Vida y obras

Platón era un conocido luchador, que debe el nombre por el que todavía hoy le conocemos a su apodo en el cuadrilátero. Platón quiere decir ancho o plano; seguramente la primera acepción es la correcta, y se refería a sus espaldas, aunque otros insisten en que el apodo se debe a su frente, presumiblemente ancha. Al nacer, en el 428 a.C., se le dio el nombre de Aristocles. Platón nació en Atenas, o quizá en la isla de Egina, a sólo dieciocho kilómetros de Atenas, en el golfo Sarónico, en el seno de una de las grandes familias patricias de Atenas; su padre, Ariston, descendía de Codro, el último rey de Atenas, y su madre procedía de Solón, el gran legislador ateniense.

Como a menudo sucede con los miembros de familias de raigambre política, las primeras ambiciones de Platón se dirigían hacia otros campos; por dos veces ganó el premio de lucha en los Juegos Ístmicos, pero parece que nunca llegó a competir en los Juegos Olímpicos, en Olimpia, así que decidió entonces probar fortuna como poeta trágico, sin que consiguiera impresionar a los jueces en ninguno de los grandes festivales. Ya que había fracasado en sus intentos de ganar una medalla de oro olímpica y en los de convertirse en estrella de la literatura, Platón se resignó a ser un simple hombre de Estado; pero antes, como último escarceo, quiso saber qué era eso de la filosofía y se fue a escuchar a Sócrates.

Fue amor a primera vista. Durante los nueve años siguientes, Platón se sentó a los pies de su maestro, absorbiendo todo lo que podía de sus ideas; los combativos métodos de enseñanza propios de Sócrates le hicieron ver toda su potencia intelectual, a la vez que reparaba en las muchas posibilidades que quedaban abiertas. A pesar de haber encontrado ya su auténtico métier [profesión], Platón se sentía aún tentado por la política, pero, afortunadamente, la conducta de los políticos atenienses le disuadió de esta aberración. La guerra del Peloponeso terminada, los Treinta Tiranos —dos de cuyos líderes, Critias y Carmides, eran parientes cercanos de Platón— impusieron un régimen de terror que habría resultado inspirador para Stalin o Maquiavelo, pero que no impresionó gratamente a Platón. Entonces, tomaron el poder los demócratas, quienes, dos años después, sentenciaron a muerte al amado maestro de Platón, acusado falsamente de impiedad y de corromper a la juventud. La democracia quedaba ahora, a los ojos de Platón, tan mancillada como la tiranía.

La proximidad a Sócrates colocaba a Platón en una situación peligrosa que le obligó, por su bien, a alejarse de Atenas. Así empezaron sus wanderjahre [correrías], que habrían de durar los doce años siguientes. Después de haber aprendido todo lo que pudo a los pies de su maestro, ahora aprendería del mundo; pero el mundo no era muy vasto por entonces, de modo que Platón se alejó sólo unos treinta kilómetros, a la vecina Megara, donde pasó el primer periodo de su exilio estudiando con su amigo Euclides. (Éste no era el célebre geómetra, sino un discípulo de Sócrates, famoso por la sutileza de sus argumentos lógicos; amaba tanto a Sócrates que atravesó territorio enemigo ateniense disfrazado de mujer, sólo para asistir a la muerte de su maestro, reivindicando así la anterior crítica de éste de que sus métodos sutiles en lógica no eran los propios de un hombre).

