Ya no soy como antes. Ellos me han hecho esto, me han abierto las entrañas y me han arrancado el corazón. Ya no sé quién soy. Debo tratar de recordar.
Mi pueblo cuenta historias sobre la noche en que nací. Dicen que mi madre cruzó las piernas mientras trabajaba y luchó con todas sus fuerzas para no dejarme salir al mundo. Nací de todos modos, claro. No se puede negar la naturaleza. Sin embargo, no me sorprende que lo intentara.
Mi madre era la heredera de los Arameri. Un día se celebró un baile para la pequeña nobleza, una de esas cosas que ocurren una vez por década como triste dádiva para su autoestima. Mi padre se atrevió a pedirle que bailara. Ella se dignó asentir. A menudo me he preguntado lo que le diría y lo que haría aquella noche para enamorarla de tal modo que acabara por abdicar de su posición para estar a su lado. De esta materia prima están hechos los grandes cuentos, ¿no? Puro romanticismo. En los cuentos, las parejas así viven felices para siempre. Pero los cuentos no dicen lo que sucede cuando se hace eso y se ofende a la familia más poderosa del mundo.
Pero estoy divagando. ¿Quién era yo? Ah, sí.
Me llamo Yeine. Entre mi pueblo soy Yeine dau ella Kinneth tai wer Somen kanna darre, lo que quiere decir que soy la hija de Kinneth y que mi tribu, en el seno del pueblo darre, es la de Somen. En estos tiempos, las tribus no significan gran cosa, pero antes de la Guerra de los Dioses eran más importantes.
Tengo diecinueve años. Soy, o fui, la caudillo de mi pueblo, su ennu. Para los Arameri, que es como decir para la raza de amn, de la que proceden, soy la baronesa Yeine Darr.
Transcurrido un mes desde la muerte de mi madre, recibí un mensaje de mi abuelo, Dekarta Arameri, en el que me invitaba a visitar el hogar de la familia. Las invitaciones de los Arameri no se rechazan, así que me puse en camino. Tardé casi tres meses enteros en viajar desde el continente del Alto Norte hasta Senm, cruzando el mar de la Penitencia. A pesar de la relativa pobreza de Darr, hice el trayecto con todo lujo, primero en un palanquín y un navío, y luego en un carruaje, con mi propio cochero. No fue decisión mía. El Consejo de los Guerreros de Darr, desesperado por recuperar el favor de los Arameri a través de mí, pensó que aquel os lujos me ayudarían. Es bien sabido que los amn respetan las demostraciones de riqueza.
De esta guisa llegué a mi destino en pleno solsticio de invierno. Y cuando el cochero se detuvo en una colina a las afueras de la ciudad, en teoría para abrevar a los caballos (pero más bien porque era de allí y le gustaba ver las caras de asombro que ponían los extranjeros al verlo), puse los ojos por primera vez sobre el corazón de los Cien Mil Reinos.
En el Alto Norte hay una rosa famosa. (Esto no es una digresión.) Se llama la rosa faldialta. Además de que, al abrirse, sus pétalos despiden un brillo de un blanco perlado, es frecuente que le crezca junto a la base del tallo una segunda flor, incompleta. En su forma más apreciada, la faldialta despliega una capa de grandes pétalos que cubren el suelo. Y así ambas, la cabeza, donde están las semillas y la falda, extienden su gloria por arriba y por debajo.
Lo que vi era la ciudad conocida como el Cielo. En el suelo, extendida sobre una pequeña montaña o una colina de gran tamaño, rodeada por altas mural as que defienden filas de edificios, de un blanco resplandeciente, por decreto de los Arameri. Sobre la ciudad, más pequeño pero también más brillante, oscurecidas ocasionalmente las perlas de sus ventanales por pequeñas nubes, se encontraba el palacio. También éste se llamaba el Cielo y seguramente fuese más digno del nombre. Yo sabía que la columna se encontraba allí, la columna de imposible delgadez que sustentaba la colosal estructura, pero desde tan lejos no alcanzaba a verla. El palacio flotaba sobre la ciudad, unido a ella en espíritu, ambos tan etéreos en su belleza que su contemplación quitaba el aliento.
