Pero dos semanas después, mientras Sapori juega a las cartas en el café del Cisne con el constructor Lucioni y con el cavalier Bernardis, un jovencito, que estaba mirando hacia la calle, exclamó:
—¡Vean ese perro!
Defendente se levanta de un salto y mira rápidamente. Un perro feo y consumido se acerca por la calle, oscilando hacia uno y otro lado como si tuviera la cabeza floja. Se muere de hambre. El perro del ermitaño —tal como lo recuerda Sapori— era en verdad más grande y vigoroso. Pero quién sabe como puede reducirse un animal después de dos semanas de ayuno. El panadero tiene la impresión de reconocerlo. Después de tanto llorar sobre la tumba, es posible que lo haya vencido el hambre, y haya abandonado a su patrón para bajar al pueblo, en busca de alimento.
—A ése no le queda más que el cuero —dice Defendente, riendo, para demostrar su indiferencia.
—No quisiera que fuera justamente él —dice Lucioni, con una sonrisa ambigua, cerrando el abanico de sus cartas.
—¿Él, quién?
—No quisiera —dice Lucioni— que fuera el perro del ermitaño.
El cavalier Bernardis, lento de comprensión, se anima insólitamente:
—Pero yo ya he visto a ese animal —dice—. Ya lo he visto por aquí mismo. ¿No sería tuyo, Defendente, por casualidad?
—¿Mío? ¿Y como podría ser mío?
—No quiero hablar sin saber —confirma Bernardis—, pero me parece haberlo visto en las cercanías de tu panadería.
Sapori se siente incómodo.
—¡Bah! —dice—, hay tantos perros por ahí, no sería nada raro, yo en verdad no me acuerdo.
Lucioni asiente con la cabeza, gravemente, como hablando consigo mismo. Luego dice:
—Sí, sí, debe de ser el perro del ermitaño.
—¿Y por qué justamente —pregunta el panadero, tratando de reírse—, por qué habría de ser justamente el del ermitaño?
—Porque corresponde exactamente, ¿comprendes? La delgadez corresponde. Haz un poco la cuenta. Se ha pasado varios días sobre la tumba, los perros siempre hacen eso. Después sintió hambre… y se vino al pueblo.
El panadero se calla. Mientras tanto el animal mira en torno; por un momento su mirada se detiene, a través de las vidrieras del café, en los tres hombres sentados. El panadero se suena la nariz.
—Si —dice el cavalier Bernardis— juraría que ya lo he visto. Lo he visto más de una vez, justamente cerca de tu casa.
Y mira a Sapori.
—Así será —dice el panadero—, yo para decir la verdad no recuerdo…
Lucioni sonríe astutamente:
—Un perro como ese yo no lo tendría por todo el oro del mundo.
—¿Está rabioso? —pregunta alarmado Bernardis—. ¿Te parece que está rabioso?
—¡Qué rabioso! Pero un perro como ese no me inspiraría ninguna confianza… un perro que ha visto a Dios.
—¿Cómo que ha visto a Dios?
—¿No era el perro del ermitaño? ¿No estaba con él cuando aparecían las luces? Todo el mundo sabe ¿no?, lo que eran esas luces. ¿Y el perro no estaba con él? ¿Crees que no las vio? ¿Crees que se quedaba dormido con un espectáculo semejante?
Y se reía de placer.
—Pamplinas —replica Bernardis—. Quién sabe que eran esas luces. ¡Dios!… También esta noche se veían…
—¿Esta noche, dices? —pregunta Defendente, con una vaga esperanza.
—Las he visto con mis propios ojos. Claro, no tan fuertes como antes, pero iluminaban bastante.
—Pero ¿estás seguro? ¿Esta noche?
—Esta noche, por Dios. Las mismas de antes, idénticas. ¿Qué diablos quieres que fueran esta noche?
Lucioni pone una cara notablemente astuta:
—¿Y quién te dice, quién te dice que las luces de esta noche no eran para él?
—¿Para él, quién?
—Para el perro, naturalmente. Quién sabe si esta vez en lugar de Dios no era el ermitaño, que bajó del paraíso. Lo habrá visto allí sobre la tumba, habrá dicho: miren un poco mi pobre perro. Y habrá bajado para decirle que terminara, que ya había llorado bastante y que se fuera a buscar un bife.
—Pero si es un perro de por aquí —insiste el cavalier Bernardis—. Palabra que lo he visto vagar cerca de la panadería.