A Santiago Matías
En vista de que siempre me ha interesado mucho el pintor Hieronymus Bosch, en un viaje que hice por Holanda fui a visitar su ciudad natal, me refiero a Hertogenbosch, llamada también Bois-le-Duc, que nosotros conocemos como Boscoducale. Y allí el hostelero, persona suficientemente culta, me dijo: «Aunque sólo sea por curiosidad, señor, ¿por qué no va a visitar al viejo Peter van Teller? Es un tipo un poco chiflado, un relojero que vive de una pequeña renta después de haberle cedido la relojería a su nieto. Creo que es el decano de Hertogenbosch. Toda su vida se ha ocupado de El Bosco, convencido de que éste es un antepasado suyo por parte de madre. Hasta escribió un librito acerca de El Bosco, hace ya mucho tiempo, que levantó ámpula en aquellos años. Tiene ciertas ideas curiosas. Quién sabe, tal vez le sería útil encontrarse con él». Y al decir esto sonrió con cierta ironía. Me pregunté si estaba hablando en serio, o si sólo se trataba de una broma benévola.
En la dirección que me había indicado, en una callejuela a espaldas del palacio municipal, encontré una casita de dos pisos, del clásico estilo vieja Holanda, con un minúsculo jardín al frente, un gracioso ventanal en la planta baja y ventanas formadas por un gran número de recuadros rectangulares; el techo de dos aguas, con dos ojos de buey, sostenido por paredes de ladrillo, en la cima un gallito de hierro; sobre una de las tres altas chimeneas, algo que podía ser un nido de cigüeña.
Frente al cancel, jalé la manija de la campanilla, y poco después vino a abrir una mujer muy bajita, de unos sesenta años, de una pulcritud extraordinaria, tocada con una gentil cofia blanca. Dado que sólo hablaba holandés, no supe bien si era una sirvienta o una pariente del viejo relojero. Por fortuna intervino en mi ayuda un transeúnte, que conocía el alemán. De tal manera supe que Van Teller había salido a dar su paseo vespertino y que regresaría una hora después. No obstante, si no deseaba esperarlo, podía alcanzarlo en el jardín público; Van Teller se sentaba siempre en la tercera banca, a la derecha de la entrada. Y no podía equivocarme: era el hombre más viejo de Hertogenbosch, y portaba un sombrero de otra época, de ala muy ancha.
Un paseante me indicó la calle y, pocos minutos después, vi al curioso personaje. Estaba sentado a solas en la susodicha banca y, con las manos juntas sobre el pomo de un bastoncito, observaba a los paseantes, a los niños que jugaban, a las madres que, junto a las carriolas, tejían y conversaban con expresión complacida.
¿Cuántos años tenía? ¿Ochenta?, ¿noventa?, ¿doscientos? Era impresionante el número de arrugas que surcaban el rostro enjuto; sin embargo, aún era una fisonomía viva y, en cierto modo combativa.
Me vio al acercármele, y advertí al punto su extraordinario parecido al único retrato seguro que conocemos de El Bosco, un dibujo que se conserva en Arras; los mismos ojos de halcón, penetrantes y maliciosos; la misma boca perentoria, que termina en dos pliegues con aire burlón. El retrato de Arras —que nos presenta al pintor ya entrado en años, coincide perfectamente con el rostro del hombre que, al fondo de La Coronación de espinas, que se halla en El Prado— observa con piedad y reproche la tortura de Cristo; sólo que en el dibujo El Bosco aparece con tupidos cabellos negros, en la plenitud de la virilidad. Pues bien, el ancianito que tenía al frente, respecto de los dos retratos conocidos, podía representar la tercer etapa, la que El Bosco no tuvo tiempo de alcanzar. Parecía ser el mismo hombre en los umbrales de la decrepitud.
Me presenté, y con gusto pude constatar que Van Teller conocía bastante bien el alemán, de modo que la conversación sería fácil. En compensación, era necesario casi gritarle al oído, tan sordo era.