Platón se quedó en Megara con Euclides durante tres años, para después viajar a Cirene, en el norte de África, con el fin de estudiar matemáticas con Teodoro; parece ser que después viajó por Egipto y que, según algunos, visitó a ciertos magos en Levante y llegó por el Este hasta las riberas del Ganges, pero esto no parece muy probable. Sí sabemos a ciencia cierta que Platón arribó a Sicilia después de una década de viajes y visitó el cráter del Etna. La visita al Etna era una gran atracción turística de la época, no sólo como fenómeno geográfico, sino porque muchos creían que así eran los infiernos y una visita allí proporcionaba un vislumbre de nuestras futuras condiciones de vida; para Platón tenía, además, el atractivo de su asociación con Empédocles, filósofo y poeta del siglo V; Empédocles estuvo dotado de poderes intelectuales tan prodigiosos que llegó a convencerse de que era un dios y, para probarlo, se lanzó a la lava hirviente del Etna; es de suponer que, en tiempos de la visita de Platón, el hecho de que siguiera sin reaparecer ya habría sembrado algunas dudas sobre su pretendida divinidad.

Más importantes para Platón debieron ser los contactos que hizo con los seguidores de Pitágoras, que habían florecido en las colonias griegas de Sicilia y del sur de Italia. El descubrimiento hecho por Pitágoras de la relación entre los números y la armonía musical le habían llevado a creer que los números eran la clave para la comprensión del universo; todo podía explicarse en términos de números, que existían en un reino abstracto más allá del mundo cotidiano. Esta teoría ejerció un profundo efecto en Platón y le llevó a su creencia de que la realidad última era abstracta; lo que había comenzado como números se convirtió en formas o ideas puras en la filosofía de Platón.

La característica central en la filosofía de Platón es su Teoría de las Ideas, o de las Formas, que prosiguió desarrollando durante toda su vida, con lo cual ha llegado hasta nosotros en diferentes versiones, dando así a los filósofos ocasión para discutir durante siglos. (Toda teoría filosófica que se precie y aspire a durar mucho tiempo debe dejar espacio a extensas discusiones sobre su interpretación).

La mejor explicación de la Teoría de las Ideas de Platón es la suya propia (lo que no es siempre el caso, ni en filosofía ni en otras materias). Por desgracia, Platón hizo su explicación recurriendo a una imagen, colocándola así más en el dominio de la literatura que en el de la filosofía.

Dicho brevemente, Platón afirma que la mayoría de los humanos vivimos como en una cueva oscura, encadenados, de cara a un muro blanco y con un fuego a nuestras espaldas; todo lo que vemos son sombras temblorosas moviéndose en el muro y tomamos esto por la realidad, pero podemos aspirar a ver la verdadera luz de la realidad sólo cuando aprendamos a abandonar el muro y sus sombras y escapemos de la cueva.

Dicho en términos más propiamente filosóficos, Platón pensaba que todo lo que percibimos a nuestro alrededor en la experiencia cotidiana —zapatos, barcos, lacre, repollos, reyes— son meramente apariencias; la verdadera realidad está en el reino de las ideas, o formas, del cual proceden las apariencias. Así, un caballo negro particular deriva su apariencia de la forma universal caballo y de la idea de negrura. El mundo físico que percibimos está en continuo estado de cambio, mientras que, por el contrario, el reino universal de las ideas, que es percibido por la mente, es inalterable y eterno. Cada forma —tales como las de redondez, hombre, color, belleza, etc.— es como un modelo para los objetos particulares del mundo, mientras que estos objetos particulares son copias imperfectas, siempre cambiantes, de las ideas universales. Podemos refinar nuestras nociones de las ideas universales, empezar a aprehenderlas mejor, por el uso racional de la mente. Así nos acercamos a la realidad luminosa, que está más allá de la cueva oscura de nuestra vida diaria.

En el reino de las ideas universales hay una jerarquía, que lleva desde las formas menores a través de ideas abstractas cada vez más sutiles hasta la más alta de ellas, que es la idea del bien. Si aprendemos a dejar de lado el mundo de lo particular, siempre cambiante, y nos concentramos en la realidad intemporal de las ideas, nuestro entendimiento se elevará por la jerarquía de las ideas hasta la última y mística aprehensión de las ideas de Belleza y Verdad, para llegar por fin a la idea de Bondad.

