La capital de mi país se llama Arrebaia. Es un lugar de piedra antigua, cuyas paredes cubiertas de enredaderas la protegen de bestias que ya no existen. Hemos olvidado cuándo se fundó, pero lleva al menos dos mil años siendo nuestra capital. La gente allí camina con lentitud y habla con suavidad, puede que por respeto a las generaciones que han hollado aquellas calles antes que ellos, o puede que porque no les guste el bullicio.
El Cielo —ahora me refiero a la ciudad— sólo tiene quinientos años. La construyeron después de que se abatiera un desastre sobre la anterior capital de los Arameri. Esto la convierte en una adolescente entre las ciudades… y una adolescente maleducada y grosera, por cierto. Mientras mi carruaje marchaba por el centro de la ciudad, los de otros pasaban a nuestro lado con gran estrépito de ruedas y cascos. Todas las aceras estaban abarrotadas de gente atareada que avanzaba a trompicones, sin hablar. Todos parecían tener prisa. El aire rebosaba de olores conocidos, como el de los caballos y el agua estancada, entre otros indefinibles, algunos de ellos acres y otros enfermizamente dulzones. No había nada verde a la vista.
¿Por dónde iba…?
Ah, sí. Los dioses.
No me refiero a los dioses que quedan en los cielos, que son leales a Itempas el Brillante. Porque también hay otros que no le son leales… Quizá no debería llamarles dioses, dado que nadie los venera ya. (¿Cómo se define «dios»?) Debe de haber un nombre mejor para lo que son. ¿Prisioneros de guerra? ¿Esclavos? ¿Cómo los llamé antes…? ¿Armas?
Armas. Sí.
Se dice que están en algún lugar del Cielo, cuatro en total, atrapados en recipientes tangibles y guardados bajo llaves, tanto físicas como mágicas. Puede que duerman en ataúdes de cristal y los despierten de vez en cuando para sacarles brillo y engrasarlos. Puede que se los enseñen a los invitados de honor.
Pero a veces, a veces, sus amos los reclaman. Y entonces se desencadenan nuevas y extrañas plagas. De cuando en cuando, la población entera de una ciudad desaparece de la noche a la mañana. En una ocasión aparecieron pozos humeantes de bordes dentados donde hasta entonces se levantaba una cordillera.
No es prudente odiar a los Arameri. Así que odiamos a sus armas, porque a las armas no les importa.
El cortesano que me acompañaba se llamaba T’vril y se presentó como el despensero del palacio. Una parte de su linaje estaba a la vista, pero aun así insistió en contarme el resto: era un mestizo como yo, mitad amn y mitad ken. Los ken son los habitantes de una isla del lejano Oriente. Son navegantes famosos. La extraña tonalidad rojiza de su cabello la había heredado de ellos.
—La amada esposa de Dekarta, la dama Ygreth, murió trágicamente joven hace más de cuarenta años —me explicó. Hablaba con viveza mientras caminábamos por los pasillos blancos del Cielo. No parecía especialmente conmovido por la triste historia de la muerta—. Kinneth sólo era una niña por aquel entonces, aunque ya resultaba evidente que al crecer se convertiría en una heredera más que capacitada, así que supongo que Dekarta no sintió la acuciante necesidad de volver a casarse. Cuando ella… eh, abandonó la familia, el señor recurrió a los hijos de su fallecido hermano. Por entonces eran cuatro. Relad y Scimina eran los más jóvenes. Gemelos. Es un rasgo familiar. Por desgracia, su hermana mayor sufrió un desgraciado accidente. O al menos ésa es la versión oficial.
Yo me limitaba a escuchar. Era una lección tan útil como sobrecogedora sobre mis nuevos parientes. Supongo que por eso T’vril había decidido contármelo. También me había informado sobre mis nuevos privilegios, obligaciones y títulos, al menos de manera sucinta. A partir de entonces me llamaría Yeine Arameri, no Yeine de Darr. Tendría nuevas tierras que gobernar y riquezas inimaginables. Se esperaba de mí que asistiera con regularidad a las sesiones del Consortium y que, cuando lo hiciese, me sentase en el palco privado de los Arameri. Tenía permiso para alojarme en el Cielo, bajo el cálido abrazo de mi familia materna, y no volvería a ver mi hogar.
