Pasaron las semanas y los meses hasta que llegó el invierno con las flores de hielo en las ventanas, las chimeneas que humeaban todo el día, la gente toda arropada, algún pajarito muerto al amanecer junto a los arbustos y una capa liviana de nieve sobre las colinas.
Una noche de hielo y estrellas, hacia el norte, en dirección de la antigua capilla abandonada, se divisaron grandes luces blancas, como no se habían visto nunca. En Tis hubo cierta alarma, personas que saltaban de la cama, persianas que se abrían, llamados de una casa a otra y rumor en las calles. Pero luego, cuando comprendieron que era una de las habituales luminarias de Silvestro, simplemente la luz de Dios que venía a saludar al ermitaño, hombres y mujeres cerraron las ventanas y volvieron a meterse bajo las cálidas frazadas, rezongando por la falsa alarma. Al día siguiente, traída no se sabe por quién, se difundió perezosamente la voz de que durante la noche el viejo Silvestro se había muerto de frío.