Todo esto nos conduce a la ética de Platón. En el mundo de lo particular, lo más que podemos percibir es la apariencia del bien, de modo que solamente con la ayuda de la razón podemos lograr una visión de la idea universal del bien. Con esto Platón aboga por una moral de ilustración espiritual más que por reglas de conducta particulares; de aquí que se le haya achacado a la Teoría de las Ideas su falta de espíritu práctico y que, tomado Platón al pie de la letra, lo que describe es simplemente una idea del mundo, no el mundo. Otros interpretan que el mundo de las ideas de Platón existe sólo en la mente y no guarda relación con el mundo del que se derivan esas ideas. Por otra parte, la naturaleza esencialmente transcendental de la filosofía de Platón hizo que gran parte de su pensamiento fuera más tarde aceptado por el cristianismo.

Durante su estancia en Sicilia Platón se hizo amigo de Dión, cuñado de Dionisio, el tirano de Siracusa. Dión procuró un encuentro entre ambos, quizá con la esperanza de conseguirle un empleo de filósofo oficial de la corte, pero Platón, a pesar de sus viajes por el mundo, conservó su carácter de aristócrata ateniense, no particularmente entusiasta con los modos provincianos de Siracusa. Dionisio era un general y un tirano, henchido además de pretensiones literarias y que creía valer dos veces lo que el mejor de sus contemporáneos; como si quisiera confirmar esto, se casó con dos mujeres, Doris y Aristómaca, el mismo día, y pasó con ambas la noche de bodas; Plutarco dice que, después, recibía en su cama a Doris los días impares del mes y a Aristómaca los días pares. Parece ser que Dionisio fue un hombre de apetitos voraces en todos los campos; una vez, dio un banquete que duró noventa días.

Cuando Platón entra en escena, la vida en Siracusa se había calmado un tanto; la descripción de Platón la muestra agradable, si bien «no encontré ningún placer en los gustos de esta sociedad devota de la cocina italiana, cuya felicidad consistía en atiborrarse dos veces al día y en no dormir nunca solo»; esto era demasiado para Platón, cuya rigidez puntillosa de aristócrata ateniense terminó por crispar los nervios de Dionisio.

Dionisio había comenzado su vida como empleado de la administración civil, pero se hizo notar enseguida por sus excepcionales dotes poéticas, de modo que ascendió en la jerarquía del ejército, a la vez que iba soltando unas tragedias en verso de inigualable mérito (o así al menos aseguraban de buen grado sus oficiales subordinados). Después de hacerse con el mando, Dionisio transformó Siracusa, por una serie de conquistas brutales, en la ciudad griega más poderosa al oeste de Grecia, de tal manera que los atenienses, en aras de unas buenas relaciones diplomáticas, no dudaron en premiar su inmortal drama El rapto de Héctor en el Festival de Lenaen.

Dionisio no era hombre que se dejara intimidar por ningún advenedizo snob venido a su corte a mendigar un empleo. Las chispas saltaron tan pronto como Platón y él empezaron a hablar de filosofía; una vez que Platón quiso hacerle ver un fallo en su razonamiento, Dionisio exclamó, disgustado, «hablas como un loco senil».

«Y tú hablas como un tirano», replicó Platón.

Con lo cual Dionisio decidió respetar las palabras de Platón y mandó que lo encadenaran, lo metieran en un barco espartano con destino a Egina y dio instrucciones al capitán para que lo vendiera como esclavo. «No te preocupes, es todo un filósofo, no le importará», observó Dionisio.

Algunas fuentes han sostenido que la vida de Platón estuvo entonces en peligro, pero el hecho de que fuera enviado a Egina sugiere algo diferente, además de la posibilidad de que esta isla hubiera sido su lugar de nacimiento, y no Atenas. Devolver a Platón como esclavo a su ciudad natal era la clase de humillación que divertiría a Dionisio pero, además, podía tener casi la certeza de que algún amigo influyente le reconocería y compraría, evitando así serias repercusiones diplomáticas con Atenas (y, con ello, una mala predisposición de los jueces en el siguiente reparto de premios literarios).

