Lo despertó el timbrazo del teléfono. Era el director del periódico. «Coja el coche inmediatamente», le dijo. «Ha habido un gran derrumbamiento en Valle Ortica… Sí, en Valle Ortica, al lado del pueblo de Goro… Ha pillado debajo una aldea, debe de haber muertos… Usted mismo verá lo que hay por allí. No pierda tiempo. ¡Y vaya con cuidado!».
Era la primera vez que le confiaban un trabajo importante y la responsabilidad lo preocupaba. Sin embargo, cuando calculó el tiempo de que disponía, se tranquilizó un tanto. Debía de haber unos doscientos kilómetros de carretera; en tres horas estaría allí. Tendría aún toda la tarde para hacer preguntas y para escribir el artículo. Un reportaje cómodo, pensó; podría lucirse sin mucho esfuerzo.
Partió en la fría mañana de febrero. Las carreteras estaban casi vacías, así que se podía ir deprisa. Prácticamente antes de que pudiera darse cuenta, vio aproximarse el perfil de los cerros; luego, entre velos de bruma, apareció la nieve de las cumbres.
Entre tanto, pensaba en el derrumbamiento. Quizá fuera una catástrofe con centenares de víctimas; habría que escribir un par de columnas dos o tres días seguidos, y, aunque no era mala persona, el dolor de tanta gente no lo apesadumbraba. Luego, con desagrado, dio en pensar en sus rivales, sus colegas de los otros periódicos; se los imaginaba ya al pie del cañón, recogiendo, mucho más ágiles y avispados que él, preciosas noticias. Empezó a mirar con inquietud todos los automóviles que avanzaban en su misma dirección. Sin duda se dirigían todos a Goro a causa del derrumbamiento. A menudo, cuando avistaba un coche al final de una recta, pisaba el acelerador para alcanzarlo y ver quién iba dentro; siempre estaba convencido de que iba a hallar a un colega, pero invariablemente se trataba de rostros desconocidos, en su mayoría hombres de campo, tipos acabados de aparceros y tratantes, incluso un sacerdote. Su expresión era aburrida y soñolienta, como si la terrible desgracia no tuviese para ellos la más mínima importancia.
En cierto punto abandonó la recta de asfalto y dobló a la izquierda por la carretera de Valle Ortica, un camino estrecho y polvoriento. Aunque era ya bien entrada la mañana, no se advertían síntomas anormales: ni soldados, ni ambulancias ni camiones con socorros, como había imaginado. Todo se hallaba estancado en el letargo invernal; sólo algún caserío despedía por su chimenea un hilo de humo.
Los hitos que había al borde de la carretera decían: a Goro km 20, a Goro km 19, a Goro km 18, pero no se apreciaba bullicio alguno ni alarma de ninguna clase. En vano examinaba Giovanni con la mirada los abruptos flancos de las montañas para descubrir la fractura, la blanca cicatriz del derrumbamiento.
Llegó a Goro hacia mediodía. Era uno de esos curiosos pueblos de ciertos valles abandonados que parecen haber quedado anclados varios siglos atrás; torvos e inhóspitos pueblos abrumados por desoladas montañas, sin bosques de verano ni nieves de invierno, donde acostumbran a veranear tres o cuatro familias sin un real.
En aquel momento la plazuela del centro del pueblo estaba vacía. Qué curioso, se dijo Giovanni; ¿podía ocurrir que después de una catástrofe como aquella todos hubieran huido o se hubieran encerrado en casa? A no ser, pensó, que el derrumbamiento hubiera sido en un pueblo cercano y estuvieran todos allí. Un sol pálido iluminaba la fachada de una fonda. Después de bajar del coche, Giovanni abrió la puerta acristalada y oyó una enorme algazara, como de gente contenta que estuviera sentada a la mesa.
De hecho, el dueño de la fonda estaba comiendo con su numerosa familia. Evidentemente, en aquella época no había clientes. Giovanni pidió permiso para entrar, se presentó como periodista, preguntó por el derrumbamiento.
—¿Derrumbamiento? —dijo el dueño, un hombretón ordinario y sumamente expansivo—. Aquí no hay derrumbamientos… Pero a lo mejor quiere usted comer, pase, pase. Siéntese aquí con nosotros, si hace el favor. Ahí, a la sala, no llega el calor.
Insistía para que Giovanni comiera con ellos, y mientras tanto, sin cuidar del visitante, dos chicos de unos quince años provocaban entre los comensales grandes carcajadas hablando de chismes familiares. El dueño deseaba que Giovanni se sentase, le aseguraba que en aquella estación no era fácil encontrar en el valle ningún otro sitio donde comer; Giovanni, no obstante, comenzaba a sentirse inquieto; comería, claro estaba, pero primero quería ver el derrumbamiento, ¿cómo era posible que en Goro no se supiera nada? El director le había dado señas muy precisas.