La rosa faldialta no tiene precio, porque es muy difícil que llegue a florecer. Las variedades más famosas proceden de una fuerte endogamia. Se originó como una deformidad que algún jardinero astuto decidió aprovechar. El aroma original de la flor, dulce para nosotros, resulta al parecer repugnante para los insectos. Por consiguiente, hay que polinizar las flores a mano. La flor secundaria agota los nutrientes esenciales para la fertilidad de la planta. Las semillas son muy raras y por cada una que se convierte en una faldialta perfecta, otras diez se transforman en plantas tan horribles que deben destruirse.
Al llegar a las puertas del Cielo (el palacio) tuve que dar media vuelta, aunque no por la razón que esperaba. Mi abuelo no estaba presente, al parecer. Había dejado instrucciones para cuando llegara.
El Cielo es la casa de los Arameri. Allí nunca se hacen negocios. Esto se debe a que, oficialmente, no gobiernan el mundo. Es el Consortium de los nobles quien lo hace, con la benevolente colaboración de la Orden de Itempas. El Consortium se reúne en el Salón, un edificio monumental —de paredes blancas, claro está— que se levanta en medio de un grupo de construcciones oficiales al pie del palacio. Es un lugar impresionante y lo sería aún más si no estuviera alojado a la elegante sombra del Cielo.
Entré y me anuncié a los funcionarios del Consortium, que respondieron con una sorpresa profunda pero muy discreta. Ordenaron a uno de ellos —un ayudante de muy baja categoría, según pude deducir— que me escoltara hasta la cámara central, donde la sesión del día andaba ya muy avanzada.
Como miembro de la pequeña nobleza que era, sabía que tenía derecho a participar en las reuniones del Consortium, pero nunca me había parecido necesario hacerlo. Aparte de los gastos y los meses de viaje necesarios para llegar hasta allí, Darr era, simplemente, demasiado pequeño, demasiado pobre y demasiado insignificante para tener alguna influencia, incluso sin tener en cuenta la afrenta cometida por mi madre.
Por lo general, la gente considera al Alto Norte un lugar atrasado y sólo sus estados más grandes tienen el prestigio o el dinero suficientes para que su voz se oiga entre nuestros nobles pares. De modo que no me sorprendió descubrir que el asiento que me estaba reservado en el seno del Consortium —en una zona apartada, detrás de un pilar— lo ocupaba en aquel momento un delegado adicional de una de las naciones del continente de Senm. Sería una terrible descortesía, balbució el joven ayudante con nerviosismo, desalojar de allí a aquel hombre, que, además de su avanzada edad, sufría de las rodillas. ¿No me importaría permanecer en pie? Y como venía de pasar largas horas encajonada en el interior de un carruaje, accedí con sumo gusto.
Así que el ayudante me acompañó a un lado de la cámara del Consortium, desde donde se disfrutaba de una buena vista de las sesiones. La cámara estaba magníficamente decorada, con mármol blanco y maderas ricas y oscuras que imagino habrían salido de los bosques de Darr en tiempos mejores. Los nobles —unos trescientos en total— ocupaban cómodas sillas en el suelo de la cámara o en bancadas que se elevaban por encima de él. Los ayudantes, pajes y escribas, listos para ir en busca de documentos o realizar los recados que se les solicitaran, aguardaban en la periferia, donde estaba yo. A la cabeza de la cámara, el supervisor del Consortium presidía sobre un elaborado podio, desde donde señalaba a los miembros cuando expresaban su deseo de tomar la palabra. Al parecer, en aquel momento se estaban discutiendo los derechos relativos al agua en un desierto situado en alguna parte. El asunto implicaba a cinco países. Ninguno de los participantes en la conversación hablaba fuera de turno. Nadie perdía los estribos. No había comentarios venenosos ni insultos velados. Todo resultaba muy ordenado y diplomático, a pesar del tamaño de la congregación y del hecho de que la mayoría de los presentes estaban acostumbrados a hablar entre los suyos cuando les placía.