El plan de Dionisio se cumplió tal y como lo había ideado. Platón recibió un buen susto con la amenaza de tener que trabajar para vivir, algo que puede helar el corazón de cualquier filósofo, y no tardó mucho en ser descubierto en el mercado de esclavos por su rico y viejo amigo Anniceris el Cirenaico, que lo compró por el barato precio de veinte minas. Anniceris se puso tan contento con su filósofo de rebajas, que le envió a Atenas con dinero suficiente para montar una escuela.

El año 386 a.C. compró Platón un terreno en la Arboleda de Academo, kilómetro y medio, más o menos, al noroeste de Atenas, pasada la Puerta Eriai de las antiguas murallas de la ciudad. Era un parque con plátanos que daban sombra a algunas estatuas y templos y allí, entre frescos caminos y arroyos cantarines, abrió Platón la Academia, reuniendo alrededor de sí un grupo de seguidores, entre los que se contaban algunas mujeres, una de las cuales, Axiotea, vestía como un hombre; ésta es la escuela conocida (y reconocible) como la primera universidad.

La Arboleda de Academo donde Platón fundó la Academia (y de donde la escuela tomó su nombre) era así llamada debido a que allí había residido antiguamente Hecademo, un oscuro héroe semidivino de la mitología ática. Parece ser que la principal hazaña de Hecademo fue plantar allí doce olivos, retoños del olivo sagrado de Atenea en la Acrópolis. De resultas de esta elección de Platón, Hecademo es recordado hasta el día de hoy a todo lo ancho del mundo civilizado, y nuestra versión de su nombre adorna desde escuelas de secretariado hasta cines, pasando por un equipo escocés de fútbol o los premios anuales, por oscuras hazañas, a figuras igualmente semidivinas.

Hoy, la Arboleda de Academo es una larga extensión desordenada de terrenos baldíos al noroeste de Atenas, donde los suburbios comienzan a deshilacharse en los bordes. Bajo los árboles, al lado del depósito de autobuses, yacen dispersas viejas y extrañas piedras, aquí y allá montones de desechos domésticos y bancos con graffiti como «Death Metal» [Metal de Muerte], «Motorbreadth» [Aliento de Motor]. El lugar donde estuvo la Academia de Platón y la casa donde él vivió están, casi con certeza, perdidos para siempre, pero, sorprendentemente, la casa de Hecademo está todavía allí; debajo del techo de hojalata protector de los arqueólogos se pueden ver las cimentaciones de barro cocido y restos de paredes de adobe, que ya tenían 2.000 años cuando Platón se instaló.

A un lado de estos terrenos baldíos hay un campamento moderno en condiciones comparables a las del hogar prehistórico de Hecademo, sólo que 4.000 años más tarde. Entre chabolas con paredes de cartón y charcos de agua estancada, niños inmigrantes con la cabeza rapada juegan bajo una luz abrasadora, aureolados de moscas, mientras que sus madres, pañuelo en la cabeza y con las piernas arqueadas, se sientan entre la basura para amamantar unos niños desnudos y de piel oscura.

«¿Qué es la Justicia?» pregunta Platón en su obra más conocida, La República. En este diálogo, Sócrates y un reparto de personajes se reúnen para cenar en la mansión de un magnate jubilado. Para cuando Sócrates entra en la conversación ya han acordado todos que no tiene sentido tratar de definir la justicia sino dentro del contexto más amplio de sociedad; Sócrates se dispone a describir su idea de una sociedad justa.

