19

¿Por qué ahora, por la mañana, los mendigos tienen la sensación de recibir más pan que de costumbre? ¿Por qué tintinean ahora las alcancías para las limosnas, que durante años y años no recibieron un céntimo? ¿Por qué asisten gustosos a la escuela los niños, antes recalcitrantes? ¿Por qué los racimos de uva cuelgan de las vides hasta el momento de la vendimia, sin sufrir depredaciones como antes? ¿Por qué ya no se arrojan piedras y zapallos podridos a la joroba de Martino? ¿Por qué esta y tantas otras cosas? Nadie lo confesaría; los habitantes de Tis son rústicos emancipados, de sus bocas jamás oirán la verdad: que tienen miedo de un perro, no miedo de que los muerda, sino sencillamente miedo de que el perro piense mal de ellos.

Defendente devoraba veneno. Era una esclavitud. Ni de noche se conseguía respirar. ¡Qué peso es la presencia de Dios para el que no la desea! Y Dios no era aquí una fábula imprecisa, no se quedaba apartado en la iglesia entre cirios e incienso; no, iba y venía por la casa, transportado, podría decirse, por un perro. Un minúsculo trocito del Creador, un mínimo aliento suyo, había penetrado en Galeone y a través de los ojos de Galeone veía, juzgaba, tenía en cuenta.

¿Cuándo envejecería el perro? Si por lo menos hubiera perdido las fuerzas y se quedara quieto en un rincón. Inmovilizado por los años, ya no podría molestar.

Y en verdad pasaron los años; la iglesia estaba llena, aun los días de semana; las muchachas ya no andaban por los pórticos, después de medianoche, sonriendo a los soldados. Defendente, cuando la cesta se rompió de vieja, compró otra, renunciando a abrirle una puertita secreta (ya no tenía ánimos de sustraer el pan a los pobres, desde que Galeone rondaba por todas partes). Y el brigadier Venariello seguía durmiendo en la entrada del cuartel de carabineros, hundido en un sillón de mimbre.

Pasaron los años y el perro Galeone envejeció; cada vez andaba más despacio y más desarticuladamente, hasta que un día sufrió una especie de parálisis de los miembros posteriores y ya no pudo caminar.

Por suerte el accidente ocurrió en la plaza, mientras dormitaba sobre el paredón junto a la iglesia, por debajo del cual el terreno descendía abruptamente, cortado por calles y callejuelas, hasta el río. La posición era privilegiada desde el punto de vista higiénico, porque el animal podía cumplir sus necesidades corporales desde el paredón, hasta la pendiente cubierta de hierba, sin ensuciar ni el paredón ni la plaza. En cambio era un lugar descubierto, expuesto a los vientos y sin reparo de la lluvia.

También esta vez, naturalmente, nadie dio señales de advertir que el perro temblaba con todo el cuerpo y se lamentaba. La enfermedad de un perro vagabundo no es un espectáculo edificante. Los presentes, adivinando por sus penosos esfuerzos lo que había ocurrido, sintieron en su corazón una oleada de esperanza. Ante todo, el perro ya no podría vagar por todas partes, no se movería ni siquiera un metro. Mejor aun: ¿quién le daría de comer, a la vista de todos? ¿Quién se atrevería a ser el primero en confesar una relación secreta con el animal? ¿Quién sería el primero en exponerse al ridículo? De allí nacía la esperanza de que Galeone pudiera morirse de hambre.

Antes de la cena, los hombres se pasearon como de costumbre por la plaza, hablando de temas indiferentes, como la nueva ayudante del dentista, la caza, el precio de algunos artículos, la ultima película llegada al pueblo. Y con sus chaquetas rozaban el hocico del perro, que pendía jadeante sobre el borde del paredón. Las miradas pasaban por encima del animal enfermo, contemplando mecánicamente el majestuoso panorama del río, tan hermoso en el ocaso. Hacia las ocho, aparecieron algunos nubarrones del norte y empezó a llover: la plaza quedó desierta.

Pero entrada la noche, bajo la lluvia insistente, surgen unas sombras que se deslizan junto a las casas como en una delictuosa confabulación. Curvadas y furtivas, se dirigen con rápidos pasos hacia la plaza, y allí, confundidas entre las tinieblas de los portales y de los zaguanes, esperan la ocasión propicia. A estas horas los faroles dan muy opaca luz, dejan amplias zonas de penumbra. ¿Cuántas son las sombras? Tal vez varias decenas. Traen comida al perro, pero cada una de ellas haría cualquier cosa por no ser reconocida. El perro no duerme; al borde del paredón, contra el fondo negro del valle, dos puntos verdes y fosforescentes, y de vez en cuando un gemebundo ulular que resuena por la plaza.

Es una larga maniobra. Con la cara cubierta por una bufanda, la gorra de ciclista bien baja sobre la frente, uno se arriesga finalmente a acercarse al perro. Nadie sale de las tinieblas para reconocerlo; todos temen demasiado violar su propio incógnito.

Unos tras otros, con largos intervalos para evitar encuentros, diversos personajes irreconocibles depositan alguna cosa sobre el paredón de la iglesia. Y los aullidos cesan.

Por la mañana lo encontraron dormido bajo una manta impermeable. Sobre el paredón, a su lado, amontonados todos los manjares de Dios: pan, queso. Trozos de carne; hasta una vasija llena de leche.