no les gustó esa sorpresa. Di un respingo y llevé la mano a mi cuchillo, pero éste ya no se encontraba en su vaina. Una mujer apareció en medio del silencioso avance de los juguetes de Sieh. Lo primero que me llamó la atención fue que era enorme, como las grandes naves marinas de los ken. Y su porte era también como el de una de esas naves, monumental, poderoso y de una asombrosa elegancia. No había un gramo de grasa en su cuerpo. No podía decir de qué raza era, porque no había ninguna raza conocida cuyas hembras fuesen tan increíblemente grandes.

Se arrodilló junto a Sieh para ayudarlo. También él estaba temblando, aunque de emoción.

—¿Has visto lo que ha hecho? —preguntó a la recién llegada. Señaló a Nahadoth. Estaba sonriendo.

—Sí, lo he visto. —Después de dejar a Sieh en pie, la mujer se volvió hacia mí y me observó durante un momento. De rodillas era más alta que Sieh de pie. Llevaba ropa sencilla, una blusa larga y unos pantalones grises y un pañuelo del mismo color alrededor del pelo. Puede que fuese la presencia predominante del gris en su aspecto, tras el implacable negro del Señor de la Noche, pero había algo en ella que se me antojaba dotado de una delicadeza esencial.

—No hay mayor guerrero que una madre que protege a sus hijos —dijo la mujer—. Pero Sieh no es tan frágil como tú, dama Yeine.

Asentí lentamente. No quería parecer idiota. No era la lógica lo que había impulsado mis actos.

Sieh se acercó y me dio la mano.

—Gracias de todos modos —dijo con timidez. La fea marca de color morado que rodeaba su cuello estaba desapareciendo ante mis ojos.

Todos nos volvimos hacia Nahadoth. Estaba sentado sobre sus posaderas, tal como había caído, con el cuchillo clavado hasta la empuñadura en el pecho y la cabeza inclinada. Con un pequeño suspiro, la mujer de gris se le acercó y extrajo el cuchillo. A mí me había parecido que se hundía en el hueso, pero ella hizo que el gesto de sacarlo pareciese un juego de niños. Examinó el arma, sacudió la cabeza y por fin me la ofreció por la empuñadura.

Me obligué a aceptarla y al hacerlo volví a mancharme las manos con sangre de dios. Creo que ella sujetaba la hoja con más fuerza de la necesaria porque mi mano temblaba sin control. Pero una vez que vio que la asía con mayor firmeza, sus dedos resbalaron por la hoja hacia abajo. Cuando la tuve de nuevo en mi poder, me di cuenta de que no sólo no había ni rastro de sangre en ella, sino que tenía una forma distinta —curva ahora— y estaba perfectamente afilada.

—Encaja mejor contigo —dijo la mujer mientras respondía a mi mirada con un cabeceo solemne.

Sin pensar, quise guardar el arma en su funda. No tendría que haber encajado en la vaina. Pero lo hizo. También ésta había cambiado.

—Así que te gusta, Zhakka. —Sieh se pegó a mí, me rodeó la cintura con los brazos y apoyó su cabeza sobre mi pecho. Por muy inmortal que fuese, había en él una inocencia tal que no hice nada por apartarlo. Al sentir que mi brazo lo envolvía, exhaló un profundo suspiro de satisfacción.

—Sí —dijo la mujer sin ningún disimulo. Se inclinó hacia delante y miró de cerca el rostro de Nahadoth—. ¿Padre?

Esta vez no salté. No podía hacerlo, con Sieh apoyado en mí, pero él sintió cómo me ponía tensa.

—Shhh —dijo mientras me acariciaba la espalda. El contacto no fue lo bastante infantil como para resultar realmente tranquilizador. Un momento después, Nahadoth se movió.

—Has vuelto —dijo Sieh al tiempo que enderezaba la espalda con una sonrisa radiante. Aproveché el momento para apartarme de Nahadoth. Sieh se apresuró a cogerme la mano con la máxima ternura.

—No pasa nada, Yeine. Ahora es distinto. Estás a salvo.

—No te va a creer —dijo Nahadoth. Hablaba como un hombre que acaba de salir de un profundo sueño—. Ya no se fiará de nosotros.

—No es culpa tuya. —Sieh no parecía contento—. Sólo tenemos que explicárselo y lo entenderá.