Hablar de la familia dio pie a T’vril para seguir contándome la historia de la suya.
—Su hermano mayor era mi padre, muerto por su propia causa. Sentía fascinación por las mujeres jóvenes. Muy jóvenes. —Hizo una mueca, aunque me dio la sensación de que había oído la historia tantas veces que en realidad ya no le importaba—. Por desgracia para él, mi madre ya había alcanzado la edad suficiente para concebir. Dekarta lo hizo ejecutar cuando la familia de ella se opuso a la unión. —Suspiró y se encogió de hombros—. Los hombres de noble cuna podemos hacer muchas cosas, pero… vaya, hay normas. A fin de cuentas, fuimos nosotros los que establecimos una edad mínima para el consentimiento. Ignorar nuestras propias leyes habría sido una ofensa a los ojos del Padre Celestial.
Sentí deseos de preguntarle qué podía importar algo como eso cuando a Itempas el Brillante no parecía preocuparle ninguna otra de las cosas que hacían los Arameri, pero me contuve. Sus palabras ya contenían un deje de seca ironía. Sobraban los comentarios.
Con una enérgica eficiencia que habría hecho sentir celos a mi práctico abuelo, T’vril hizo que me tomaran medidas para encargarme un nuevo guardarropa, me concertó una cita con las peluqueras y me asignó unos aposentos, y todo ello en el plazo de una sola hora. Luego hicimos un rápido recorrido por la zona, en cuyo transcurso T’vril parloteó sin cesar mientras caminábamos por pasillos revestidos de mica blanca, madreperla o cualquier otro material brillante, fuera el que fuese, del que estaba hecho el palacio.
Más o menos a esas alturas dejé de escucharlo. De haberle prestado atención, probablemente habría obtenido buena información sobre los personajes más destacados en la jerarquía de palacio, las luchas de poder, los rumores más sabrosos y mil cosas más. Pero mi mente seguía presa del asombro, tratando de asimilar demasiadas novedades a la vez. Él era la menos importante de ellas, así que lo dejé fuera.
Supongo que se dio cuenta, pero no pareció importarle. Finalmente llegamos a mis nuevos aposentos. Una de las paredes estaba cubierta por ventanales del techo al suelo, desde los que se disfrutaba de una vista asombrosa de la ciudad y la campiña circundante… muy, muy abajo. Me quedé mirando el paisaje, boquiabierta, con una expresión de pasmo que habría provocado un rapapolvo de mi madre de haber seguido con vida. Estábamos tan arriba que ni siquiera alcanzaba a distinguir la gente de las calles.
T’vril dijo algo que, sencillamente, no escuché, así que lo repitió. Esa vez lo miré.
—Esto —dijo mientras señalaba la marca de su frente. La marca de la media luna.
—¿Qué pasa?
Repitió sus palabras una tercera vez, sin demostrar ni el menor rastro de la exasperación que imagino que sentía.
—Tenemos que ir a ver a Viraine para que pueda aplicaros el sello de sangre en la frente. A estas alturas ya estará libre de sus responsabilidades cortesanas. Luego podréis descansar para la velada.
—¿Por qué?
Se me quedó mirando un momento.
—¿Vuestra madre no os habló de ello?
—¿De qué?
—De los enefadeh.
—¿Cómo?
La expresión que cruzó su rostro fue una mezcla de piedad y consternación a partes iguales.
—La señora Kinneth no os preparó en absoluto, ¿verdad? —Antes de que yo tuviera tiempo de pensar en una respuesta, continuó—: Los enefadeh son la razón por la que llevamos los sellos de sangre, dama Yeine. Nadie puede pasar la noche en el Cielo sin uno. No es prudente.