«¿Quién le dijo que se dirigiera a mí?», fue lo primero que preguntó. En cuanto lo supo, hizo una mueca, indicando con ello que el hostelero era una persona poco recomendable. Guardó silencio, y prosiguió viendo pasar a la gente, como si yo no existiera.
Era una dulce tarde de otoño, y los árboles en torno, que empezaban a deshojarse, tenían colores encendidos y el patético presentimiento de la muerte.
Van Teller vestía a la antigua: con una levita que casi le llegaba a rodilla, una camisa de cuello alto, almidonado, y corbata negra, muy ancha, a la Robespierre. Me vio de nuevo, sonriendo (conservaba todos sus dientes). «¿Ha venido a buscarme para saber algo del gran Hieronymus? Je, je. Antes que otra cosa, señor, debo advertirle que aquí en la ciudad me creen loco». Y soltó una estrídula carcajada de corneja.
Mientras tanto, me había sentado a su lado. Con una mano esquelética, pero nada temblorosa, estrechó una de las mías. «Pero usted, señor, viene de lejos; usted no puede saber nada de los chismes de esta provincia, a usted no pueden interesarle. Sin embargo, usted me parece simpático, señor. A usted, si así le parece, puedo contarle algunas cosas, je, je. ¡Me imagino que ya notó que me parezco a alguien!». «De manera sorprendente», respondí. «Una coincidencia increíble». «¿Una coincidencia, amigo mío? ¿Realmente cree que se trata de una simple coincidencia?». «¿Quiere darme a entender, señor Van Teller, que es cosa de sangre?». «Quién lo sabe, quién lo sabe —respondió en tono enigmático—. Hay ciertas cosas que nosotros no podemos saber». Después de esto no se hizo más del rogar y me contó su historia.
Hijo de un relojero, había seguido humildemente las huellas paternas, ocupándose siempre del negocio; pero, desde muchacho, una fuerte atracción lo llevaba hacia todo lo concerniente al famoso pintor, considerado en la familia como antepasado de su madre, cuyo nombre de soltera era Van Aken. Una típica infatuación juvenil, pero extraña en él, que sólo había estudiado una carrera comercial. En la adolescencia, había leído todo lo posible sobre ese tema. Como es natural, en la biblioteca municipal de Hertogenbosch no faltaban libros acerca del gran pintor. Después, siendo ya un adulto, pudo ver casi todos sus cuadros célebres. Había estado en Viena, en Berlín, en París, en Venecia, en Lisboa y, varias veces, en Madrid.
Entretanto la tarde iba cayendo, el jardín estaba casi desierto, las calzadas asumían esa expresión circunspecta y enigmática de la naturaleza cuando se queda a solas.
Mientras Van Teller me hablaba, tuve un pequeño sobresalto: con el rabillo del ojo me pareció ver, en un seto que estaba casi a mis espaldas, una cosa oscura que brincaba sobre la hierba; pero al volver la cabeza en esa dirección vi que todo era normal y tranquilo.
El aire había refrescado y empezaba a subir la humedad de la noche. Le propuse a Van Teller acompañarlo hasta su casa. De un bolsillo de su chaleco sacó un reloj de oro, muy antiguo, y exclamó: «¡Qué descuidado! Son casi las siete. Quién sabe qué estará pensando Margareta».