Nahadoth me miró. Esto bastó para hacerme estremecer de nuevo, a pesar de que parecía que la locura lo había abandonado realmente. Tampoco estaba allí la otra mirada, la que tenía cuando su mano ensangrentada me había cogido de la mano y había susurrado palabras suaves y anhelantes. Y aquel beso… No. Lo había imaginado. Tenía que ser así, puesto que el Señor de la Noche, ante mí en aquel momento, se mostraba distante, regio incluso de rodillas, y desdeñoso. Me recordaba muchísimo a Dekarta.

—¿Lo entenderás? —me preguntó.

Incapaz de controlarme, retrocedí otro paso como respuesta. Nahadoth sacudió la cabeza, se levantó y dio las gracias con un gesto elegante a la mujer a la que Sieh había llamado Zhakka. A pesar de que ella era mucho más alta, resultaba indudable quién era el superior y quién la subordinada.

—No tenemos tiempo para esto —dijo Nahadoth—. Viraine estará buscándola. Márcala y acabemos con esto. —Zhakka asintió y se me acercó. Retrocedí por tercera vez, atemorizada por la intensidad de su mirada.

Sieh me soltó y se interpuso entre nosotros, como una mosca enfrentándose a un perro. Apenas le llegaba a la mujer por la cintura.

—No es así como íbamos a hacerlo. Dijimos que intentaríamos convencerla.

—Eso ya no es posible —dijo Nahadoth.

—¿Y qué le impedirá entonces hablarle a Viraine de nosotros? —Sieh puso los brazos en jarras. Zhakka se había detenido para esperar pacientemente a que se resolviera la disputa. Yo me sentía olvidada y totalmente insignificante. Y lo más probable es que hiciese bien, habida cuenta de que me encontraba en presencia de tres dioses. Porque el término «antiguos» dioses, sencillamente, no parecía pertinente.

Algo que no llegaba a ser una sonrisa se dibujó en el rostro de Nahadoth.

—Si se lo cuentas a Viraine, te mataremos. —Su mirada volvió a Sieh—. ¿Satisfecho?

Supongo que estaba cansada. Después de todas las amenazas de aquella tarde, ni siquiera me encogí.

Sieh frunció el ceño y sacudió la cabeza, pero dejó libre el camino a Zhakka.

—Esto no era lo planeado —dijo un poco malhumorado.

—Los planes cambian —dijo Zhakka. Entonces se plantó delante de mí.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté. Por alguna razón, a pesar de su tamaño, no me asustaba tanto como Nahadoth, ni de lejos.

—Marcarte la frente con un sello —respondió—. Un sello invisible. Interferirá con el que pretende ponerte Viraine. Parecerás uno de ellos, pero en realidad serás libre.

—¿Es que ellos… —¿Todos los Arameri estaban marcados con sellos? ¿A eso se refería?— no lo son?

—No más que nosotros, por mucho que crean lo contrario —dijo Nahadoth. Por un momento volvió a estar allí, un retazo de la ternura que había visto antes en él. Entonces me dio la espalda—. Apresúrate.

Zhakka asintió y me tocó la frente con la yema de un dedo. Sus puños eran tan grandes como platos llanos. Su dedo me quemó como un hierro candente al tocarme. Grité y traté de apartar el dedo de un golpe, pero levantó la mano antes de que pudiera hacerlo. Había terminado.

Sieh, olvidado su malhumor, examinó la zona y asintió con el aire de un experto.

—Servirá.

—Llévala con Viraine, entonces —dijo Zhakka. Inclinó la cabeza en un gesto de cortés despedida y se volvió para reunirse con Nahadoth.

Sieh me cogió de la mano. Estaba tan confundida y perpleja que no me resistí cuando me llevó hacia la más próxima de las paredes del espacio intermedio. Pero sí que volví la cabeza una última vez para ver cómo se alejaba el Señor de la Noche.

Mi madre era la mujer más hermosa del mundo. No lo digo porque sea su hija, ni tampoco por su estatura y gracia, o por aquel cabello que parecía la luz del sol entre las nubes. Lo digo por su fuerza. Puede que sea mi sangre darre, pero a mis ojos, la fuerza siempre ha sido la marca de la belleza.

Mi pueblo no fue bueno con ella. Nadie decía nada delante de mi padre, pero a veces, cuando caminábamos por Arrebaia, oía los murmullos. «Ramera amn.» «Furcia de piel blanca como el hueso.» Escupían al suelo tras su paso para lavar de las calles su infecta presencia. Era una Arameri. Pero, a pesar de todo, ella siempre mantuvo su dignidad y nunca mostró otra cosa que educación a las personas que jamás le dispensaron ninguna a ella. Mi padre —uno de los pocos recuerdos claros que sobre él conservo— decía que esto la hacía mejor que ellos.

