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Aun la sombra de un perro cualquiera, siempre que se parezca un poco a Galeone, basta para dar un sobresalto. La vida es una ansiedad continua donde hay un poco de gente, en el mercado, en el paseo vespertino, no falta nunca el cuadrúpedo, y parece gozar con la indiferencia absoluta con aquellos mismos que, cuando están solos y nadie los ve, lo llaman en cambio con los nombres más afectuosos, le ofrecen golosinas y manjares.

—¡Ah, los buenos tiempos de antes! —suelen exclamar ahora los hombres, así, genéricamente, sin especificar el porqué; y todos lo entienden al vuelo.

Los buenos tiempos —quiere decir tácitamente— cuando uno podía hacer sus porquerías particulares con comodidad, y tomarse cuatro copas si se le ocurría, e irse al campo a buscar campesinas, y hasta robar un poco, y el domingo quedarse en cama hasta el mediodía. Los comerciantes ahora usan papeles livianos y miden el peso justo, la patrona no persigue más a la criada; Carmine Esposito, el de la casa de empeños, ha embalado todas sus cosas para mudarse a la ciudad, el brigadier Banariello se pasa las horas tendido al sol sobre el banco, frente al cuartel de carabineros, muerto de tedio, preguntándose si se murieron todos los ladrones; y nadie lanza más las vigorosas blasfemias de antes, que producían tanto placer, salvo en pleno campo y con la cautela debida, después de atentas inspecciones para asegurarse de que no se esconde ningún perro entre los matorrales.

Pero ¿quién se atreve a rebelarse? ¿Quién tiene el coraje de emprenderla a puntapiés con Galeone o de suministrarle una costillita al arsénico, como secretamente todos lo desean? Ni siquiera pueden confiar en la Providencia: la Santa Providencia, dentro de una lógica rigurosa, debe de estar de parte de Galeone. Hay que confiar solamente en la casualidad.

En la casualidad de una noche tempestuosa, con relámpagos y rayos que parecen el fin del mundo. Pero el panadero Defendente tiene un oído de liebre, y el estrépito de los truenos no le impide advertir unos ruidos insólitos abajo, en el patio. Han de ser ladrones.

Salta de la cama, toma la escopeta en la oscuridad y mira hacia abajo, entre las maderas de la persiana. Hay dos individuos, le parece, afanados en abrir la puerta de su depósito. Y al resplandor de un relámpago ve también, en medio del patio, imperturbable, bajo los tremendos truenos, un perro grande y negruzco. Debe de ser el maldito, que quizás ha venido para disuadir a los malhechores.

Murmura para sí una blasfemia espectacular, carga la escopeta, abre lentamente la persiana lo suficiente para asomar el caño. Espera un nuevo relámpago y mira al perro.

El primer disparo se confunde completamente con un trueno.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —empieza a chillar el panadero.

Vuelve a cargar la escopeta, dispara todavía al azar en la oscuridad, oye alejarse unos pasos temerosos, y luego, por toda la casa, voces y abrir de puertas: la mujer, los niños y los peones acuden aterrados.

—¡Señor Defendente —grita una voz desde el patio—, vea que ha matado a un perro!

Galeone —equivocarse es posible en este mundo, especialmente en una noche como ésta, pero parece ser él, es exacto— yace tendido en un charco de agua: una bala le ha atravesado la frente. Muerto instantáneamente. Ni siquiera estira las patas. Pero Defendente ni va a verlo. Baja para averiguar si no han roto la puerta del depósito, y al comprobar que no, da las buenas noches a todos y se mete bajo las frazadas. «Finalmente», piensa, preparándose para un sueño feliz. Pero ya no consigue cerrar un ojo.