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¿Cuántos años pasaron ya desde la muerte del ermitaño? ¿Tres, cuatro, cinco, quién lo recuerda? A principios de noviembre la casilla de madera para el abrigo del perro está casi terminada. Con palabras muy escuetas, ya que se trata evidentemente de un asunto de poquísima importancia, se mencionó la cuestión en las reuniones del consejo de la comuna. Y nadie presentó la propuesta, mucho más sencilla, de matar al animal o de transportarlo a otra parte. Se encargó al carpintero Stefano la construcción de la casilla, de modo que pueda ser colocada sobre el paredón, pintada de rojo para que no desentone con la fachada de la iglesia, de ladrillos de colores vivos. ¡Qué incidencia, que estupidez!, dicen todos, para demostrar que la idea es ajena. Entonces, ¿ya no es un secreto el temor inspirado por el perro que ha visto a Dios?

Pero nunca será colocada esa casilla en su lugar. A principios de noviembre un peón de la panadería que pasa todos los días por la plaza cuando se dirige a su trabajo, divisa a las cuatro de la mañana una cosa inmóvil y negra al pie del paredón. Se acerca, toca, y corre sin detenerse hasta llegar a la panadería.

—¿Y qué pasa, ahora? —pregunta Defendente, al verlo entrar sin aliento.

—¡Se murió, se murió! —balbucea jadeando el muchacho.

—¿Quién se murió?

—Ese perro maldito… lo encontré en el suelo, duro como una piedra.