No sé muy bien por qué me viene esto ahora a la memoria, pero estoy segura de que, por alguna razón, es importante.

Sieh me hizo correr tras salir del espacio intermedio, así que llegué al estudio de Viraine sin aliento.

Fue el propio Viraine el que abrió la puerta, a la tercera llamada impaciente de Sieh. Parecía irritado. Era el hombre de pelo blanco de la audiencia de Dekarta, el que me había descrito diciendo: «No es un completo desastre.»

—¿Sieh? ¿Qué demonios…? Ah. —Me miró y enarcó las cejas—. Sí, ya me parecía que T’vril tardaba demasiado. El sol se ha puesto hace una hora.

—Scimina le ha echado a Naha encima —dijo Sieh. Me miró. Pero el juego ha terminado, ya que has conseguido llegar, ¿sabes? Aquí estás a salvo.

Ahí estaba mi explicación, pues.

—Eso dijo T’vril… —Me volví a mirar el pasillo, como si aún siguiera asustada. No me costó mucho fingir.

—Scimina le habrá dado instrucciones específicas —dijo Viraine, supongo que con la intención de tranquilizarme—. Sabe cómo es en ese estado. Pasad, dama Yeine.

Se hizo a un lazo y entré en la cámara. Aunque no hubiera estado al borde del agotamiento, me habría detenido allí, porque la estancia en la que me encontraba no se parecía a ninguna otra que hubiera visto. Era muy larga y ovalada y tenía sus dos paredes más largas totalmente cubiertas por ventanales. A cada lado había sendas hileras de mesas de trabajo. Vi libros, frascos y artilugios incomprensibles en cada una de ellas. A lo largo de la pared opuesta había unas jaulas, algunas de las cuales contenían conejos y pájaros. El centro de la cámara lo ocupaba un enorme orbe blanco, colocado sobre un plinto bajo. Era tan alto como yo y totalmente opaco.

—Por aquí —dijo Viraine mientras indicaba una de las mesas. Había dos banquillos frente a ella. Se sentó en uno y dio unas palmaditas sobre el otro. Me disponía a seguirlo, pero entonces titubeé.

—Me temo que estoy en desventaja, mi señor.

Por un momento puso cara de sorpresa, pero entonces sonrió y respondió con media reverencia informal y no del todo burlona.

—Ah, sí. Qué modales. Soy Viraine, el escribano del palacio. Y un pariente vuestro, de alguna manera… demasiado lejana y enrevesada como para determinarla, a pesar de lo cual el señor Dekarta ha creído conveniente abrirme las puertas de la Familia Central. —Dio unos golpecitos en el círculo negro de su frente.

Los escribanos: eruditos amn que estudiaban la lengua escrita de los dioses. Aquel escribano en concreto no se parecía nada a los ascetas de ojos fríos que yo había imaginado. Para empezar, era más joven, puede que unos pocos años más que mi madre. Desde luego su edad no justificaba la chocante blancura de su cabello. Puede que fuese como T’vril y yo, en parte amn y en parte alguna raza más exótica.

—Un placer —dije—. Pero no puedo por menos que preguntarme para qué necesita un escribano el palacio. ¿Para qué estudiar a los dioses cuando los dioses de verdad están al alcance de la mano?

Me pareció que la pregunta lo complacía. Tal vez poca gente le preguntase por su trabajo.

—Bueno, para empezar, no pueden hacerlo todo y estar en todas partes al mismo tiempo. En este palacio hay centenares de personas que utilizan la magia a pequeña escala de manera cotidiana. Si tuviéramos que llamar a los enefadeh cada vez que necesitáramos algo, se harían muy pocas cosas. Por ejemplo, el ascensor por el que habéis llegado a este piso del palacio. O el aire. En condiciones normales, a tanta distancia del suelo, sería frío y tan escaso que resultaría casi irrespirable. La magia convierte el palacio en un lugar habitable.

