13

Hubiese visto o no a Dios, ciertamente Galeone era un perro extraño. Con compostura casi humana iba de casa en casa, entraba en los patios, en los sótanos, en las cocinas, se quedaba largos minutos inmóvil, observando a la gente. Luego se iba, en silencio.

¿Qué se escondía detrás de esos dos ojos buenos y melancólicos? La imagen del Creador, muy probablemente, había entrado en ellos. ¿Dejándoles qué cosa? Manos temblorosas ofrecían al animal trozos de torta y patas de pollo. Galeone, ya saciado, miraba en los ojos al hombre, casi como adivinando su pensamiento: entonces el hombre salía de la habitación, incapaz de resistir. Los perros petulantes y vagabundos de Tis sólo recibían bastonazos y puntapiés. Pero con éste nadie se atrevía.

Poco a poco se sintieron presos en una especie de conjuración, cada uno con la esperanza de poder reconocer un cómplice. Pero ¿quién se atrevía a hablar primero? Sólo Lucioni, impertérrito, mencionaba el tema sin contemplaciones:

—¡Miren, miren, ahí esta nuestro famoso perro que ha visto a Dios!

Así anunciaba descaradamente la aparición de Galeone. Y reía, mirando alternativamente a los circunstantes con miradas alusivas. Los otros, en general, se comportaban como si no hubieran comprendido. Solicitaban distraídas explicaciones, meneaban la cabeza con aire de compasión, decían:

—¡Qué historias! Pero es ridículo, son supersticiones de muchacha.

Callar, o peor aun unirse a las risas del constructor, habría sido comprometedor. Y liquidaban el asunto como una broma. No obstante, estaba el cavalier Bernardis, cuya respuesta era siempre la misma:

—¡Qué perro del ermitaño! Les digo que es un perro de aquí. Hace años que vagabundea por Tis, todos los santos días lo veía dar vueltas cerca de la panadería.