Aparté mis pensamientos de lo extraño que me sonaba mi nuevo título.
—¿Por qué no es prudente, señor T’vril?
Se estremeció.
—T’vril a secas, por favor. El señor Dekarta ha decretado que recibáis una marca de purasangre. Pertenecéis al linaje central. Yo sólo soy un mestizo.
No sabía si se me había escapado algún dato importante o no me había dicho nada sobre aquello. O varios datos importantes, más bien.
—T’vril. Supongo que eres consciente de que nada de lo que dices tiene ningún sentido para mí.
—Imagino que no. —Se pasó una mano por el cabello. Era el primer indicio de incomodidad que mostraba—. Pero tardaría demasiado en explicároslo. Queda menos de una hora para la puesta de sol.
Supuse que aquélla era otra de las normas que los Arameri insistían debían respetarse, aunque no se me ocurría por qué.
—Muy bien, pero… —Fruncí el ceño—. ¿Qué pasa con mi cochero? Me está esperando en el antepatio.
—¿Esperando?
—No creía que fuese a quedarme.
T’vril movió la mandíbula para tragarse la respuesta sincera que había estado a punto de dar, fuera la que fuese. En su lugar lo que dijo fue:
—Mandaré que vayan a decirle que puede marcharse, con una pequeña bonificación por las molestias. No lo necesitaréis. Aquí tenemos criados de sobra.
Los había visto durante el recorrido: figuras silenciosas y eficientes que recorrían los pasillos del Cielo ataviadas de blanco de la cabeza a los pies. Un color muy poco práctico para gente cuyo principal cometido era limpiar, pensé, pero yo no gobernaba allí.
—Ese cochero ha recorrido el continente entero a mi lado. ¿No pueden darle una habitación para una noche? Ponedle una de esas marcas y que luego se marche por la mañana. Es una cuestión de simple cortesía.
—Sólo los Arameri pueden llevar el sello de sangre, mi señora. Es permanente.
—Sólo… —De repente lo entendí—. Pero ¿es que la servidumbre forma parte de la familia en este lugar?
La mirada que me lanzó no era de amargura, aunque quizá debería haberlo sido. A fin de cuentas, ya me había dado varios indicios: las correrías de su padre, su condición de despensero, un criado de elevada categoría, pero criado al fin y al cabo. Era tan Arameri como yo, pero sus padres nunca se habían desposado. Los estrictos adoradores de Itempas no miraban con buenos ojos a los hijos ilegítimos. Y su padre nunca había sido el favorito de Dekarta.
Como si pudiera leerme los pensamientos, T’vril dijo:
—Como dijo el señor Dekarta, dama Yeine, todos los descendientes de Shahar Arameri vivimos para servir. De un modo u otro.
Había muchas historias escondidas bajo sus palabras. ¿A cuántos parientes nuestros habían obligado a abandonar su casa y el futuro que pudieran tener en ella para acudir a aquel lugar a fregar suelos o limpiar verduras? ¿Cuántos, nacidos allí, no habían podido salir en su vida? ¿Qué les pasaba a los que intentaban escapar?
¿Me convertiría yo en uno de ellos, como T’vril?
No. T’vril no era importante, no representaba una amenaza para quienes aspiraban a heredar el poder de la familia. Yo no tendría tanta suerte.
Me tocó la mano con algo que deseé fuese compasión.
—Vamos. No está lejos.
En sus pisos superiores, el Cielo parecía tener ventanas por todas partes. Incluso, algunos de los pasillos tenían techos de vidrio transparente o cristal, aunque lo único que permitían ver era el cielo y las numerosas y redondeadas torres del palacio. El sol no se había puesto aún —su curva inferior acababa de tocar el horizonte hacía unos minutos—, pero T’vril caminaba con paso más vivo que antes. Ahora yo prestaba más atención a los criados con los que nos encontrábamos, en busca de los pequeños detalles que caracterizaban el linaje que compartíamos. Había unos cuantos: muchos pares de ojos verdes, cierta estructura de la cara (de la que yo carecía por completo, pues había heredado la de mi padre) o una tendencia al cinismo (aunque puede que esto fuese cosa de mi imaginación). Más allá de esto, eran tan dispares como T’vril y yo, aunque la mayoría de ellos parecía amn o de alguna raza senmita. Y todos llevaban la marca en la frente. Ya me había fijado antes, pero no le había prestado más atención, tomándola por una moda. Algunos, pocos, tenían formas de triángulo o diamante, pero la mayoría exhibía una simple línea negra.
