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Paralizado el perro, el pueblo creyó poder respirar por fin, pero fue una breve ilusión. Desde el borde del paredón los ojos del animal dominaban gran parte del lugar. Por lo menos una buena mitad de Tis se encontraba bajo su control. ¿Y quién podía decir hasta qué punto eran penetrantes sus miradas? Aun hasta las casas periféricas, que eludían la vigilancia de Galeone, llegaba no obstante su voz. Y por otra parte, ¿cómo retomar ahora las costumbres de otros tiempos? Equivalía a admitir que se había cambiado de vida por culpa de un perro, confesar descaradamente el secreto supersticioso custodiado con tanto temor durante años. El mismo Defendente, cuya panadería quedaba fuera de la visual del animal, no volvió a sus famosas blasfemias, ni a intentar como antes sus operaciones de recuperación a través de la ventanita del sótano.

Galeone comía ahora más que antes, y al no moverse más, engordaba como un cerdo. Quien sabe cuánto podía durar todavía. Pero con los primeros fríos renació sin embargo la esperanza de que se muriera. Aunque protegido por la tela encerada, el perro vivió expuesto a los vientos y siempre era posible que se resfriara.

Pero también esta vez el maligno Lucioni arruinó todas las ilusiones. Una noche, en el restaurante, mientras contaba una historia de caza, dijo que hacía muchos años, por haber pasado una noche bajo la nieve, su perro se había vuelto hidrófobo, y había tenido que matarlo de un escopetazo; el recuerdo todavía le partía el alma.

—Y ese perrazo —intervino el cavalier Bernardis, siempre dispuesto a tocar los temas más desagradables—, ese horrible perrazo paralítico sobre el paredón de la iglesia, que algunos imbéciles siguen alimentando, digo, ¿no será un peligro también él?

—¡Pero que se vuelva rabioso de una vez, déjelo! —exclamó Defendente—. Total ya no puede moverse.

—¿Y quién te lo asegura? —replicó Lucioni—. La hidrofobia multiplica las fuerzas. No me asombraría si empezara a saltar como un cabrito.

Bernardis insistió:

—Y entonces, ¿qué me dices?

—¡Ah, en cuanto a mí, no me hago mala sangre! Siempre llevo conmigo este amigo bien seguro.

Y sacó del bolsillo un pesado revólver.

—¡Sí, sí! —dijo Bernardis—. Porque no tienes hijos. Si tuvieras tres criaturas como yo, entonces sí te harías mala sangre, te lo aseguro.

—Yo ya les dije. Ahora, piénsenlo ustedes —terminó el constructor, haciendo brillar sobre la mano el caño de la pistola.