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Ese mismo verano, el viejo ermitaño Silvestro, sabiendo que Dios no era muy bien visto en la región, vino a establecerse en las cercanías. A unos diez kilómetros de Tis, sobre una colina solitaria, quedaban los restos de una capilla antigua: unas cuantas piedras, más que otra cosa. Allí se alojó Silvestro; sacaba el agua de una fuente vecina, dormía en un rincón protegido por un resto de bóveda, comía hierbas y raíces; y a menudo se trepaba a la cima de una peña grande, para arrodillarse en la contemplación de Dios.

Desde allí divisaba las casas de Tis y los techos de algunas chozas más cercanas; entre ellas los campos de la Fossa, de Andron y de Limena. Pero en vano esperó que apareciera alguien.

Sus cálidas plegarias por el alma de esos pecadores subían al cielo sin dar fruto. Silvestro continuaba, sin embargo, adorando al Creador, practicando el ayuno y charlando, cuando estaba triste, con los pájaros. Nadie acudía. Una noche, en verdad, divisó dos muchachitos que lo espiaban de lejos. Los llamó amablemente. Los niños huyeron.