Como no conseguían ponerse de acuerdo, los chicos que estaban a la mesa comenzaron a prestar atención. «¿El derrumbamiento?», dijo en un momento dado un chiquillo de unos doce años que había cazado de qué iba la conversación. «Claro que sí, claro que sí, es más arriba, en Sant’Elmo», gritaba, alegre de poder mostrarse más enterado que su padre. «Ha sido en Sant’Elmo; ¡ayer lo estaba contando el Longo!».
—Qué va a saber el Longo —replicó el dueño—. Mejor harías en estar callado. Qué va a saber el Longo. Hubo un derrumbamiento cuando yo todavía era un niño, pero mucho más abajo de Goro. A lo mejor la ha visto usted, señor, a unos diez kilómetros, en un sitio donde el camino…
—¡Pero papá, te digo que es verdad! —insistía el chiquillo—. ¡Que ha sido en Sant’Elmo!
Habrían continuado discutiendo de no haberlos interrumpido Giovanni: «Bueno, me voy a acercar a Sant’Elmo a echar un vistazo». El dueño de la fonda y sus hijos lo acompañaron hasta la plaza, demostrando un gran interés por su coche, de un modelo reciente todavía no visto allí.
Sólo cuatro kilómetros separaban Goro de Sant’Elmo, pero a Giovanni le parecieron muchos más. La carretera ascendía en escarpadas revueltas, tan estrechas que le exigían a menudo dar marcha atrás. El valle se hacía cada vez más oscuro y siniestro. Sólo el lejano repicar de una campana confortó algo a Giovanni.
Sant’Elmo era todavía más pequeño que Goro, más abandonado y miserable. Era apenas la una menos cuarto y, sin embargo, habríase dicho que no faltaba mucho para la noche; quizá por la abrumadora sombra de las montañas que se cernían sobre él, quizá por la misma desazón que provocaba tanto desamparo.
Giovanni se sentía ya inquieto. ¿Dónde había sido, pues, el derrumbamiento? ¿Podía ser que el director le hubiera enviado con tanta urgencia sin estar seguro de la noticia? ¿O que se hubiera equivocado al indicarle el lugar? El tiempo corría veloz; se exponía a dejar al periódico sin el reportaje.
Detuvo el coche y preguntó a un chico, que en seguida pareció saber a lo que se refería.
—¿El derrumbamiento? Es allá arriba —respondió señalando hacia lo alto—. Se llega en veinte minutos. —Y cuando vio que Giovanni volvía a subir al coche—: No se puede llegar en coche, hay que ir a pie, no hay más que un sendero. —A continuación accedió a hacer de guía.
Salieron del pueblo y empezaron a trepar por un camino de herradura fangoso que tenía al lado un terraplén. A duras penas Giovanni acertaba a seguir al chico y no le llegaba el aliento para hacer preguntas. Pero ¿qué importaba? Dentro de poco vería el derrumbamiento, el reportaje para el periódico estaba asegurado y ninguno de sus colegas había llegado antes que él. (Y, con todo, era extraño que no se viese a nadie por allí; forzoso era deducir que no había habido víctimas y que no se habían pedido socorros; como mucho, se habría venido abajo alguna casa deshabitada).
«Aquí es», dijo por fin el chico cuando alcanzaron una especie de contrafuerte. Y señaló con el dedo. Delante de ellos, en la ladera opuesta del valle, se veía un gigantesco derrumbamiento de tierra rojiza. Desde lo más alto de la fractura hasta el fondo del valle, donde se habían amontonado los peñascos más grandes, podía haber unos trescientos metros. Pero costaba entender que hubiese habido allí una aldea o siquiera un grupo de casas. Por otra parte, algunas plantas arraigadas en los derrumbaderos le parecieron sospechosas.
—¿Ve ahí el puente? —preguntó el chico señalando los restos de una construcción tirados en el fondo del valle, en medio del amasijo de peñascos rojos.
—¿Y no hay nadie? —inquirió Giovanni estupefacto, pues no veía un alma por los alrededores. Sólo pelados terraplenes, rocas que afloraban, húmedos laberintos de regueros, muretes de piedra que aguantaban pequeños campos de labranza y, por todas partes, un desolado color ferruginoso; entre tanto, el cielo, lentamente, se había cubierto de nubes.