Una de las razones para este comportamiento tan extraordinariamente cortés residía en un plinto situado detrás del podio del supervisor: la estatua a tamaño natural del Padre Celestial, en una de sus manifestaciones más conocidas: La apelación a la razón de los mortales. No era fácil hablar fuera de lugar bajo aquel a mirada severa. Pero más represiva aún, sospecho, era la mirada también severa del hombre que se sentaba detrás del supervisor en un palco elevado. Desde mi posición no alcanzaba a verle bien, pero era de avanzada edad, lucía ricas vestiduras y estaba flanqueado por un joven de cabellos rubios, una mujer de pelo negro y un puñado de partidarios.
No era muy difícil deducir su identidad, a pesar de que no llevaba corona, no lo acompañaba guardia alguna que pudiera verse y ni él ni ninguno de los miembros de su séquito tomaron la palabra durante toda la sesión.
—Hola, abuelo —murmuré para mí y le sonreí desde el otro lado de la sala a pesar de que sabía que no podía verme. Los pajes y escribas me miraron de manera extraña durante el resto de la tarde.
Me arrodillé ante mi abuelo con la cabeza inclinada y rodeada por risas sofocadas.
No, espera.
Hubo tres dioses una vez.
Sólo tres. Ahora hay docenas, puede que centenares. Se reproducen como los conejos. Pero antes había sólo tres, los más poderosos y gloriosos de todos: el dios del día, el dios de la noche y la diosa del crepúsculo y el alba. O de la luz, la oscuridad y las sombras intermedias. O del orden, el caos y el equilibrio. Nada de esto importa porque uno de ellos murió, el otro quedó reducido a un estado de muerte en vida y el tercero es el único que todavía importa.
Los Arameri extraen su poder del dios que aún vive. Lo llaman el Padre Celestial, Itempas el Brillante, y los antepasados de mi familia eran sus sacerdotes más devotos. Los recompensó entregándoles un arma tan poderosa que ningún ejército podía oponérseles. Utilizaron esta arma —o armas, más bien— para convertirse en los amos del mundo.
Eso está mejor. Ahora sí.
Me arrodillé ante mi abuelo con la cabeza inclinada, y con el cuchillo en el suelo.
Estábamos en el Cielo, adonde habíamos llegado tras la sesión del Consortium gracias a la magia de la Puerta Vertical. Inmediatamente después de mi llegada me convocaron a la sala de audiencias de mi abuelo, muy parecida a una sala del trono. Su forma era aproximadamente circular, porque el círculo es la forma sagrada para Itempas. El techo abovedado hacía parecer más altos a los miembros de la corte. Y no era necesario, porque los amn son un pueblo de gente espigada, comparada con los míos. Altos, pálidos y siempre hieráticos, como representaciones escultóricas de seres humanos y no criaturas de carne y hueso.
—Ilustrísimo señor de los Arameri —dije—. Es un honor estar en vuestra presencia.
Había oído unas risillas al entrar en la estancia. En aquel momento volvieron a sonar, amortiguadas por el ruido de manos, pañuelos y abanicos. Me recordaron a una bandada de aves posada en las copas de los árboles.
Sentado frente a mí se encontraba Dekarta Arameri, rey sin corona del mundo. Era viejo. Puede que el hombre más viejo que jamás hubiese visto, aunque como, por lo general, los amn viven más que mi pueblo, puede que esto no fuese demasiado sorprendente. Su fino cabello había encanecido por completo y estaba tan encorvado y demacrado que la silla de piedra elevada en la que se sentaba —silla que nadie llamaba nunca «trono»— parecía tragárselo.
—Nieta —dijo él, y todas las risillas cesaron al punto. Se hizo un silencio tan pesado que parecía que se pudiera sostener con las manos. El que había hablado era el jefe de la familia Arameri y su palabra era ley. Nadie esperaba que me reconociera como pariente, y yo la que menos.
—Levántate —dijo—. Deja que te eche un vistazo.
