22

¿Respiraron? ¿Se entregaron a una loca alegría? Ese incómodo pedacito de Dios se había ido finalmente, es verdad, pero había estado demasiado tiempo en el pueblo. ¿Cómo dar marcha atrás? ¿Cómo recomenzar desde el principio? Durante esos años los jóvenes habían adquirido costumbres distintas. La misa del domingo era después de todo una diversión. Y también las blasfemias, quién sabe por qué, sonaban ahora a exageradas y falsas. Se había previsto en resumen un gran alivio, en cambio no hubo nada.

Y además: si se volvió a las costumbres libres de antes, ¿no era confesar todo? ¿Tantos esfuerzos por ocultarla, y ahora expondrían la vergüenza a la luz del sol? ¡Un pueblo que había cambiado de vida por respeto a un perro! Se habrían reído hasta en el extranjero.

Mientras tanto, ¿dónde colocar el animal? En el parque público. No, no, nunca en el corazón del pueblo, la gente ya lo había soportado bastante. ¿En la cloaca? Los hombres se miraron, nadie se atrevía a pronunciar una decisión.

—El reglamento no contempla el caso —observó por fin el secretario comunal, dando fin a la embarazosa situación.

¿Cremarlo en el horno? ¿Y si después provocaba inspecciones? Enterrarlo en el campo, esa era la solución mejor. Pero ¿en el campo de quién? ¿Quién consentiría? Ya empezaban a discutir, nadie quería ese perro muerto en su propiedad.

¿Y si lo sepultaran junto al ermitaño?

Metido en un cajoncito, el perro que había visto a Dios es por lo tanto cargado en una carreta y parte hacia las colinas. Es domingo, y algunos lo consideran un pretexto para dar un paseo. Seis o siete coches llenos de hombres y mujeres siguen el cajoncito, y la gente se esfuerza por estar alegre. En verdad que aunque brilla el sol, los campos ya invernales y los árboles sin hojas no constituyen un espectáculo espléndido.

Llegan a la colina, descienden de los coches, se dirigen a pie hacia las ruinas de la antigua capilla. Los niños corren adelante.

—¡Mamá! ¡Mamá! —se oye gritar desde arriba—. ¡Pronto vengan a ver!

Con pasos más rápidos, llegan a la tumba de Silvestro. Desde aquel lejano día de los funerales, nadie ha vuelto al lugar. Al pie de la cruz de madera, justamente sobre el túmulo del ermitaño, yace un pequeño esqueleto. Las nieves, los vientos y la lluvia lo han consumido y reducido, lo han vuelto grácil y blanco como una filigrana. Es el esqueleto de un perro.