Me senté con lentitud en el banquillo y observé la mesa que tenía delante. Los objetos que contenía estaban perfectamente ordenados: varios pinceles finos, un plato de tinta y un pequeño bloque de piedra pulida, con un extraño y complicado carácter, repleto de puntas y adornos, grabado en una de sus caras. Era tan extraño, tan irritante para el ojo, que no pude mirarlo demasiado tiempo. El impulso de apartar la vista formaba parte de lo que era, pues era la lengua de los dioses. Un sello.

Viraine se sentó frente a mí, mientras Sieh, sin que nadie lo invitara, ocupaba un asiento al otro lado de la mesa y apoyaba la barbilla sobre los brazos cruzados.

—Además —continuó Viraine— hay ciertas cosas que ni siquiera los enefadeh pueden realizar con su magia. Los dioses son criaturas peculiares, increíblemente poderosas en su esfera de influencia, por decirlo así, pero limitadas fuera de ella. Nahadoth carece de poder durante el día. Sieh no puede estarse quieto y calmado a menos que esté ocupado en algo. —Miró a Sieh, quien nos regaló a ambos una sonrisa de inocencia—. En muchos aspectos los mortales somos más… versátiles, a falta de un término mejor. Más completos. Por ejemplo, ninguno de ellos puede crear o prolongar la vida. El simple acto de tener hijos, algo que está al alcance de una desgraciada camarera o un descuidado soldado, es un poder que ellos perdieron hace milenios.

Por el rabillo del ojo vi que desaparecía la sonrisa de Sieh.

—¿Prolongar la vida? —Había oído rumores sobre lo que hacían los escribas con sus poderes, rumores espantosos, perversos. De repente me acordé de que mi abuelo era muy, muy viejo.

Viraine asintió, con un parpadeo provocado por la desaprobación de mi tono.

—Es el gran objetivo de nuestra investigación. Algún día puede que lleguemos a alcanzar la inmortalidad… —Al ver el espanto que se dibujaba en mi cara, sonrió—. Aunque no es un objetivo carente de controversia.

Mi abuela siempre había dicho que los amn eran un pueblo antinatural. Aparté la mirada.

—T’vril me ha dicho que ibais a marcarme.

Sonrió, esta vez claramente divertido por mi puritanismo de bárbara.

—Ajá.

—¿Qué hace esa marca?

—Impide que los enefadeh os maten, entre otras cosas. Ya habéis visto cómo pueden llegar a ser.

Me pasé la lengua por los labios.

—Ah. Sí. No… no sabía que anduvieran… —Hice un gesto vago, sin saber cómo decir lo que quería expresar sin ofender a Sieh.

—¿Por ahí sueltos…? —preguntó éste, aparentemente muy animado. Había una expresión perversa en sus ojos. Mi incomodidad lo hacía disfrutar.

Me encogí.

—Sí.

—Su forma mortal es su prisión —dijo Viraine, ignorando a Sieh—. Y todos los moradores del Cielo, sus carceleros. Itempas el Brillante los condenó a servir a los descendientes de Shahar Arameri, su suma sacerdotisa. Pero como los descendientes de Shahar se cuentan ahora por millares… —Hizo un gesto hacia las ventanas, como si el mundo entero fuese un solo clan. O puede que sólo se refiriese al Cielo, el único mundo que tenía importancia para él—. Nuestros antepasados decidieron imponer una organización más ordenada. La marca confirma a los ojos de los enefadeh que somos Arameri. Sin ella no os obedecerían. Además especifica vuestra posición en el seno de la familia. Lo que a su vez indica el grado de poder que tenéis sobre ellos.

Cogió un pincel, pero en lugar de mojarlo en la tinta, alargó la mano hacia mi rostro y me apartó el cabello de la frente. Sentí que se me ponía el corazón en un puño al ver que me examinaba. Estaba claro que era un experto. ¿No vería la marca de Zhakka? Durante un instante pensé que lo había hecho, porque sus ojos descendieron hasta los míos y los miraron fijamente un instante. Pero al parecer, los dioses habían hecho bien su trabajo, porque al cabo de un momento, Viraine me soltó el pelo y comenzó a agitar la tinta.

—T’vril me ha dicho que la marca es permanente —dije, más que nada para calmar mi nerviosismo. El líquido negro parecía tinta corriente, aunque el bloque con la marca del sello no era, resultaba evidente, un simple tintero de piedra.

—Salvo que Dekarta ordene que se borre, en efecto. Es como un tatuaje, sólo que indoloro. Os acostumbraréis a ella.

No es que me apeteciese demasiado llevar una marca permanente, pero no era tan estúpida como para protestar.

