3
LA OSCURIDAD

Debería hacer una pausa para explicarlo? No es una gran historia. Pero debo recordarlo todo, recordar, recordar, recordar, para mantenerme firmemente aferrada a ello. Tantos fragmentos de mí se han perdido ya…

Bien.

Hubo una vez tres dioses. El que todavía importa mató a uno de los que no y arrojó al otro a una prisión infernal. Los muros de esa prisión eran de sangre y huesos, las ventanas con barrotes estaban hechas con ojos. Los castigos incluían el sueño, el dolor, el hambre y las demás exigencias incesantes de la carne mortal. Entonces esta criatura, atrapada en su tangible recipiente, fue entregada a los Arameri para que la guardaran, junto con tres de sus divinos hijos. Tras el horror de esa encarnación en carne mortal, ¿qué diferencia podía suponer la mera esclavitud?

De niña aprendí de los sacerdotes de Itempas el Brillante que este dios caído estaba hecho de pura maldad. En tiempos de los Tres, sus seguidores habían practicado un siniestro y salvaje culto en el que se llevaban a cabo violentas celebraciones a medianoche, en las que se idolatraba la locura como sacramento. De haber sido él quien hubiera ganado la guerra entre los dioses, afirmaban los sacerdotes con tono calamitoso, probablemente la humanidad ya no existiría.

—Así que sed buenos —añadían siempre— o vendrá a buscaros el Señor de la Noche.

Huí del Señor de la Noche por pasillos de luz. Alguna propiedad de la materia prima de la que estaba hecha la sustancia del Cielo hacía que emitiera una suave luminiscencia blanca ahora que se había puesto el sol. Treinta pasos por detrás de mí corría el dios de la oscuridad y el caos. En la única ocasión en que me atreví a mirar atrás, vi que el delicado brillo del pasillo remitía hasta trocarse en una garganta de tinieblas tan profunda que bastaba con mirarla para que dolieran los ojos. No volví a hacerlo.

No podía ir en línea recta. Hasta el momento lo único que me había salvado era la ventaja que llevaba y el hecho de que el monstruo que corría tras de mí parecía incapaz de moverse más rápido que un mortal. Pero aun así, sus piernas eran más largas que las mías.

Así que doblaba en casi todos los recodos y aprovechaba las paredes para frenar mi carrera y, de un empujón, volver a acelerar. Tal como lo digo podría parecer que era algo deliberado por mi parte, pero no es así. Si hubiera podido razonar en medio del pavor que me dominaba, tal vez hubiese conservado una noción general de la dirección en la que corría. Pero en mi estado me encontraba irremisiblemente perdida.

Por suerte, donde fallaba la razón, el pánico ciego la reemplazaba a las mil maravillas.

Al ver uno de los huecos que había descrito T’vril, me arrojé de cabeza hacia él y me pegué a la pared del fondo. Me había dicho que pensara «arriba», lo que activaría el hechizo y me llevaría al piso superior del palacio. Pero lo que hice fue pensar: «FUERA, FUERA, FUERA», sin darme cuenta de que la magia también cumpliría esta orden.

Cuando el cochero me llevó desde el Salón al palacio del Cielo, las cortinas del carruaje estaban cerradas. El cochero se limitó a llevarme hasta un punto concreto y a detenerse. Sentí un hormigueo en la piel. Un momento después, cuando me abrió la puerta, estábamos allí. Ni se me ocurrió pensar que la magia me había llevado a través de casi un kilómetro de materia sólida en un mero parpadeo.

En aquel momento volvió a ocurrir. El pequeño hueco, cuya luz había comenzado a apagarse al acercarse el Señor de la Noche, pareció estirarse de repente y su entrada se alejó y alejó de manera imposible mientras yo permanecía inmóvil. Tras un instante de tensión contenida, me vi catapultada hacia allí, como si me lanzaran con una honda. Las paredes se me vinieron encima. Grité y me cubrí el rostro con las manos mientras pasaban a través de mí. Y entonces todo se detuvo.

Bajé los brazos lentamente. Antes de que tuviera tiempo de recobrar lo bastante la serenidad como para preguntarme si me encontraba en el mismo hueco o en otro idéntico, un niño asomó la cabeza por la entrada, miró a su alrededor y me vio.

—Vamos —dijo—. Deprisa. No tardará mucho en encontrarnos.

La magia de los Arameri me había llevado hasta una enorme estancia del Cielo. Atontada, observé el espacio frío y desnudo que nos rodeaba mientras corríamos por él.