Ahora el parque estaba realmente desierto, casi apaciguador. Aquí y allá se oía el piar disperso de pájaros invisibles. Rumores, crujidos de ramas secas, leves jadeos del atardecer entre montones de hojarasca. Pero Van Teller, que probablemente había hartado a sus conciudadanos con viejas historias, no parecía estar muy seguro de haber hallado en mí un oyente atento. Y subía de tono su vehemencia. Me dijo que ninguno de los numerosos críticos lo había convencido, ni siquiera las firmas más autorizadas y de mayor reputación. «Hablan del infierno, de la condenación eterna, de San Agustín, de las herejías, de la Reforma de Lutero; hurgan en la vida privada de Hieronymus, que ninguno de ellos puede conocer; llenan miles de páginas con interpretaciones gigantescas. ¡Del psicoanálisis! ¡De la angustia existencial, con cuatro siglos de anticipación! ¡Del surrealismo, también con cuatro siglos de anticipación! No faltó quien se pusiera a registrar, uno tras otro, todos los monstruos —¡je, je, los llaman monstruos!—, clasificándolos como si fueran coleópteros, y para cada uno de ellos halló un correspondiente tipo de neurosis. Y luego el imprescindible maniqueísmo. Los refoulements sexuales… los complejos aberrantes… el ingrediente sodomita… el esoterismo nigromántico… ¡Cuánto trabajo inútil!». Ahora guardaba silencio, golpeando la tierra con la punta de su delgado bastón, con rabia. «¡Pero si es tan sencillo, tan límpido! ¡Jamás ha existido un pintor más realista y claro que él… Ninguna fantasía, ninguna pesadilla, nada de magia negra…! ¡Sólo la realidad desnuda y cruda que tenía ante sus ojos! Sólo que él era un genio que veía lo que nadie, antes y después de él, ha sido capaz de ver. Todo su secreto consiste en esto: era uno que veía y pintó lo que veía».
Le dije: «Entiendo. Desde luego, hablando de literatura, no es posible negar… Pero ¿usted pretende aludir, me parece, a una realidad fantástica, a una realidad transpuesta? ¿A la realidad de los sueños, de los miedos, de los remordimientos? Siempre será un mérito de El Bosco el haber dado una forma concreta a esos fantasmas… Pero no me diga que esos seres horrendos, reptiles antropomorfos, obscenos mecanismos, utensilios transformados en miembros, insectos abominables, eran cosas que él veía realmente, y que hace cuatro siglos andaban por las calles de Holanda».
«¿No los veía? —respondió, con arrogancia—. ¿No andaban en nuestras calles? ¡Oh, no me haga hablar!». Al llegar a este punto, desechó toda reserva. Confesó que también él, no todos los días, pero a menudo, «veía» el mundo como El Bosco, y que tal le había ocurrido esa misma tarde, para no ir muy lejos. Muchas de aquellas mamitas amorosas que llegaban con las carriolas de los bebés no eran —me lo garantizó— sino asquerosos pájaros de pico ganchudo; enormes lagartijas negras, hinchadas de odio; ávidos cercopitecos desdentados; infames vejigas con patas de araña. Hasta en los mismos niños había visto algún asqueroso ejemplar de ornitorrinco y de gnomo, armado de ganchos sanguinolentos. Ese era el motivo, me explicó, de sus tribulaciones en Hertogenbosch. Más de treinta años antes había expuesto su propia teoría en un librito, en el que incluyó amplios ejemplos. Aunque no se mencionaban explícitamente los nombres, resultaba evidente, por ejemplo, la identificación del entonces secretario del presidente municipal con su atroz perfil de sádico filisteo en el cuadro Jesús cargando la cruz, que se halla en Gante, y la del presidente del liceo musical, con el paje con cabeza porcina, en el San Antonio de Lisboa.
Empezaba a entender por qué el hostelero, al darme la dirección de Van Teller, sonreía de modo insinuante. Y por qué me había dicho que todo el mundo lo consideraba chiflado. Un pobre viejecito que no estaba en sus cabales y pretendía ser la reencarnación de un genio.
«Y a usted —le pregunté— ¿nunca se le ha ocurrido pintar?». «Calma —dijo Van Teller—, calma. Le mostraré algo».
Llegaba la noche. Bajo el ala oscura del sombrero, su vieja cara fosforecía, y los ojos de halcón eran blancos y resecos. Alzó su mano derecha.
Me di cuenta de que habíamos llegado a su casa, la cual, a causa de las voladas paredes laterales y las ventanas encendidas en medio de la oscuridad, parecía un enorme búho acurrucado. Aun antes de que Van Teller hiciera sonar la campanita, salió la mujer, jadeante. «¿Tan tarde, señor?», le dijo, o algo por el estilo.