—¿Por qué los llamáis «enefadeh»? —pregunté para distraerme.

La expresión que cruzó el rostro de Viraine fue fugaz, pero aun así la reconocí por instinto: cálculo. Acababa de realizar ante él una asombrosa demostración de ignorancia y pretendía hacer uso de ella.

En un gesto despreocupado, señaló con el pulgar a Sieh, quien observaba subrepticiamente los objetos que había sobre la mesa de Viraine.

—Así es como se llaman ellos. A nosotros nos parece una etiqueta conveniente, nada más.

—¿Y por qué no…?

—¿Por qué no los llamamos «dioses»? —Viraine sonrió levemente—. Eso sería una ofensa a los ojos del Padre Celestial, nuestro único dios verdadero, y a los de aquellos de sus hijos que se mantuvieron leales a él. Pero tampoco podemos llamarlos «esclavos». A fin de cuentas, abolimos la esclavitud hace siglos.

Cosas como ésa eran las que hacían que la gente odiara a los Arameri, que los odiara de verdad, no sólo que sintieran envidia de su poder o resentimiento por su ligereza a la hora de utilizarlo. Siempre encontraban mil maneras de mentir sobre las cosas que hacían. Era una mofa del sufrimiento de sus víctimas.

—¿Y por qué no llamarlos lo que son? —pregunté—. Armas.

Sieh me miró durante un instante con una expresión tan neutra que era imposible en un niño.

El rostro de Viraine se encogió delicadamente.

—Habláis como una auténtica bárbara —dijo, y la sonrisa de su rostro no hizo nada por aminorar el insulto—. Lo que debéis entender, dama Yeine, es que al igual que nuestra antepasada Shahar, los Arameri somos, primero y por encima de todo, servidores de Itempas el Padre Celestial. En su nombre hemos impuesto la edad de la Luz al mundo. Paz, orden, iluminación… —Extendió las manos—. Los servidores de Itempas no utilizan ni necesitan armas. Herramientas, en cambio…

Ya había oído suficiente. Ignoraba cuál era su posición respecto a la mía, pero estaba cansada, confusa y lejos de casa, y si mis modales de bárbara me servían para llegar antes al final de aquel día, los usaría de buen grado.

—Entonces, ¿«enefadeh» significa «herramienta»? —inquirí—. ¿O es solo «esclavo» en otra lengua?

—Significa «Los que recordamos a Enefa» —dijo Sieh. Había apoyado la barbilla en el puño. Los objetos de la mesa de Viraine parecían estar igual que antes, pero yo estaba segura de que les había hecho algo—. Era la diosa a la que mató Itempas hace tiempo. Fuimos a la guerra contra él para vengarla.

Enefa. Los sacerdotes nunca pronunciaban su nombre.

—La Traidora… —murmuré sin pensarlo.

—No traicionó a nadie —repuso Sieh.

La mirada que le dirigió Viraine fue tan seria como imposible de interpretar.

—Cierto. Difícilmente se podría llamar traición a los actos de una ramera, ¿verdad?

Sieh emitió un siseo. Durante un parpadeo hubo algo inhumano en su rostro, algo peligroso y salvaje, pero entonces volvió a ser un niño que se bajaba del banco temblando de furia. Pensé que iba a sacarle la lengua, pero el odio que se veía en sus ojos era demasiado antiguo para eso.

—Me reiré cuando hayas muerto —dijo en voz baja. Al oírlo se me pusieron los pelos de punta, porque su voz era la de un adulto, rebosante de malicia—. Reclamaré tu corazón como juguete y lo usaré durante cien años para darle patadas. Y cuando finalmente sea libre, maldeciré a tus descendientes durante siglos, para que todos sus hijos sean como yo.

—Y ésa, dama Yeine, es la razón por la que usamos los sellos de sangre —dijo—. Por muy tonta que pareciera la amenaza, era sincera hasta la última de sus palabras. El sello le impide ponerla en práctica, pero aun así la protección es limitada. La orden de un Arameri de rango superior o alguna estupidez por vuestra parte podría haceros vulnerable.

Fruncí el ceño al acordarme del momento en que T’vril me había instado a ir en busca de Viraine. «Ahora sólo un purasangre puede ordenarle que se detenga.» Mientras que T’vril era un… ¿cómo lo había dicho él mismo? Un mestizo.

—¿Alguna estupidez por mi parte? —pregunté.

Viraine me lanzó una mirada dura.

