La alianza con el ermitaño era una gran cosa, pero sólo cuando el panadero se dejaba arrastrar por sus sueños que culminaban en el cargo de síndico. En realidad había que tener los ojos bien abiertos. Ya la distribución de pan a los pobres lo había desacreditado ante sus conciudadanos, aunque no por culpa suya. ¡Si ahora llegaran a saber que se había persignado! Nadie, gracias a cielo, parecía haberse dado cuenta de su paseo, ni siquiera los muchachos del horno. Pero ¿podía estar seguro? ¿Y cómo organizar la cuestión del perro? Por decencia no se podía seguir negándole el pan cotidiano. Pero no ante las miradas de los mendigos, que habrían hecho una fábula del asunto.
Con este fin, al día siguiente, antes de salir el sol, Defendente se apostó junto a su casa, sobre el camino que iba a las colinas. Y en cuanto apareció Galeone, lo llamó con un silbido. Reconociéndolo, el perro se acercó. Entonces el panadero, con el pan en la mano, lo condujo hasta un galponcito de madera, contiguo al horno, que servía de depósito para la leña. Allí, debajo de un banco, colocó el pan, para indicarle que en adelante el animal debía retirar de ahí su comida.
En efecto, al día siguiente Galeone vino a retirar el pan bajo el banco convenido. Y no lo vio Defendente, ni lo vieron los pobres.
Antes de alba el panadero iba todos los días a depositar el pan en el galponcito de madera. Por otra parte, ahora que el otoño avanzaba y los días se acortaban, el perro del ermitaño se confundía fácilmente con las sombras del crepúsculo matutino. Defendente Sapori vivía así bastante tranquilo y podía dedicarse a recuperar el pan destinado a los pobres, a través de la puertita secreta de la cesta.