El chico lo miró sin comprender. «¿Pero cuándo ha sido?», volvió a preguntar Giovanni. «¿Hace ya unos días?». «¡Quién sabe cuándo fue!», dijo el chico. «Unos dicen que hace trescientos años, otros incluso que cuatrocientos. Pero de cuando en cuando todavía cae algo».
—¡Pedazo de bestia! —bramó Giovanni fuera de sí—. ¿Y no lo podías haber dicho antes? —¡Le habían llevado a ver un derrumbamiento de hacía trescientos años, la curiosidad geológica de Sant’Elmo, recogida, quizá, en las guías turísticas! ¡Y aquellos vestigios de fábrica del fondo del valle, quién sabe si no serían restos de un puente romano! Un estúpido malentendido, y, mientras tanto, la noche se echaba encima. ¿Dónde estaba, entonces? ¿Dónde estaba el derrumbamiento?
Bajó el camino de herradura a la carrera, seguido por el chico, que gimoteaba temiendo haberse quedado sin propina. El chico llevaba encima un disgusto increíble: como no alcanzaba a comprender la causa de que Giovanni se hubiera enfadado, corría suplicando detrás de él, con la esperanza de apaciguarlo.
—¡El señor busca el derrumbamiento! —decía a todos aquellos con los que se cruzaba, señalando a Giovanni—. No sé cuál es, creía que quería ver el del puente viejo, pero no es ése el que busca. ¿Sabéis dónde ha sido el derrumbamiento? —preguntaba a hombres y mujeres.
—Espera, espera —respondió por fin a sus palabras una viejecilla que azacaneaba a la puerta de una casa—. Espera, que voy a llamar a mi marido.
Al poco rato, precedido por gran estrépito de zuecos, apareció en la puerta un hombre de unos cincuenta años, pero ya acartonado, y de expresión sombría: «¡Pero si han venido a verlo!», comenzó a dar voces en cuanto vio a Giovanni. «No es suficiente que todo se vaya al diablo, ¡ahora los señores vienen a ver el espectáculo! Pero claro, claro, venga a ver». Gritaba volviéndose hacia el periodista, pero estaba claro que su expansión se dirigía a él como prójimo, más que como a lo que era.
Agarró a Giovanni de un brazo y lo arrastró tras de sí por un camino de herradura parecido al de antes, que subía encajonado entre muretes de piedra sin labrar. Fue entonces cuando, al llevarse la mano izquierda al pecho para ceñirse más el abrigo (en realidad el frío se hacía cada vez más intenso), Giovanni echó una ojeada a su reloj de pulsera. Eran ya las cinco y cuarto, dentro de poco sería ya de noche y todavía no sabía literalmente nada del derrumbamiento, ni siquiera dónde había sido. ¡Si por lo menos aquel odioso campesino le llevara al lugar!
—¿Contento? ¡Ahí tiene su maldito derrumbamiento! ¡Mírelo todo lo que le dé la gana! —dijo el campesino en un momento dado, deteniéndose; y con la barbilla, para poner de manifiesto su odio y desprecio, señalaba la condenada cosa. Giovanni se encontró en el borde de un terrenillo de unos pocos centenares de metros cuadrados, un pedazo de tierra completamente insignificante salvo porque se hallaba en la ladera de la escarpada montaña, un campito artificial, ganado palmo a palmo a base de trabajo y aguantado por un muro de piedra. Con todo, al menos un tercio de su superficie se veía ocupado por un desprendimiento de tierra y piedras. Las lluvias, la humedad de la estación o vaya a saber qué, habían hecho que se deslizara hasta allí un pequeño trozo de montaña.
—Mírelo ¿ya está contento? —decía a voces el campesino, indignado no con Giovanni, cuyas intenciones desconocía, sino con aquella desgracia que habría de costarle meses y meses de trabajo. Y Giovanni miró desconcertado el derrumbamiento, un arañazo del monte, aquella fruslería, aquella nimiedad miserable. Tampoco es ésta, se dijo desconsolado, debe de haber algún error. Entre tanto, el tiempo corría y tenía que llamar al periódico antes de que se hiciera de noche.
Dejó allí plantado al campesino, volvió corriendo a la plazuela donde había dejado el coche, preguntó ansiosamente a tres paletos que le estaban palpando los neumáticos: «¿Pero se puede saber dónde está el derrumbamiento?», aullaba, como si ellos fueran los culpables. Las montañas se sumían en la oscuridad.
Entonces un tipo largo y pasablemente vestido se levantó de un escalón de la iglesia donde había estado sentado, fumando, hasta aquel momento, y se acercó a Giovanni: «¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién le ha dado la noticia?», le preguntó de sopetón. «¿Quién está hablando de derrumbamientos?».