—La palestra… —dijo el niño, que corría por delante de mí—. A algunos de los purasangres les gusta jugar a que son guerreros. Por aquí.

Me volví y me pregunté si no habría algún modo de bloquearla para que el Señor de la Noche no pudiera seguirnos.

—No, no funcionará —dijo el muchacho al ver adónde dirigía la mirada—. Pero el propio palacio inhibe su poder en noches como ésta. Solamente puede usar sus sentidos para cazarte —«¿En lugar de qué?», pensé—. En una noche de luna llena tendrías problemas. Pero esta noche es sólo un hombre.

—Eso no era un hombre —dije. Mi voz sonó aguda y temblorosa a mis propios oídos.

—Si eso fuera cierto, no estarías corriendo por tu vida en estos momentos. —Y no lo bastante deprisa, al parecer. El muchacho me cogió la mano y tiró de mí para que corriera más. Volvió la cabeza para mirarme y pude vislumbrar un rostro anguloso y de pómulos altos que algún día sería bien parecido.

—¿Adónde me llevas? —Mi capacidad de raciocinio estaba volviendo, aunque lentamente—. ¿Con Viraine?

Dejó escapar un resoplido desdeñoso. Salimos de la palestra y volvimos a los laberínticos pasillos blancos.

—No seas tonta. Vamos a escondernos.

—Pero ese hombre… —Nahadoth. Ya recordaba dónde había oído el nombre. «Nunca lo susurres en la oscuridad —decían los cuentos para niños— si no quieres que responda.»

—Ah, conque ahora es un hombre, ¿no? Únicamente tenemos que mantenernos por delante de él y todo irá bien. —El muchacho dobló una esquina, más ágilmente que yo. Lo seguí lo mejor que pude. Sus ojos volaban por el pasillo, buscando algo—. No te preocupes. Yo hago esto todos los días.

No sonaba demasiado prudente.

«Q-quiero ir con Viraine», traté de decir con autoridad, pero además de que seguía aterrorizada, estaba sin aliento.

La respuesta del muchacho fue detenerse, pero no por mi causa.

—¡Aquí! —dijo mientras apoyaba la mano sobre una de las perlinas paredes—. ¡Atadie!

La pared se abrió.

Fue como ver las olas del mar. La superficie tornasolada se apartó de sus manos formando unas ondas regulares y detrás de ella apareció una apertura, un agujero, una puerta. Tras el muro había una cámara estrecha de forma extraña, no exactamente una habitación. Cuando terminó de abrirse lo suficiente para que pasáramos los dos, me empujó a su interior.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—El espacio intermedio del palacio. Todos esos pasillos curvos y salas redondas… Hay otro medio palacio entre ellos, que nadie utiliza… salvo yo. —Se volvió hacia mí y esbozó una sonrisa pícara—. Podemos descansar un rato.

Yo estaba empezando a recobrar el aliento. Pero con él me vino una debilidad provocada por las emociones que acababa de vivir. Las ondas de la pared se habían vuelto a cerrar tras de mí y ahora volvía a ser tan sólida como antes. Me apoyé en ella, primero cautelosamente y luego con gratitud. Entonces examiné a mi salvador.

No era mucho más bajo que yo. Tendría unos nueve años y su aspecto espigado y un poco desgarbado era el de alguien que está creciendo a toda velocidad. No era amn, no tenía la tez tan oscura como la mía ni los ojos felinos del pueblo de los tema. Los suyos eran turbios y cansados… como los míos y los de mi madre. Puede que su padre hubiera sido también un Arameri transterrado.

También estaba examinándome. Al cabo de un momento, su sonrisa se hizo aún más grande.

—Soy Sieh.

Dos sílabas.

—¿Sieh Arameri?

—Sieh a secas. —Con la blanda y carnosa elegancia de un niño, estiró los brazos por encima de la cabeza—. No pareces gran cosa.

Estaba demasiado cansada para ofenderme.

—He descubierto que resulta útil —respondí— que me subestimen.

—Sí. Ésa siempre es una buena estrategia. —Se puso serio de repente—. Acabará por encontrarnos si no seguimos moviéndonos. ¡En!

Di un respingo, sobresaltada por su grito. Pero Sieh estaba mirando hacia arriba. Un momento después, una pelota infantil de color amarillo cayó en sus manos.

Levanté la mirada, estupefacta. Un túnel de sección triangular y paredes lisas ascendía durante varios pisos. No vi ningún sitio del que pudiera haber salido la pelota. Desde luego no flotaba sobre nosotros nadie que pudiera habérsela lanzado.

