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Un día, después de bajar al sótano para la maniobra acostumbrada de recuperación, y después de quitar la reja de la ventana, Defendente estaba por abrir la puertita de la cesta de los panes. Afuera, en el patio, se oían los gritos de los mendigos que esperaban, las voces de su mujer y del muchacho que trataba de mantenerlos en línea. La mano experta de Sapori descorrió el cierre, se abrió la portezuela, los panes comenzaron a caer rápidamente en una bolsa. En ese momento vio de reojo una cosa negra que se movía en la sombra del sótano. Se volvió sobresaltado. Era el perro.

Inmóvil en la puerta del sótano, Galeone observaba la escena con plácida imperturbabilidad. Pero en esa luz escasa los ojos del perro fosforescían. Sapori se quedó petrificado.

—Galeone, Galeone —balbuceó con voz acariciadora y amanerada—. Toma, buenito, toma Galeone.

Y le lanzó un pan. Pero el animal ni lo miró. Como si ya hubiera visto suficiente, se volvió sin prisa, dirigiéndose hacia la escalera.

Una vez solo, el panadero estalló en horrendas imprecaciones.