Se supone que los primeros diálogos escritos por Platón, pero con Sócrates en el papel estelar, contienen las ideas de Sócrates, mientras que en los diálogos medios y más tardíos estas ideas sufren una especie de transformación, de modo que las ideas expuestas por Sócrates son las propias de Platón. La República es el más bello entre los diálogos del periodo medio; en el curso de sus prescripciones para una sociedad justa, Platón expone sus ideas sobre tópicos tan varios como la libertad de palabra, el feminismo, el control de la natalidad, propiedad pública y privada y muchos más; precisamente el género de asunto que uno trataría de evitar a toda costa en una cena agradable, aunque pronto descubrimos que no va a resultar una velada precisamente agradable y que la sociedad allí propuesta tampoco es muy placentera. Las opiniones de Platón sobre los tópicos mencionados son opuestas a las mantenidas hoy por todo el que no sea un fanático o un chiflado.

En la república ideal de Platón no habría propiedad ni matrimonio, salvo para los órdenes inferiores, los únicos adecuados para tales menesteres. Se separaría los niños de sus madres y se les educaría en comunidad, de manera que el Estado sería como sus padres y todos los contemporáneos serían sus hermanos y hermanas. Estos bastardos por obligación serían educados en la gimnasia y en la música edificante (nada de música jónica o lidia, sólo marchas militares, para instilarles valor y amor a la patria).

Todo esto hace que uno se pregunte cómo sería la infancia de Platón y, como era de esperar, Diógenes Laercio nos informa de que el padre de Platón «hacía el amor violentamente» a su madre y que nunca «consiguió ganarla para sí»; aunque lo más seguro es que Platón fuera hijo legítimo, parece ser que su madre tomó pronto un segundo marido y que Platón fue criado en varios hogares, de modo que no es sorprendente que no tuviera apego a la vida en familia.

Pero volvamos a la Utopía según Platón. A la edad de veinte años, la escoria que no había mostrado el suficiente aprecio por los ejercicios físicos y la música de banda se vería eliminada y enviada a realizar trabajos serviles tales como los de la agricultura o los negocios, con el objeto de alimentar a la comunidad. Mientras, los mejores estudiantes seguirían con el estudio de la aritmética, la geometría y la astronomía durante diez años más. Enloquecidos por las matemáticas, la siguiente tanda de fracasados sería despachada hacia el ejército. Ahora sólo quedaba la crème de la crème, a quienes por cinco años más, hasta la edad de treinta y cinco, se les permitiría el gran honor de estudiar filosofía; durante los quince últimos años se ocuparían del estudio práctico del gobierno, inmersos en los modos del mundo. A los cincuenta años se les consideraba aptos para gobernar.

Estos filósofos-gobernantes vivirían juntos en barracas comunales, donde no tendrían posesiones privadas y donde podrían dormir con quien quisieran. Habría completa igualdad entre hombres y mujeres, aunque en otro diálogo a Platón se le escapa decir que «si el alma no vive justamente en un hombre durante el tiempo que le es asignado, pasa al cuerpo de una mujer». Al vivir en comunidad y al no tener intereses personales, esta élite sería insobornable y su única ambición sería la de asegurar la justicia en el Estado. De entre esta élite se escogería el jefe del Estado, el filósofo-rey.

Todo esto era una receta segura para el desastre, incluso para una pequeña ciudad-estado («a quince kilómetros del mar»), donde esta experiencia habría de tener lugar. Sería, en el mejor de los casos, un aburrimiento entontecedor, una vez expulsados todos los poetas, dramaturgos e intérpretes del tipo equivocado de música y hasta los abogados, de modo que ni siquiera podrías querellarte; y en el peor, una pesadilla totalitaria que generaría con rapidez los desagradables métodos habitualmente necesarios para mantener un régimen tan impopular.

Visto desde una perspectiva posterior, es fácil encontrar fallos en esta severa fantasía infantil; la misma descripción de Platón le enreda en contradicciones. Se excluía a los poetas, pero el propio Platón recurre a soberbias imágenes poéticas en el desarrollo de sus argumentos; quedaban prohibidos el culto a los dioses, la religión y la mitología, pero Platón incluye varios mitos en su obra y los «filósofos-gobernantes» guardan un parecido extraordinario con una casta sacerdotal; introduce un Dios ideal propio, implacable, que debe ser obedecido, aunque no se pueda probar su existencia.