Miré al muchacho, embargada por una súbita y aterradora sospecha.

Al ver mi cara, Sieh se echó a reír y dejó la pelota en el suelo. Luego se sentó sobre ella con las piernas cruzadas. La pelota permaneció perfectamente inmóvil bajo sus posaderas hasta que estuvo cómodo y entonces empezó a ascender. Se detuvo a poca distancia del suelo y permaneció allí flotando. El niño que no era un niño estiró una mano hacia mí.

—No te haré nada —dijo—. Te estoy ayudando, ¿no?

Me limité a mirarle la mano, mientras pegaba la espalda a la pared.

—Podría haber corrido en círculo, ¿sabes? Llevarte con él.

Eso era cierto. Al cabo de un momento le cogí la mano. Al sentir su apretón se disiparon mis últimas dudas. Su fuerza no era la de un niño.

—Enseguida estaremos —dijo. Y entonces, como si yo fuera un conejo que se lleva a rastras, comenzamos a ascender por el pozo.

Hay otra cosa que recuerdo de mi infancia. Una canción que decía… ¿Cómo era? Ah, sí.

«Bufón, bufón

robaste el sol para gastar una broma.

¿De verdad vas a montarte en él?

¿Dónde vas a esconderlo?

Junto a la orilla del río…»

No era nuestro sol, parece ser.

Sieh abrió dos techos y otro muro antes de dejarme al fin sobre una zona del espacio intermedio tan grande como la cámara de audiencias del abuelo Dekarta. Pero no fueron las dimensiones del lugar las que me dejaron boquiabierta.

Había más esferas flotantes en su interior, docenas de ellas. Poseían una asombrosa variedad —las había de todas las formas, tamaños y colores— y giraban lentamente mientras flotaban por el aire. No parecían más que juguetes infantiles. Pero entonces examiné una de ellas de cerca: unas nubes arremolinadas giraban en su superficie.

Sieh se acercó flotando con una expresión que era una mezcla de ansiedad y orgullo mientras yo caminaba entre sus juguetes. La esfera amarilla se había detenido cerca del centro de la sala. Las demás giraban a su alrededor.

—¿A que son bonitas? —me preguntó mientras yo contemplaba una diminuta, de mármol rojo. Una gran masa nubosa (¿una tormenta?) engulló el hemisferio más próximo a mí. Aparté los ojos de ella con cierto esfuerzo para mirar a Sieh. Saltaba sobre sus talones, impaciente por recibir una respuesta—. Es una buena colección.

«Bufón, bufón, robaste el sol para gastar una broma.» Y, al parecer, porque era bonito. Los Tres habían engendrado muchos hijos antes del fin de la guerra. Sieh era inconmensurablemente anciano, era otra de las letales armas de los Arameri, pero aun así no me veía capaz de destruir la tímida esperanza que veía en sus ojos.

—Son todas preciosas —asentí. Era cierto.

Esbozó una sonrisa radiante y volvió a cogerme de la mano, no para llevarme a ninguna parte, sólo por pura simpatía.

—Creo que a los demás les gustarás —dijo—. Incluso a Naha, una vez que se calme. Hacía mucho tiempo que no teníamos un mortal aquí para hablar.

Sus palabras eran enigmas entrelazados sin significado alguno para mí.

¿Los demás? ¿Naha? ¿Una vez que se calme?

Volvió a reírse de mí.

—Lo que más me gusta es tu cara. No demuestra demasiada emoción. ¿Es un rasgo darre o es por la educación de tu madre? Pero cuando demuestras alguna emoción, todo el mundo puede verla.

Mi madre me había dicho lo mismo hacía algún tiempo.

—Sieh… —Tenía centenares de preguntas, pero no sabía por dónde empezar. Una de las esferas, verde y sencilla, de polos blancos y brillantes, daba vueltas y vueltas. No me pareció una anomalía hasta que me di cuenta de que Sieh se ponía tenso al verla. Fue entonces cuando mis propios instintos, con retraso, me enviaron una advertencia.

Al volverme, Nahadoth estaba detrás de nosotros.

En aquel instante, mi mente y mi cuerpo quedaron paralizados, y podría haberme atrapado perfectamente. Se encontraba sólo a unos pasos. Pero no se movió ni dijo nada, así que nos quedamos allí, mirándonos. Su rostro era como la luna, pálido y un poco titilante. Discerní lo básico de sus facciones, pero ninguna de ellas se grabó en mi mente, aparte de una sensación de abrumadora belleza. Su cabello largo y negro flotaba a su alrededor como un humo negro, cuyos zarcillos se ensortijaban y movían por propia voluntad. Su capa —puede que también parte de su cabello— parecía agitada por un viento inexistente. No recordaba haber visto que la llevara antes, en la galería.

