Siguiendo, siguiendo, ya empiezan los bosques. El perro toma por un camino lateral, y después otro más angosto todavía, aunque más uniforme y cómodo.
¿Cuánto camino han recorrido ya? ¿Quizás ocho, quizá nueve kilómetros? ¿Y por qué no se detiene ese perro a comer? ¿Qué espera? ¿O tal vez le lleva el pan a alguien? De pronto, mientras el terreno se vuelve cada vez más empinado, el perro toma por un sendero y la bicicleta ya no puede seguirlo. Por suerte, dada la fuerte pendiente, también el animal disminuye un poco el paso. Defendente se apea y lo sigue. Pero el perro poco a poco se aleja de él.
Ya exasperado está a punto de probar con la escopeta, cuando en la cima de un árido declive ve una gran peña; sobre la peña hay un hombre arrodillado. Y entonces se acuerda del ermitaño, de las luces nocturnas, de todas esas ridículas historias. El perro asciende trotando plácidamente por el prado estéril.
Defendente, con la escopeta ya en la mano, se detiene a unos cincuenta metros de distancia. Ve que el ermitaño interrumpe la plegaria, y desciende con notable agilidad hacia el perro que menea la cola y deposita el pan a sus pies. El ermitaño recoge el pan del suelo, arranca un trocito y lo guarda en una alforja que lleva al costado. Restituye el resto al perro, con una sonrisa.
El anacoreta es bajo y menudo, vestido con una especie de sayo; su cara es simpática, y no carece de cierta astucia infantil. Entonces el panadero se adelanta, decidido a hacer valer sus razones.
—Bienvenido, hermano —le dice Silvestro, al ver que se acerca—. ¿Qué haces por aquí? ¿Andas de caza?
—Para decir verdad —responde con dureza Sapori—, quiero cazar a… a cierto animal dañino que todos los días…
—¿Ah, eres tú? —lo interrumpe el viejo—. ¿Eres tú el que me procura todos los días este excelente pan? Es un pan de ricos… un lujo que no creía merecer…
—¿Excelente? ¡Claro que es excelente! Recién sacado del horno… conozco bien mi oficio, mi querido señor… pero ¡no es para que me lo roben, mi pan!
Silvestro baja la cabeza, mirando la hierba.
—Comprendo —dice con cierta tristeza—. Tienes razón, comprendo que te quejes, pero yo no sabía… Quiero decir que Galeone no irá más al pueblo… lo guardaré siempre aquí a mi lado… tampoco los perros tienen por qué sentir remordimientos… No irá más, te lo prometo.
—Oh, bueno —dice el panadero un poco más calmado—, si es así, puede venir también el perro. Hay una maldita historia por un testamento, y estoy obligado a regalar todos los días cincuenta kilos de pan… tengo que dárselo a los pobres, a esos desgraciados que no se lo merecen… De modo que si uno de los panes viene a parar aquí… un pobre más un pobre menos…
—Dios te lo tendrá en cuenta, hermano… Testamento o no, cumples una obra de misericordia.
—Pero me gustaría mucho más no cumplirla.
—Yo sé por qué hablas así. Hay en ustedes, hombres, una especie de vergüenza. Les gusta mostrase malos, peores de lo que son en realidad; así está el mundo.
Pero las palabrotas que Defendente ha preparado no le acuden a la boca. Sea por turbación, sea por confusión, no consigue enojarse. La idea de ser el primero y el único en toda la región que se acercó al ermitaño lo halaga. Sí, piensa, un ermitaño es lo que es; no se puede esperar nada bueno de él. No obstante ¿quién puede prevenir el porvenir? Si estableciera una amistad secreta con Silvestro, quién sabe si algún día no le reportaría ventajas. Por ejemplo, suponiendo que el viejo haga un milagro, entonces el populacho lo pone por las nubes, de la gran ciudad llegan monseñores y prelados, se organizan ceremonias, procesiones y consagraciones. Y él, Defendente Sapori, predilecto del nuevo santo, envidiado por todos el pueblo, nombrado, por ejemplo, síndico. ¿Por qué no, después de todo?
—¡Qué hermosa escopeta tienes! —dice entonces Silvestro, y no sin elegancia se la saca de la mano.
En ese momento, y Defendente no comprende por qué, suena un tiro que atruena el valle. Pero la escopeta sigue en manos del ermitaño.
—¿No tienes miedo —dice éste— de andar por ahí con la escopeta cargada?
El panadero lo mira con recelo:
—¡Ya no soy una criatura!
—¿Y es cierto —prosigue inmediatamente Silvestro, restituyéndole la escopeta—, es cierto que no es tan imposible encontrar lugar en la iglesia parroquial de Tis, los domingos? Hasta he oído decir que no está muy llena.
—¡Pero si está vacía como la palma de la mano! —dice con franca satisfacción el panadero.
Luego se corrige:
—¡Eh, somos pocos los que nos mantenemos firmes!
—Y a misa, ¿cuántos van de costumbre a misa? ¿Tú y cuántos más?
—Más o menos unos treinta, los domingos buenos, y tal vez unos cincuenta para la Navidad.
—Y dime, ¿se blasfema mucho en Tis?
—¡Por Cristo, si se blasfema! Realmente no se hacen rogar en ese sentido.
El ermitaño lo mira y menea la cabeza:
—Parecería que creen muy poco en Dios.
—¿Muy poco? —insiste Defendente, sonriendo interiormente—. Son una banda de herejes…
—¿Y tus hijos? Supongo que mandarás a tus hijos a la iglesia…
—¡Por Cristo que los mando! ¡Bautismo, confirmación, primera y segunda comunión!
—¿Realmente? ¿También la segunda?
—También la segunda, por supuesto. El más chico ya la… —pero se interrumpe con la vaga duda de que está exagerando demasiado.
—Por lo tanto, eres un padre excelente, ¿no? —comenta con gravedad el ermitaño (pero ¿por qué sonríe así?)—. Vuelve a visitarme, hermano. Y ahora, ve con Dios.
Y hace un pequeño ademán, como para bendecirlo.
Defendente se ve tomado por sorpresa, no sabe qué responder. Antes de poder darse cuenta, ha bajado un poco la cabeza y ha hecho la señal de la Cruz. Por suerte no hay ningún testigo, exceptuando el perro.