En realidad, la visión platónica de la república ideal es un producto de su época. Atenas acababa de ser derrotada por Esparta en la Guerra del Peloponeso; ni la tiranía ni la democracia habían funcionado y había una urgente necesidad de algún tipo de gobierno que proporcionara orden. (De hecho, algunos comentaristas apuntan que cuando Platón habla de justicia se refiere más bien a algo similar a orden). Parecía que la respuesta vendría de una sociedad estrictamente controlada, como la que prevalecía en Esparta, pero ésta, muy diferente de Atenas, era una sociedad de mente estrecha, atrasada en su economía y que, para sobrevivir, había dado origen a una casta de gamberros estúpidos, dispuestos a obedecer cualquier orden y a luchar hasta la muerte; el objetivo de esta casta era sembrar el terror entre las capas inferiores, cada vez más rebeldes, e intimidar a sus vecinos, cada vez más cultivados y poderosos económicamente. Platón, o bien ignoraba esto o no quería tomarlo en consideración.

Ampliando la creencia ingenua de Sócrates de que «los buenos son felices», Platón pensaba que «sólo los injustos son infelices». Por tanto, todo irá muy bien en una sociedad justa. Pero todo lo que se le ocurrió fue un esquema propio de un serio intelectual de ideas sublimes, encerrado en la Arboleda de Academo. No podía funcionar.

Sin embargo, lo sorprendente es que el esquema, o algo parecido, sí funcionó, durante más de un milenio, en la sociedad medieval que, con sus estamentos inferiores, sus castas militares y su poderosa clase sacerdotal, guardaba una notable semejanza con la república de Platón y, en tiempos más recientes, en el comunismo y el fascismo, que también adoptaron muchos de sus rasgos esenciales.

Platón continuó enseñando en su Academia durante varios años, asentándola como la mejor escuela de Atenas, cuando, el año 367 a.C., recibió noticias de su amigo Dión informándole de que Dionisio, el tirano de Siracusa, había muerto y le había sucedido su hijo Dionisio el Joven.

Dionisio el Joven había permanecido encerrado por su padre largos años, con la idea de frustrarle cualquier ambición que pudiera albergar sobre una sucesión antes de tiempo; encarcelado en el palacio real, Dionisio el Joven pasó sus días laboriosamente, serrando maderas con las que construía mesas y sillas.

Dión pensó que ésta era la oportunidad perfecta para Platón; por fin contaba con el gobernante ideal para instruirle en los modos del filósofo-rey, puesto que su mente no había sido confundida con otras ideas (o con ninguna idea, al parecer). Por fin podría Platón llevar a la práctica su república teórica.

No le pareció a Platón que esta perspectiva fuera particularmente atrayente, aunque, a la postre, Platón accedió a las súplicas de su amigo, «por temor de perder mi autoestima y de pensar de mí mismo que era hombre de sólo palabras, incapaz de llevarlas a la práctica». Veinte años después de su primera visita, el filósofo, ya con sesenta y un años, emprendió el largo viaje a Sicilia.

Platón descubrió a su llegada que la corte de Dionisio el Joven era un hervidero de intrigas. Algunos cortesanos influyentes aún recordaban al intelectual snob de la visita anterior y además, entre ellos los había que estaban en malos términos con Dión; en pocos meses, estos enemigos de la filosofía se las ingeniaron para acusar de traición a ambos, Platón y Dión. (Una trampa en la que se hace caer frecuentemente a los que se proponen establecer una Utopía). Al comienzo, el carpintero-rey no sabía muy bien qué hacer, pero después, receloso del poder de Dión, desterró a su tío, pero no permitió marchar a Platón pues, según dijo al viejo filósofo, no quería que hablara mal de él en Atenas. «Creo que ya tenemos suficientes temas de conversación en la Academia», replicó Platón.