La locura aún acechaba en su rostro, pero ahora era una locura más templada, no el salvajismo animal y furibundo de antes. Otra cosa —soy incapaz de llamarla «humanidad»— vibraba por debajo.

Sieh se adelantó, pero se cuidó mucho de interponerse entre nosotros.

—¿Estás ya con nosotros, Naha?

Nahadoth no respondió. De hecho, ni siquiera parecía ver a Sieh. Los juguetes de éste, advertí con las partes de mi mente que no estaban paralizadas, enloquecían al acercarse él. Sus lentas y gráciles órbitas cambiaban: algunas se alejaban en direcciones diferentes, otras quedaban paralizadas en el sitio y algunas de ellas ganaban velocidad. Una se partió en dos y cayó rota al suelo ante mis ojos. Nahadoth dio un paso al frente y otras esferas salieron volando sin control.

Ese paso bastó para arrancarme de mi parálisis. Retrocedí trastrabillando y habría echado a correr de haber sabido cómo se abrían las paredes.

—¡No corras! —La voz de Sieh restalló sobre mí como un latigazo. Me quedé helada.

Nahadoth volvió a adelantarse hasta quedar tan cerca de mí que pude ver cómo lo recorría un minúsculo estremecimiento. Flexionó los dedos. Abrió la boca. Luchó un instante. Habló:

—P-predecible Sieh. —Tenía una voz profunda, pero sorprendentemente humana. Yo me esperaba un gruñido bestial.

Sieh se encorvó. Volvía a ser un niño malhumorado.

—No creí que nos cogieras tan pronto. —Ladeó la cabeza mientras estudiaba el rostro de Nahadoth—. Estás aquí, ¿no?

—Puedo verlo —susurró el Señor de la Noche. Sus ojos estaban clavados en mi rostro.

Para mi sorpresa, Sieh asintió como si supiera lo que significaban aquellos desvaríos.

—Yo tampoco me lo esperaba —dijo en voz baja—. Pero puede que ahora te acuerdes. A ésta la necesitamos. ¿Lo recuerdas? —Dio un paso hacia delante y buscó su mano.

No vi moverse esa mano. Estaba mirando el rostro de Nahadoth. Lo único que vi fue el destello de rabia ciega y homicida que afloró a sus facciones y, un instante después, una de sus manos atenazó la garganta de Sieh. Éste no tuvo ni tiempo de gritar antes de que lo levantara del suelo, pataleando y sin poder respirar.

Durante un instante, el asombro me impidió reaccionar.

Entonces me enfurecí.

Sentí que ardía de rabia, y también de locura, porque sólo de este modo se puede explicar lo que hice entonces. Saqué el cuchillo y grité:

—¡Déjalo en paz!

Era como si un conejo amenazara a un lobo. Pero, para mi total asombro, el Señor de la Noche me miró. No dejó a Sieh en el suelo, pero parpadeó. Y con la rapidez de aquel parpadeo, la locura lo abandonó, reemplazada por una expresión de perplejidad y creciente asombro. La mirada de un hombre que acaba de descubrir un tesoro bajo un montón de estiércol. Pero siguió asfixiando a Sieh.

—¡Suéltalo! —Me agaché y cambié de posición tal como mi abuela darre me había enseñado. Me temblaban las manos, pero no por el miedo, sino por aquella loca y violenta furia justiciera. Sieh era un niño—. ¡Ya está bien!

Nahadoth sonrió.

Salté. El cuchillo alcanzó su pecho y se hundió profundamente en él antes de alojarse en el hueso con un impacto tan brusco que me arrancó la empuñadura de la mano. Durante un instante estuve apoyada en su pecho, tratando de apartarme. Para mi asombro, era sólido, cálido, de carne y hueso a pesar del vibrante poder que contenía. Y mi asombro aumentó aún más al ver que su otra mano me atenazaba la muñeca con la fuerza de un grillete. Increíblemente veloz, a pesar del cuchillo que tenía en el corazón.

Con la fuerza de aquella mano podría haberme pulverizado la muñeca. Pero se limitó a sujetarme. Su sangre, más caliente que mi rabia, me empapó la mano. Levanté la mirada: sus ojos eran cálidos, delicados, desesperados. Humanos.

—Hace tanto que te espero… —dijo el dios con un hilo de voz. Me besó.

Y se desplomó.