Por la mañana, todavía oscuro, dos muchachos se llevaron el perro muerto y lo enterraron en el campo. Defendente no se atrevió ordenarles silencio: habría sido sospechoso. Pero trató que la cosa pasara inadvertida, sin demasiados comentarios.
¿Quién reveló lo sucedido? Por la noche, el panadero advirtió inmediatamente en el café que todos lo miraban; pero al instante retiraban la mirada; como para no alarmarlo.
—¿Así que anoche anduvimos a los tiros? —dijo el cavalier Bernardis de pronto, después de los saludos acostumbrados.
¿Una batalla campal en la panadería, no?
—No sé quienes serían —contestó Defendente, sin darle importancia—, querían romperá la puerta del depósito, los desgraciados. Rateros aficionados. Dispare dos tiros al azar y desaparecieron.
—¿Al azar? —preguntó entonces Lucioni, con su tono más insinuante—. ¿Y por qué no les apuntaste ya que estabas?
—¡Con esa oscuridad! ¿Qué quieres que viera? Sentí que rascaban la puerta en el patio y disparé a ciegas.
—Y sí… y así mandaste a otro mundo a un pobre animal que no había hecho mal a nadie.
—Ah, si —contestó el panadero haciéndose el olvidado. Le di a un perro. Quién sabe como habrá entrado. En mi casa no hay perros.
Siguió un silencio. Todos lo miraban. Trevaglia, el papelero, se dirigió a la puerta para retirarse.
—Bueno, buenas noches, señores —dijo.
Y marcando intencionalmente las sílabas agregó:
—Buenas noches también a usted, señor Sapori.
—Muy honrado —contestó el panadero y le volvió la espalda.
¿Qué quiere decir ese imbécil? ¿Le echarían en cara, tal vez, si hubiera matado al perro del ermitaño? En vez de agradecérselo. Los había librado de un íncubo, y ahora se hacían los interesantes. ¿Qué les pasaba? Podían ser sinceros por una vez.
Bernardis, singularmente inoportuno, trató de explicar:
—Verás, Defendente… algunos dicen que habría sido mejor que no mataras a ese perro…
—¿Y por qué? ¿Acaso lo hice adrede?
—Adrede no, ¿comprendes?, era el perro del ermitaño, dicen, y ahora piensan que era mejor dejarlo tranquilo, dicen que traerá desgracia… ya sabes lo que son las habladurías.
—¿Y yo qué sé de los perros de los ermitaños? Cristo de Cristo, ¿querrán también hacerme un proceso, esos idiotas, ya que otra cosa no son?
Y probó una risita.
—Calma, calma, muchachos —dijo Lucioni—. ¿Quién dijo que era el perro del ermitaño? ¿Quién difundió eso?
—¡Bah, si no lo saben ellos! —dijo Defendente, encogiéndose de hombros.
—Así dicen los que lo vieron esta mañana —explicó Bernardis—, cuando lo enterraban. Dicen que es él y no otro, con una manchita blanca sobre la oreja izquierda.
—¿Y el resto negro?
—Sí, negro —contestó uno de los circunstantes.
—¿Más bien grande? ¿Con la cola en escobilla?
—Exactamente.
—¿Y ese es el perro del ermitaño, según ustedes?
—Y entonces, allí lo tienen, ¡su perro! —exclamó Lucioni, señalando la calle—. ¡Si está más vivo y más sano que nunca!
Defendente se volvió pálido como una estatua de yeso. Con su andar desarticulado, Galeone avanzaba por la calle; se detuvo un instante para mirar a los hombres a través de la vidriera del café, y luego siguió adelante, tranquilamente.