Como el sepelio era obligatorio por la ley, el sepulturero, un albañil y dos peones fueron a enterrar al ermitaño, acompañados por el padre Tabiá, el cura, que siempre había preferido ignorar la presencia del anacoreta dentro de los confines de su parroquia. Sobre una carreta tirada por un asno cargaron el cajón de muerto.
Los cinco encontraron a Silvestro tendido en la nieve, con los brazos en cruz, los párpados cerrados, verdaderamente como un santo; y a su lado, sentado, el perro Galeone que lloraba.
Metieron el cuerpo en el cajón, y recitadas las plegarias lo sepultaron allí mismo, bajo el resto de bóveda de la capilla. Sobre el túmulo, una cruz de madera. Luego don Tabiá y los demás regresaron, dejando al perro hecho un ovillo sobre la tumba. En el pueblo nadie les preguntó nada.
El perro no reapareció. A la mañana siguiente, cuando fue a dejar el pan acostumbrado bajo el banco, Defendente encontró el pan del día anterior. Al otro día el pan seguía allí, un poco más duro, uy las hormigas habían empezado a cavar en él cuevas y galerías. Los días pasaron en vano, y hasta Sapori terminó por no pensar más en el asunto.