No me gustaba su forma de mirarme, con ojos que parpadeaban un instante y luego se apartaban.
—Dama Yeine. —T’vril se detuvo unos pasos por delante al notar que me había retrasado. Había heredado las largas piernas de su sangre amn. Yo no y había sido un día agotador—. Os lo ruego, tenemos poco tiempo.
—De acuerdo, de acuerdo —dije, demasiado cansada para seguir molestándome en ser diplomática. Pero no reanudó la marcha y al cabo de un instante vi que se había puesto tenso y dirigía la mirada hacia el pasillo por el que debíamos continuar.
Había un hombre ante nosotros.
Lo llamo «hombre» porque en aquel momento es lo que me pareció. Se encontraba en una galería desde la que se dominaba nuestro pasillo. Se lo veía perfectamente enmarcado entre las paredes y el arco del techo. Deduje que había llegado hasta allí por un pasillo perpendicular. Su cuerpo aún miraba en aquella dirección, pero había quedado parado a mitad. Sólo su cabeza se había vuelto hacia nosotros. Por algún truco de las sombras, no podía verle la cara, pero aun así sentía el peso de sus ojos sobre mí.
Apoyó una mano en la barandilla con deliberada parsimonia.
—¿Qué sucede, Naha? —dijo una voz de mujer cuyo eco resonaba débilmente por el pasillo. Un momento después apareció su propietaria. A diferencia del hombre, pude verla con toda claridad: una espigada beldad amn, de cabello de alabastro, rasgos patricios y regia gracia. Reconocí por su melena que era la mujer que se sentaba junto a Dekarta en el Salón. Llevaba uno de esos vestidos a los que sólo una figura amn puede hacer justicia, largo, fino y ceñido al talle, de un color intenso y sanguino.
—¿Qué ves? —preguntó con la mirada clavada en mí, a pesar de que sus palabras estaban dirigidas a él. Levantó las manos y pude ver que había algo en sus dedos, una delicada cadenita de plata. La cadena descendía en el aire y luego volvía a ascender. Comprendí que estaba unida al hombre.
—Tía —dijo T’vril con un tono cauteloso que me permitió comprender al instante quién era ella. La dama Scimina, mi prima y rival por el trono—. Estáis preciosa esta tarde.
—Gracias, T’vril —respondió ella sin que sus ojos abandonaran mi rostro un instante—. ¿Y quién es ella?
Hubo una pequeñísima pausa. La expresión tensa del rostro de T’vril reveló que estaba tratando de pensar una respuesta no comprometedora. Algún rasgo de mi propia naturaleza —en mi tierra, sólo las mujeres débiles dejan que los hombres las protejan— me impulsó a dar un paso adelante e inclinar la cabeza.
—Me llamo Yeine de Darr.
Su sonrisa reveló que ya lo había deducido. No podía haber muchos darre en el palacio.
—Ah, sí. Alguien te mencionó después de la audiencia de mi tío de hoy. Eres la hija de Kinneth, ¿verdad?
—Así es. —En Darr la malicia de su dulce y falsamente educado tono me habría hecho sacar el cuchillo. Pero aquello era el Cielo, el sagrado palacio de Itempas el Brillante, señor del orden y la paz. Allí no se hacían tales cosas. Miré a T’vril para que nos presentara.
—La dama Scimina Arameri —dijo. No tragó saliva ni demostró nerviosismo alguno, aunque vi que sus ojos volaban entre mi prima y el hombre inmóvil. Esperé a que me presentara también al hombre, pero no lo hizo.