Por suerte, algunos amigos arreglaron la huida de Platón y su regreso a Atenas, donde le esperaban en la Academia sus fieles discípulos y Dión.

A Dionisio el Joven le ofendió sobremanera la deserción de Platón, ya que había disfrutado de sus conversaciones filosóficas con él, si bien no tenía la menor intención de poner en práctica sus ideas. (Siracusa no podía permitirse jugar con tales experimentos; era entonces el único Estado lo suficientemente fuerte como para resistir la invasión a Italia por parte de Cartago. El curso de la historia podría haber sido completamente distinto si se hubiera intentado ensayar la república de Platón en Siracusa, aunque no con los resultados previstos por él. Vencida Siracusa, Cartago habría tenido vía libre para invadir Italia y aplastar la República Romana en embrión, de modo que Europa podría haber pasado a formar parte de un imperio africano durante unos cuantos siglos).

Parece ser que Dionisio el Joven se había forjado con Platón una imagen de padre y estaba celoso de su afecto por su tío Dión, así que se empeñó en acosar a Platón pidiéndole que regresara a Siracusa. Consternado, Dionisio aseguraba a todos los que se dispusieran a escucharle (y éstos no son pocos cuando se es rey, aunque llevara meses fastidiosamente consternado) que su vida ya no valía nada sin la compañía de su profesor filósofo. Finalmente, Dionisio envió su trirreme más rápida a Atenas, con la amenaza de confiscar todas las propiedades de Dión en Siracusa, que eran muchas, si Platón no venía a verle.

Platón, ya de setenta y un años, dejando a un lado su sano juicio, puso rumbo a Siracusa; parece que se dejó persuadir por Dión, a quien quizá le preocuparon entonces otros cuidados más que la posibilidad de instaurar la Utopía de Platón y «demostrar a los tiranos la primacía del alma sobre el cuerpo».

En poco tiempo, Platón se vio otra vez virtualmente prisionero en Siracusa, sin duda rehusando atiborrarse dos veces al día de cocina italiana y expulsando cada noche, irritado, indeseables de su cama. De nuevo habría de ser salvado, esta vez con la ayuda de un compasivo pitagórico de Taranto, que aprovechó la oscuridad de la noche para rescatarlo con su trirreme; el anciano filósofo surcó el mar a toda velocidad hacia la seguridad de Atenas, los bravos galeotes jadeando bajo el látigo. Años más tarde Dión tendría éxito en lo que quizás había sido siempre su objetivo; invadió Siracusa, expulsó a Dionisio el Joven y se adueñó del poder. ¿Intentó instaurar la república de Platón, ahora que por fin tenía la oportunidad? Parece que no, aunque la justicia poética triunfaría donde la justicia platónica no pudo; Dión fue pronto asesinado, traicionado, lo que no deja de ser curioso, por un antiguo discípulo de Platón.

Así terminaron las salidas de Platón a la arena política, de modo que el Imperio Romano podía quedar a salvo. Sin embargo, sus no probadas teorías servirían de modelo al mundo medieval que había de nacer del Imperio Romano; después, Stalin, Hitler y similares contarían con un precedente para sus empeños. ¿Quiere decir esto que Platón estaba por completo equivocado? Él pensaba que el conocimiento y la comprensión verdaderos podían ser aprehendidos sólo por el intelecto, y no por los sentidos, con lo que se hace difícil entender por qué se mezcló en política; su posición filosófica era incompatible con la política. Si bien, por otra parte, pensaba que «no terminarán nunca los problemas de los hombres a menos que los filósofos gobiernen o que los gobernantes estudien filosofía», el resultado práctico ha sido precisamente lo opuesto: los gobernantes inspirados por ideas filosóficas han causado muchos más problemas que los ignorantes de la filosofía.

