Defendente vuelve a casa con una gran confusión en la mente. Qué historia desagradable. Más trata de persuadirse de que no es posible, más se convence de que es justamente el perro del ermitaño. No hay por qué preocuparse, por supuesto. Pero ¿ahora tendrá que seguir dándole todos los días un pan? Piensa: si le corto los víveres, el perro volverá a robar el pan en el patio; y en ese caso ¿qué hago? ¿Lo echo a puntapiés? ¿Un perro que, quiérase o no, ha visto a Dios? ¿Y qué sé yo de estos misterios?
No es cosa sencilla. Ante todo: ¿se le apareció realmente a Galeone el espíritu del ermitaño la noche anterior? ¿Y qué puede haberle dicho? ¿Lo habrá hechizado de algún modo? Tal vez ahora el perro comprende el idioma de los hombres, quién sabe, un día u otro puede echarse a hablar también él. Cuando se mete Dios, uno puede esperar de todo; cuentan cada cosa. Y él, Defendente, ya se ha cubierto bastante de ridículo. ¡Si además supieran de él que siente esos temores!
Antes de entrar en su casa, Sapori va a echar un vistazo al galponcito de madera. Bajo el banco, el pan de quince días antes ha desaparecido. ¿Habrá venido entonces el perro, y se lo habrá llevado con hormigas y todo?