—Ah, sí —dije sin molestarme en imitar el tono de Scimina. Mi madre había intentado varias veces enseñarme a fingir amabilidad con gente por la que no sentía simpatía, pero yo era demasiado tarde para eso—. Saludos, prima.
—Si nos disculpáis… —dijo T’vril a Scimina casi en el mismo instante en que se cerró mi boca—. Estoy enseñándole el palacio a la dama Yeine…
El hombre que había junto a Scimina eligió aquel momento para volver a respirar con bocanadas temblorosas. Su cabello, largo, negro y lo bastante denso como para provocar los celos de cualquier varón darre, le cayó sobre el rostro hasta ocultárselo del todo. Su mano apretó la barandilla con más fuerza.
—Un momento, T’vril. —Scimina examinó a su acompañante con detenimiento y luego levantó la mano como para cogerle la barbilla por debajo de aquella cortina de cabello. Hubo un clic y Scimina apartó un collar de plata delicado e ingeniosamente articulado.
—Lo siento, tía —dijo T’vril, sin molestarse ya por disimular su temor. Me agarró la mano con fuerza—. Viraine nos espera y ya sabéis lo mucho que detesta…
—Espera, te digo —repuso Scimina, fría de repente—. Si no quieres que olvide lo útil que has sido hasta ahora, T’vril. Un buen criado… —Miró de soslayo al hombre del pelo negro y esbozó una sonrisa indulgente—. Cuántos buenos criados hay aquí en el Cielo… ¿No te parece, Nahadoth?
Nahadoth era su nombre, pues. Algo en él me resultaba vagamente familiar, aunque no alcanzaba a recordar dónde lo había oído antes.
—No lo hagáis —dijo T’vril—. Scimina…
—No lleva marca —respondió Scimina—. Ya conoces las normas.
—¡Esto no tiene nada que ver con las normas y lo sabéis! —dijo T’vril con cierta vehemencia. Pero ella lo ignoró.
Lo sentí entonces. Creo que lo había sentido desde que el hombre había vuelto a respirar: una trepidación en la atmósfera. Un jarrón vibró cerca de allí. No hubo ninguna causa visible para aquello, pero de algún modo lo supe: en algún lugar, en un plano invisible, una parte de la realidad estaba abriéndose. Haciendo espacio para algo nuevo.
El hombre del pelo negro levantó la cabeza y me miró. Estaba sonriendo. Al ver de pronto su cara y encontrarme con aquellos ojos llenos de locura, supe de pronto quién era. Lo que era.
—Escuchadme —dijo T’vril, la voz tensa junto a mi oído. Yo era incapaz de apartar los ojos de los de la criatura de pelo negro—. Debéis llegar hasta Viraine. Ahora sólo un purasangre puede ordenarle que se detenga y Viraine es el único que… ¡Oh, por el amor de los demonios, miradme!
Se colocó en mi campo de visión y dejé de ver aquellos ojos. Se oía un suave murmullo. Scimina, que hablaba en voz baja. Parecía estar dando instrucciones, lo que provocaba un peculiar paralelismo con T’vril, que hacía lo mismo delante de mí. Yo apenas oía a ninguno de ellos. Estaba aterida de frío.
—El estudio de Viraine está dos pisos por encima. Hay cámaras de ascenso en las intersecciones, cada tres pasillos… Buscad un hueco situado entre jarrones de flores. Sólo… tenéis que entrar en uno de ellos y pensar «arriba». La puerta estará justo delante. Mientras haya luz en el cielo tenéis una oportunidad. Vamos. ¡Corred!
Me empujó y retrocedí dando un traspiés. Tras de mí se alzó un aullido inhumano, como las voces de cien lobos, cien jaguares y cien vientos invernales, todos ellos ávidos de mi carne. Entonces se hizo un silencio más aterrador aún.
Y corrí. Corrí. Corrí.