La parte no política de la filosofía de Platón ejerció una gran influencia durante muchos siglos, debido sobre todo a que combinaba bien con el cristianismo y proporcionaba un sólido fundamento filosófico a lo que había comenzado como mera fe.

La mente humana consistía, para Platón, en tres elementos distintos: el elemento racional aspiraba a la sabiduría, el espíritu activo buscaba conquistas y distinciones y los apetitos ansiaban su gratificación; ecos correspondientes son los tres elementos descritos en La República: los filósofos, los hombres de acción, o soldados, y la escoria, que sólo cree en el disfrute y que sirve simplemente para que todo funcione. Al hombre justo le gobierna la razón, pero los tres elementos tienen su papel; no podríamos subsistir sin satisfacer nuestros apetitos, de igual modo que el Estado se detendría si los obreros dejaran de trabajar y se pusieran a tratar de ser filósofos. El punto fundamental es que la rectitud puede alcanzarse sólo cuando cada uno de los tres elementos del alma cumple la función que le es propia, al igual que la justicia necesita para cumplirse que los tres elementos sociales desempeñen su propio papel en la sociedad.

El Banquete, dedicado al amor en sus diversas manifestaciones, es, con mucho, el diálogo de Platón de más amena lectura. Los antiguos griegos no eran remilgados en lo que respecta al amor erótico; la parte en que Alcibíades describe su amor homosexual por Sócrates hizo que este libro fuera en general expurgado entre sus obras y, en consecuencia, se convirtiera en el clásico clandestino de los monasterios medievales. (Las sucesivas ediciones de El Banquete fueron solemnemente colocadas en el Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica hasta 1966).

Platón ve en el amor el impulso que dirige el alma hacia el bien; en su forma inferior, este impulso se expresa en nuestra pasión por una persona bella y en nuestro deseo de inmortalidad al crear descendencia con esa persona. (Sin embargo, es difícil ver cómo se aplicaría esta idea al caso de Alcibíades, pues Sócrates no era ninguna belleza, y no tenían posibilidad alguna de descendencia). Una forma más alta de amor es la que implica una unión hacia aspiraciones de naturaleza más espiritual y es la que da origen al bien social. La más alta forma de amor platónico es la dedicación a la filosofía; su clímax es la consecución de una visión mística de la idea del bien.

Las ideas de Platón sobre al amor habrían de ejercer una profunda influencia, en particular con la aparición del amor cortés de los poetas trovadores de la Alta Edad Media, aunque algunos llegan a ver en ellas un primer bosquejo de las fantasías sexuales, más sugerentes, de Freud. Hoy en día, la noción de amor platónico se ha degradado hasta el punto de que ya sólo describe una forma casi extinta de atracción entre los sexos: también la Teoría de las Ideas de Platón, que había de conducirnos a la aprehensión mística de la Belleza, la Verdad y la Bondad, ha perdido gran parte de su grandeza etérea. Algunos críticos observan que esta teoría supone meramente que el mundo funciona igual que el lenguaje, con las palabras abstractas y los conceptos en el nivel más alto, y esto es algo de lo que no nos hemos desprendido totalmente, a pesar de que pudiera ser una suposición equivocada. Platón sugirió que el mundo verdadero no es tal como lo aprehendemos y describimos. ¿Por qué habría de serlo? En realidad, no parece probable que lo sea. Pero ¿cómo podemos saberlo?

Platón murió a los ochenta y un años y fue enterrado en la Academia. A pesar de lo improbable de su filosofía, muchos de sus supuestos persisten todavía en nuestra actitud frente al mundo. La Academia de Platón continuó floreciendo hasta que fue cerrada finalmente por el emperador Justiniano en el 529 d.C., en un intento de suprimir la cultura helenística pagana, en favor del cristianismo. Esta fecha marca, para muchos historiadores, el fin de la cultura Greco-Romana y el comienzo de la Alta Edad Media.