Hacía estas preguntas en tono ambiguo, como de latente amenaza, como si la sola mención del asunto le resultara desagradable. Entonces, de improviso, atravesó la mente de Giovanni un pensamiento consolador: en la historia del derrumbamiento debía de haber algo turbio y delictivo. Esa era la razón de que todos se hubieran puesto de acuerdo para desviar las investigaciones, de que no se hubiera advertido a las autoridades y de que nadie hubiera acudido allí. ¡Ah, si en vez de la simple gacetilla de un desastre, con sus inevitables lugares comunes, le estuviera destinado el descubrimiento de una conjura novelesca, tanto más extraordinaria por ser allí, en aquel pueblo aislado del mundo!
«¡El derrumbamiento!», volvió a decir el tipo con desdén antes de que Giovanni hubiera tenido tiempo de responderle. «¡En mi vida he oído estupidez semejante! ¡Y usted, que se lo cree!», concluyó dándole la espalda y echando a andar con paso lento.
Pese a su agitación, Giovanni no tuvo valor suficiente para abordarlo. «¿Qué quería decir?», preguntó después a uno de los tres paletos, el de rostro menos obtuso.
—Bueno —dijo riendo el muchacho—, ¡la historia de siempre! ¡Yo no digo nada! ¡No quiero historias! ¡Yo no sé nada de nada!
—¿Es que acaso le tienes miedo? —le recriminó uno de sus compañeros—. ¿Te vas a callar porque sea un trapisondista? ¿El derrumbamiento? ¡Ya se sabe lo que es el derrumbamiento!
Giovanni, deseoso de saber por fin, se enteró del asunto por el paleto. El tipo aquel tenía dos casas en venta apenas a la salida de Sant’Elmo, pero en aquella zona la tierra no era firme, tarde o temprano los muros se caerían, se habían abierto ya algunas grietas, volver a ponerlos en condiciones requeriría mucho trabajo y un gran dispendio. Pocos lo sabían, pero el rumor se había extendido y ya nadie quería comprar. Esa era la razón de que el tipo se empeñara en negarlo.
¿Era ése todo el misterio? Melancólica noche de las montañas, en medio de gente estúpida e incomprensible. Oscurecía, soplaba un viento helado. Los hombres, sombras inciertas, se escabullían uno a uno, las puertas de las casuchas se cerraban con un chirrido; también los tres paletos se habían cansado de examinar el coche y de golpe desaparecieron.
Inútil seguir preguntando, se dijo Giovanni. Cada uno me daría una respuesta diferente, como me ha pasado hasta ahora, cada uno me llevará a un lugar diferente, sin el más mínimo provecho para el periódico. (En realidad cada uno tiene su propio derrumbamiento, uno ha sufrido un desprendimiento sobre su campo, al otro se le está viniendo abajo el estercolero, otro aún conoce el trabajo constante de las piedras que día a día caen, cada uno tiene su propio mísero derrumbamiento, pero ninguno de ellos es el que le importa a Giovanni, el gran derrumbamiento acerca del cual escribir tres columnas, quizá la oportunidad de su vida).
En el silencio inmenso volvió a oírse una campana lejana y luego nada. Giovanni se había vuelto a montar en el coche, encendía ahora el motor y las luces; desalentado, se disponía a volver.
Triste historia, pensaba, y quién sabe cómo habrá sucedido. La noticia de un hecho mínimo, quizá de aquel minúsculo derrumbamiento en el campo del campesino iracundo, había descendido curiosamente hasta la ciudad por derroteros inexplicables, y por el camino se había ido deformando cada vez más hasta convertirse en una tragedia. Historias parecidas no eran raras, en fin de cuentas, eso formaba parte de la normalidad de la vida. Pero ahora era Giovanni quien había de pagar. El no tenía ninguna culpa, cierto, pero volvía con las manos vacías y no iba a hacer muy buen papel. «A no ser que…», y sonrió, calibrando lo absurdo del asunto.
Ahora el coche había dejado atrás ya las casas de Sant’Elmo, con escarpadas revueltas la carretera se hundía en las negras concavidades del valle, no se veía un alma. El auto bajaba en medio de un leve rumor de grava, los haces de los faros exploraban las inmediaciones, proyectándose de cuando en cuando en la otra ladera del valle, en las nubes bajas, en los siniestros riscos, los árboles muertos. Bajaba lentamente, como retenido por una remotísima esperanza.
Hasta que el motor calló o, al menos, eso pareció, porque Giovanni oyó a sus espaldas (alucinaciones quizá, pero también podía ser que no), oyó a sus espaldas el principio de un crujido inmenso que parecía sacudir la tierra; y su corazón se vio embargado por una inefable excitación extrañamente parecida al júbilo.