Me permitió pasar. Entramos. Era una casa atiborrada de viejas intimidades y secretos de familia. Revestimientos de vieja madera, escaleras de vieja madera, viejas esculturas de santos tétricos y poco persuadidos, también de vieja madera. Las luces eran eléctricas, pero civilizadamente limitadas y dispuestas. Margareta cerró la puerta a nuestras espaldas, con un candado negro, que produjo un ruido cavernoso.
¿Era la hora de cenar para Van Teller? Margareta veía interrogativamente al patrón, quien, con un leve gesto de la mano, le dio a entender que podía retirarse, y empezó a zancajear por la escalera. No se detuvo en el primer piso, donde supuse que estaban las recámaras. Rincones en sombra, nichos, angostos corredores y escaleritas laterales, que se perdían en la oscuridad. Subimos hasta la buhardilla formada por el ápice del tejado. Oprimió un interruptor. Un chorro de luz vívida cayó sobre una gran tabla apoyada en un caballete, pintada a medias. Abajo, sobre una mesa, pinceles, colores y una paleta.
Por cuanto podía entenderse, era un cuadro inconcluso de El Bosco. En el extremo superior izquierdo, el esplendor de un cielo puro e intenso, donde navegaban dos ángeles muy hermosos, cuyas trompetas se retorcían en rizos triunfales y extasiadas volutas agitadas por el viento. A la derecha de los Ángeles, Él, el Señor, el Dios, el Omnipotente, el Creador, sentado en la cumbre de un arcoiris, con la cabeza radiante, con expresión poderosa y asombrada. Desnudo. El brazo derecho, en posición de asa de ánfora, sostenía un ramo de flores paradisíacas. Los pies, enlazados, se apoyaban en la esfera del mundo. Pero estaba pintando a medias. El resto del cuerpo estaba sólo trazado. No obstante, la fuerza estaba en el paisaje de la parte inferior. Peñas desnudas y erosionadas, en cuyos repliegues y grietas se retorcían horrendos hacinamientos de cuerpos humanos e inhumanos, en medio de inmundos vapores amarillentos. Ángeles de grandes alas luchaban por arrancar del oprobio a las almas todavía titubeantes, contrastados ferozmente por formas nauseabundas. Era indudable que su causa estaba perdida de antemano. Los demonios, con ferinas cabezas de marrano, con bocas de sapo, con escamosos vientres de arácnidos, con mastodónticas cabezas, de cuyas orejas brotaban piernas raquíticas, con cuerpos de lagartija y escolopendra, eran mucosas, vientres, sexos, ludibrio de miembros viscosos, indecentemente dilatados en las más torpes de las vergüenzas. Al fondo del escabroso pedregal, aquellos cuerpos tibios, en su mayor parte rosados, y palpitantes por inmundos deseos, sobresalían con una violencia aún más salvaje que la de las maravillosas cortesanas adolescentes de El jardín de las delicias, que vemos en El Prado.
Yo estaba petrificado. Era la más cruel y desesperada pintura que había de El Bosco. Sin embargo, nunca la había visto en ningún libro, en ninguna monografía. «Pero éste es un Bosco auténtico, ¿no? ¿Es de él? ¿Dónde lo encontró? ¿Por qué está pintado a medias?». Van Teller me miró, sonriendo. «No, no; es una simple imitación…». «Sin embargo, me recuerda…». Van Teller estaba feliz. «¿Lo reconoce? Es El Juicio Universal, que destruyó el incendio en El Prado. Usted recuerda la relativa estampa de Hameel, ¿verdad?».
Sí; ahora la recordaba perfectamente. De aquella preciosa pintura, destruida por las llamas, sólo quedaba un testimonio: una copia en formato muy reducido, grabada en cobre por un contemporáneo de El Bosco. Pero ahora, ante mis ojos, resucitaba, a medias, la obra maestra.
«Pero ¿cómo es posible?», le dije.