Mientras lo hacía, recogí mi cuchillo, dado que nadie se lo había llevado. El silencio se prolongó. No soy muy interesante de ver. Puede que lo fuese si hubiera recibido los rasgos de mis dos pueblos en una combinación más atractiva: la altura de los amn con las curvas de los darre, quizá, o una densa y lisa cabellera darre con el color pálido de los amn. Mis ojos sí son amn: de color verde desleído, más inquietantes que hermosos. Por lo demás, soy menuda y vulgar, con una tez del color de la madera del bosque, y un cabello que es una maraña. Como no tengo otro modo de domarlo, lo llevo corto. A veces me confunden con un muchacho.
Al prolongarse el silencio, vi que Dekarta fruncía el ceño. En aquel momento reparé en una especie de marca extraña que llevaba en la frente: un círculo negro y perfecto, como si alguien hubiera sumergido en tinta una moneda y la hubiera presionado contra su carne. El círculo tenía un cabrio a cada lado.
—No te pareces nada a ella —dijo al fin—. Pero supongo que tampoco importa. ¿Viraine?
Esta última pregunta estaba dirigida a un hombre que se encontraba entre los cortesanos más próximos al trono. Por un instante pensé que se trataba de otro anciano, pero entonces vi que me equivocaba: aunque su cabello era de un blanco casi cegador, no debía de superar las cuatro décadas. También él llevaba una marca negra, aunque menos elaborada que la de Dekarta: en su caso sólo estaba el círculo negro.
—No es un completo desastre —dijo el aludido mientras cruzaba los brazos—. No se puede hacer nada con su apariencia. Dudo que hasta el maquillaje sirva de algo. Pero si se la viste de manera civilizada, podrá al menos transmitir… nobleza. —Entornó la mirada y sentí que me diseccionaba pieza a pieza. Mi mejor vestido darre, un largo chaleco de piel de civeta y unas polainas hasta los muslos, provocó un suspiro suyo como respuesta (ya me había fijado en que llamaba la atención al entrar en el Salón, pero no me había dado cuenta de que la cosa fuera tan mala). Estudió mi rostro durante tanto tiempo que comencé a preguntarme si debía enseñar los dientes.
Pero fue él quien lo hizo, con una sonrisa.
—Su madre la ha instruido. Fijaos en que no muestra temor ni resentimiento, ni siquiera ahora.
—Nos servirá, entonces —dijo Dekarta.
—¿Para qué, abuelo? —pregunté. La tensión de la sala se hizo aún más densa, expectante, a pesar de que él me había llamado «nieta» antes. Había corrido cierto riesgo al atreverme a utilizar con él la misma familiaridad. A veces los hombres poderosos se muestran susceptibles con cosas extrañas. Pero mi madre, en efecto, me había instruido bien, y sabía que merecía la pena arriesgarme para afianzar mi posición a los ojos de la corte.
El rostro de Dekarta Arameri no varió un ápice. Era imposible de interpretar para mí.
—Como heredera mía. Voy a nombrarte hoy mismo.
El silencio se hizo tan duro como la piedra de la silla de mi abuelo.
Pensé que podía estar bromeando, pero nadie se rió. Eso fue lo que terminó de convencerme: las expresiones de completo asombro y horror que afloraban a los rostros de los cortesanos mientras miraban a su señor. Salvo el que se llamaba Viraine. Éste me observaba a mí.
Pensé que se esperaba alguna respuesta de mí.
—Ya tenéis herederos —dije.
—No es tan diplomática como debería —comentó Viraine en tono seco.
Dekarta ignoró el comentario.
—Es cierto, hay otros dos candidatos —me dijo—. Mis sobrinos, Scimina y Relad. Tus primos segundos.
Había oído hablar de ellos, claro. Como todo el mundo. Siempre estaba corriendo el rumor de que uno de ellos sería el heredero, aunque nadie sabía con certeza cuál. Que fueran los dos era una posibilidad que no se me había ocurrido.
—Si me permitís un comentario, abuelo —dije con todo el cuidado posible, a pesar de que era imposible tener cuidado en aquella conversación—, contándome a mí, ya habría dos herederos de sobra.
