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Pero de noche, en dirección a la capilla abandonada, los campesinos de la región empezaron a distinguir luces extrañas. Parecía el incendio de un bosque, pero el resplandor era blanco y palpitaba dulcemente. Frimigelica, el de la herrería, se acercó una noche para ver, por curiosidad. Pero a mitad de camino se le descompuso la motocicleta. Quién sabe por qué, no se arriesgó a seguir a pie. Al volver, dijo que el halo de luz nacía de la colina del ermitaño; y no era luz de fuego ni de lámpara. Sin dificultad, los campesinos dedujeron que era la luz de Dios.

Hasta desde Tis se distinguía algunas noches la reverberación. Pero la llegada del ermitaño, sus extravagancias y luego sus luces nocturnas se hundieron en la habitual indiferencia de los paisanos hacia todo lo que se relacionara, aun de lejos, con la religión. Si se tocaba el tema, hablaban de estas cosas como de hechos bien sabidos desde mucho tiempo atrás; no se insistía en encontrarles una explicación, y la frase: «el ermitaño está haciendo luces» llegó a ser de uso corriente, como cuando uno dice: esta noche llueve o hay mucho viento.

Que tanta indiferencia fuese plenamente sincera lo confirmó la soledad en que quedó sumido Silvestro. La idea de ir a visitarlo en peregrinación habría parecido el colmo del ridículo.