Un perro que ha visto a Dios, que sintió su olor. ¿Quién sabe qué misterios aprendió? Y los hombres se miran, como buscando un apoyo, pero ninguno habla. Uno finalmente está a punto de abrir la boca. «¿Y si fuera una idea mía?», se pregunta. ¿Si los otros ni siquiera pensaran en el asunto? Y entonces sigue simulando como si no pasara nada.
Con extraordinaria familiaridad Galeone va de un lugar a otro, entra en la hostería y en los establos. Cuando uno menos se lo espera, allí está en un rincón, inmóvil mirando fijamente, olfateando. También de noche, cuando todos los otros perros duermen, su silueta aparece de pronto sobre el muro blanco, con su característico paso desarticulado y en cierto modo campesino. ¿No tiene casa? ¿No posee una cucha?
Los hombres ya no se sienten solos, ni siquiera cuando están en su hogar con las puertas cerradas. Continuamente tienden las orejas; un rumor sobre la hierba, afuera; un cauto y suave paso sobre las piedras de la calle, un ladrido lejano. Ni rabioso, ni áspero, y sin embargo atraviesa el pueblo entero.
—Bah, no importa, tal vez me equivoqué en las cuentas —dice el agente después de litigar furiosamente con la mujer por dos céntimos.
—Bueno, por esta vez te perdono. Pero la próxima te despido… —declara Frimigelica, el de la herrería, renunciando de pronto al despido de su peón.
—Al fin de cuentas, es un encanto de mujer… —termina inesperadamente, contrastando con todo lo que dijo antes, la señora Biranza que conversa con la maestra sobre la mujer del síndico.
El perro vagabundo sigue ladrando; tal vez le ladra a otro perro, a una sombra, a una mariposa o a la luna, pero siempre es posible que ladre con un motivo, como si a través de las paredes, de las calles y del campo le llegara toda la maldad humana. Al oír el ronco ladrido, los ebrios expulsados de la hostería rectifican su posición.
Galeone aparece inesperadamente en el cuartito donde el contador Federico está escribiendo una carta anónima para advertir a su patrón, que el empleado Rossi está en contacto con elementos subversivos. «¿Contador, que estás escribiendo?», parecen decir los dos ojos mansos. Federico le señala de buen modo la puerta.
—¡Vamos, bonito, afuera, afuera!
Y no se atreve a proferirle los insultos que le surgen del alma. Luego se queda con el oído contra la puerta, para estar seguro de que el animal se fue. Y después, para mayor seguridad, tira la carta al fuego.
Absolutamente por casualidad, se aparece al pie de la escalera de madera que lleva al departamentito de la hermosa y atrevida Flora. Ya es de madrugada, pero los escalones crujen bajo los pies de Guido, el jardinero, padre de cinco hijos. Dos ojos brillan en la oscuridad.
—¡Pero no es aquí, caramba! —exclama el hombre en voz alta, para que oiga el perro, como si el malentendido lo irritara sinceramente—. Con la oscuridad uno siempre se equivoca ¡esta no es la casa del notario!
Y baja precipitadamente.
O si no, se oye su quedo ladrido, un dulce gruñido, como un reproche, mientras Pinin y el Giofa, que han entrado de noche en el depósito, ponen mano sobre dos bicicletas.
—Toni, creo que viene alguien —susurra Pinin con absoluta mala fe.
—A mí también me pareció —dice el Giofa—, conviene escapar.
Y huyen sin hacer nada.
O si no, emite un largo gemido, especie de lamento, justamente al lado de la pared de la panadería, a la hora exacta, cuando Defendente, que esta vez cerró detrás de sí con doble llave puertas y canceles, baja al sótano para sustraer el pan de los pobres de la cesta, durante la distribución matutina. El panadero aprieta entonces los dientes: ¿Cómo hace para saberlo, ese perro maldito? Y trata de encogerse de hombros. Pero luego surgen las sospechas; si de algún modo Galeone lo denunciará, la herencia entera se esfumaría. Con la bolsa vacía, plegada bajo el brazo, Defendente vuelve al negocio.
¿Cuánto durará la persecución? ¿No se irá nunca ese perro? ¿Y si se queda en el pueblo, cuántos años podrá vivir todavía? ¿O tal vez hay algún modo de sacarlo de en medio?