Eran los ojos los que hacían parecer tan viejo a Dekarta, comprendería mucho más tarde. No sé de qué color habían sido originalmente. La edad los había desteñido y recubierto con una película que los hacía parecer casi blancos. Había varias vidas en aquellos ojos y ninguna de ellas feliz.
—Es cierto —dijo—. Es decir, el número justo para una competición interesante, creo.
—No lo entiendo, abuelo.
Levantó la mano en un gesto que, en su día, habría sido elegante. Pero ahora su mano estaba aquejada de fuertes temblores.
—Es muy sencillo. He nombrado tres herederos. Uno de vosotros será el que me suceda. Los otros dos, sin duda, se matarán entre sí o caerán a manos del vencedor. En cuanto a la identidad del que viva y de los que mueran… —Se encogió de hombros—. Os toca a vosotros decidirlo.
Mi madre me había enseñado que nunca debía mostrar temor, pero las emociones no se dejan acallar con tanta facilidad. Comencé a sudar. Sólo había sido el objetivo de un asesino una vez en mi vida. Ventajas de ser la heredera de un país diminuto y pobre. Nadie quería mi puesto. Pero allí habría otros dos que sí lo querrían. La riqueza del señor Relad y de la señora Scimina excedía mis sueños más absurdos. Se habían pasado la vida entera luchando entre sí con el objetivo de gobernar el mundo. Y de pronto aparecía yo, una desconocida, sin recursos ni apenas amigos, para unirme a la guerra.
—No habrá decisión —dije. Y me enorgullece decir que no me tembló la voz al hacerlo—. Ni competición. Me matarán enseguida y luego reanudarán su enfrentamiento.
—Es posible —dijo mi abuelo.
No se me ocurría nada que decir para salvarme. Estaba loco, era evidente. ¿Por qué otra razón iba a convertir el gobierno del mundo en el premio de una competición? Si perdía la vida al día siguiente, Relad y Scimina destrozarían el mundo en mil pedazos. La matanza no terminaría en décadas. Y, desde su punto de vista, yo podía ser perfectamente una idiota. Si por alguna jugada imposible del destino lograba apoderarme del trono, cabía la posibilidad de que arrojara a los Cien Mil Reinos a una espiral de decisiones equivocadas y sufrimiento. El anciano tenía que saberlo.
No se puede discutir con la locura. Pero a veces, con un poco de suerte y con la bendición del Padre Celestial, se puede llegar a entenderla.
—¿Por qué?
Asintió como si hubiera estado esperando mi pregunta.
—Tu madre me privó de un heredero al abandonar nuestra familia. Así pagará su deuda.
—Lleva cuatro meses en la tumba —repliqué—. ¿De verdad queréis vengaros de una muerta?
—Esto no tiene nada que ver con la venganza, nieta. Es una cuestión de deber. —Hizo un gesto con la mano izquierda y otro cortesano se apartó de la multitud. A diferencia del primero, y de la mayoría de los cortesanos cuyos rostros alcanzaba a ver, la marca del rostro de éste era una media luna dirigida hacia abajo, como un exagerado ceño. Al arrodillarse frente al estrado donde descansaba la silla de Dekarta, su trenza rojiza, que llevaba hasta la cintura, cayó por encima de su hombro hasta hacerse un ovillo en el suelo.
—No espero que tu madre te enseñara tu deber —dijo Dekarta desde detrás del recién llegado—. Ella renunció al suyo para casarse con ese salvaje de lengua de seda. Yo lo permití, en una muestra de indulgencia que he lamentado muchas veces. Así que aplacaré esos remordimientos trayéndote de nuevo al rebaño, nieta. Que vivas o mueras es irrelevante. Eres una Arameri y, como el resto de nosotros, vives para servir.
Hizo un gesto al hombre del cabello rojo.
—Prepárala lo mejor que puedas.
Eso fue todo. El pelirrojo se levantó, se me acercó y murmuró que debía seguirle. Así terminó mi primer encuentro con mi abuelo y comenzó mi primer día como Arameri. Los que siguieron aún fueron peores.