—Deben cumplir cualquier afirmación imperativa que salga de vuestra boca. Pensad en la cantidad de afirmaciones de este tipo que realizamos descuidada o figurativamente sin pensar en sus posibles consecuencias. —Al ver que fruncía el ceño, puso los ojos en blanco—. A la gente corriente le encanta decir cosas como «¡Que me parta un rayo!». ¿Nunca lo habéis dicho en un momento de enfado? —Asentí lentamente y él se inclinó hacia mí—. Como es natural, el sentido implícito de la frase no es otro que «menuda sorpresa», o algo así, pero también puede entenderse de manera literal.

Hizo una pausa para ver si lo había entendido. Al ver que me estremecía, asintió y se recostó en su asiento.

—Así que no habléis con ellos salvo que tengáis que hacerlo —dijo—. Y ahora, vamos a… —Alargó la mano hacia el tintero, que se volcó en el mismo instante en que lo rozaron sus dedos. Soltó una maldición. De algún modo, Sieh había logrado meter un pincel por debajo. La tinta se derramó sobre la mesa como…

Como…

Y… entonces Viraine me tocó la mano.

—¿Lady Yeine? ¿Estáis bien?

Así fue como sucedió, sí. La primera vez.

Parpadeé.

—¿Cómo?

Volvió a sonreír, todo amabilidad condescendiente de nuevo.

—Ha sido un día complicado, ¿verdad? Bueno, esto no llevará mucho tiempo. —Había limpiado la tinta derramada y, al parecer, aún quedaba suficiente para continuar—. Si no os importa apartaros el pelo de la frente…

No me moví.

—¿Por qué ha hecho esto el abuelo Dekarta, escriba Viraine? ¿Por qué me ha hecho venir?

Alzó las cejas, como si la misma respuesta lo sorprendiera.

—No conozco sus pensamientos. No tengo la menor idea.

—¿Está senil?

Gimió.

—Verdaderamente sois una salvaje. No, no está senil.

—Entonces, ¿por qué?

—Acabo de deciros…

—Si quisiera matarme, sólo tendría que ordenar que me ejecutaran. Cualquier excusa serviría, si es que se molestaba en inventarse una. O podría hacer lo que hizo con mi madre. Un asesinato en plena noche. Envenenarme mientras dormía.

Esto sí logró sorprenderlo. Se quedó muy quieto. Sus ojos se cruzaron con los míos durante un momento y luego se apartaron.

—Yo no presentaría las pruebas a Dekarta si fuera vos.

Al menos no había intentado negarlo.

—No necesito pruebas. Una mujer sana y fuerte de poco más de cuarenta años no muere mientras duerme. Hice que un curandero examinara el cuerpo. Tenía una marca, una minúscula incisión, en la frente. Sobre la… —Me detuve un instante, al comprender de repente algo que nunca me había parado a pensar—. Sobre la cicatriz que tenía en la frente, justo aquí. —Me llevé una mano a la mía, en el punto donde estaría mi sello Arameri.

Viraine me miró fijamente, silencioso y muy serio.

—Si un asesino Arameri dejó una marca visible, una marca que vos esperabais encontrar, dama Yeine, es que entendéis mejor los propósitos de Dekarta que cualquiera de nosotros. ¿Por qué creéis vos que os ha traído?

Sacudí la cabeza lentamente. Durante todo el viaje hasta el Cielo, lo había sospechado. Dekarta estaba furioso con mi madre y odiaba a mi padre. No podía haber ninguna razón legítima para aquella invitación. En el fondo esperaba que me ejecutaran, y eso si tenía suerte. Puede que antes me torturaran, quizá en los mismos peldaños del Salón. Mi abuela había sentido miedo por mí. De haber existido alguna esperanza de escapar, me habría aconsejado que huyera. Pero no se puede huir de los Arameri.

Y las mujeres darre no huyen de la venganza.

—Esta marca… —dije al fin—. ¿Me ayudará a sobrevivir aquí?

—Sí. Los enefadeh no os harán nada, salvo que cometáis alguna estupidez. En cuanto a Scimina, Relad y otros peligros… —Se encogió de hombros—. Bueno, la magia sólo puede hacer lo que puede hacer.

Cerré los ojos y recorrí en mi memoria el rostro de mi madre por enésima vez. Había muerto con lágrimas en los ojos, quizá porque sabía lo que yo tendría que afrontar.

—Comencemos, entonces —dije.