Entonces él, Van Teller, adoptando un aire misterioso y circunspecto, empezó —¿cómo decirlo de otra manera?—, empezó a vibrar sutilmente, como si una fuerza superior estuviera entrando en él, poseyéndolo. Levantó un dedo admonitorio y dijo: «A veces, viene a buscarme». «¿Quién?». «El gran Hieronymus». «¡Cómo!». Corrió hacia una mesa llena de papeles, y tomó asiento. Cogió un lápiz, apoyó la punta sobre una hoja de papel, y el lápiz adquirió movimiento propio. «¡Aquí está, aquí está! Ha venido esta noche» anunció con voz de poseído. «Usted es muy afortunado, señor».
¿De modo que el viejo relojero era un médium? ¿Me estaba proporcionando la liturgia del caso?
«Siéntese allá, en el rincón. Y no hable, por favor», dijo Van Teller. Me senté. Él empezó a dar vueltas en la buhardilla, como un alma en pena. Maullaba y se retorcía, como si alguien le lastimara la espalda. Suplicaba: «¡No tan fuerte, maestro Hieronymus, no tan fuerte, por el amor de Dios!». Luego se puso a gemir y a farfullar en flamenco, y ya no entendí nada.
Entretanto —y la luz era tal que no podía haber ahí ningún truco—, dos pinceles empezaron a levitar sobre la mesa, y, como dos animalitos domesticados, hundieron los mechones en la paleta; luego se dirigieron hacia el cuadro y, despacio, despacio, con aplicación minuciosa, trazaron una especie de asquerosa forma viviente, mitad salamandra y mitad pájaro, que alargaba el pico hacia una joven desnuda, atravesada por un asador. ¿Conque el invisible espíritu del gran Hieronymus volvía a su ciudad, para pintar otra vez el cuadro destruido?
La escena era alucinante. Van Teller, a pesar de hallarse en una especie de trance, pudo decirme: «Vea, vea a través de la ventana». Y así lo hice. Entendí lo que el viejo relojero había querido explicarme. Sí, Hieronymus Bosch no inventó nada; pintó, tal cual, el espectáculo que todos los días aparecía ante sus ojos.
Desde aquella altura, yo no podía ver sino la casa de enfrente y parte de las vecinas. Pero, por el hechizo de aquella noche, las casas parecían estar destapadas, y en su interior vi a la gente comiendo, durmiendo, peleando, trabajando, haciendo el amor, odiando, envidiando, esperando, deseando, como todos nosotros. Eran hombres, mujeres, niños, iguales en todo a nuestros prójimos. Pero —entremezclados con ellos, y en una gran mayoría— hormigueaban innumerables cosas vivientes, parecidas a celentéreos, a ostras, a renacuajos, a peces ansiosos, a salamanquesas iracundas, semejantes a los así llamados monstruos de El Bosco y que no eran sino criaturas humanas, la verdadera esencia de la humanidad que nos rodea. Ladraban, vomitaban, se chupaban, se despedazaban, se ensartaban, se destrozaban, se chupaban, se despedazaban. Del mismo modo que nos despedazamos día y noche, recíprocamente, tal vez sin saberlo.
La revelación terminó de golpe. La casa de enfrente estaba tapada, inmóvil; las casas vecinas estaban apagadas, dormidas. Todo había vuelto a la apariencia banal y tranquilizadora de la realidad cotidiana, a la que estamos habituados. Miré hacia atrás. El viejo relojero, acezante, estaba tendido en un diván. Parecía exhausto.
Silencio de la noche, inmovilidad de las cosas. Todo igual como cuando entré: excepto aquella forma asqueante, mitad salamandra, mitad pájaro, pintada en la tabla, que no estaba al entrar yo.
El anciano estaba triste. «Nunca terminaré ese cuadro. Estoy cansado. Soy un viejo. Y él viene cada vez con menos frecuencia…».
Vi atentamente el cuadro. Estaba hecho con la perfección del antiguo maestro. Es más, se notaba el craquelamiento del color, que solamente los siglos saben dar. «¿Lo ha visto alguien más?», le pregunté. Insistí: «¿Y después?». «¿Después de mi muerte, quiere usted decir? No, señor. Nadie más lo verá. Soy un loco, un pobre loco. Este cuadro es mi secreto. Ya todo está dispuesto. Desaparecerá conmigo».