El rey levantó la vista de su gran mesa de trabajo hecha de acero y diamantes.
—¿Qué demonios cantan mis soldados? —preguntó. Fuera, por la plaza de la Coronación, pasaban batallones y más batallones marchando hacia la frontera y, al tiempo que marchaban, cantaban. Liviana era para ellos la vida, pues el enemigo se hallaba ya en fuga y allí, en las lejanas praderas, no quedaba por cosechar más que la gloria de la que coronarse para el regreso. Y, de rechazo, incluso el rey se sentía maravillosamente bien y seguro de sí. El mundo entero se aprestaba a ser conquistado.
—Es su canción, majestad —respondió el primer consejero, recubierto también él por entero de corazas y hierro, ya que ésta era la norma de guerra.
Y el rey dijo:
—¿Y no pueden cantar algo más alegre? Schroeder ha escrito para mis ejércitos himnos preciosos. También yo los he oído. Y son verdaderas canciones de soldados.
—¿Qué queréis, majestad? —dijo el viejo consejero, más encorvado aún bajo el peso de las armas de lo que lo habría estado en realidad—. Los soldados, un poco como los niños, tienen sus caprichos. Démosles los himnos más bellos del mundo y ellos seguirán prefiriendo sus canciones.
—Pero ésa no es una canción de guerra —dijo el rey—. Cualquiera diría, al oírlos, incluso que están tristes. Y no me parece que sea ése el caso, digo yo.
—Yo, desde luego, no lo diría —convino el consejero con una sonrisa colmada de lisonjeras alusiones—. Pero quizá sea sólo una canción de amor; probablemente no pretende ser otra cosa.
—¿Y qué dice la letra? —insistió el rey.
—En realidad no tengo conocimiento de ello —respondió el viejo conde Gustavo—. Haré que me lo digan.
Los batallones llegaron al frente, arrollaron de forma brutal al enemigo y se hicieron con más territorios; el fragor de sus victorias se extendía por el mundo, su paso impaciente se perdía por las llanuras cada vez más lejos de las cúpulas plateadas del palacio. Y de sus campamentos cercados por ignotas constelaciones se difundía siempre el mismo canto: no alegre, sino triste; no victorioso y guerrero, sino lleno de amargura. Los soldados estaban bien alimentados, llevaban ropas finas, botas de cuero de Armenia, calientes pellizas, y sus caballos galopaban de batalla en batalla cada vez más lejos, siendo pesada tan sólo la carga de aquel que transportaba las banderas enemigas. Pero los generales preguntaban:
—¿Qué demonios cantan los soldados? ¿Acaso no conocen nada más alegre?
—Ellos son así, excelencia —respondían, diligentes, los del Estado Mayor—. Son mozos como castillos, pero tienen sus manías.
—Una manía poco lucida —decían los generales, de mal humor—. Parece que lloren, caramba. ¿Qué más podrían desear? Cualquiera diría que están descontentos.
Sin embargo, uno a uno, los soldados de los regimientos victoriosos estaban satisfechos. Ciertamente, ¿qué más podían desear? Una conquista detrás de otra, un rico botín, siempre mujeres nuevas de que gozar, cercano el retorno triunfal. En sus jóvenes frentes, radiantes de fuerza y de salud, se podía leer ya la aniquilación definitiva del enemigo de la faz de la tierra.
—¿Y qué dice la letra? —preguntaba el general, picado por la curiosidad.
—¡Ah, la letra! ¡Es una letra estúpida donde las haya! —respondían los del Estado Mayor, siempre cautos y reservados por una costumbre que venía de antiguo.
—Bueno, pero aunque sea estúpida ¿qué dice?
—Exactamente no lo sé, excelencia —decía uno—. ¿Lo sabes tú, Diehlem?
—¿Lo que dice la canción? A decir verdad, no. Pero el capitán Marren, aquí presente, seguro que…
—Eso no es mi fuerte, mi coronel —respondía Marren—. Pero se lo podemos preguntar al brigada Peters, si da su permiso…
—Venga, ya está bien de historias, apostaría… —pero el general prefirió no terminar la frase.
Ligeramente emocionado, tieso como una estaca, el brigada Peters respondía al interrogatorio:
—La primera estrofa, excelencia serenísima, dice así:
Por campos y pueblos
suena el tambor ya,
y pasan los años,
la senda de vuelta,
la senda de vuelta,
quién sabe do está.
»Luego viene la segunda estrofa, que dice: «Por dindes y dondes…».
—¿Cómo? —dijo el general.
—«Por dindes y dondes», excelencia serenísima.
—¿Y qué significa eso de «por dindes y dondes»?
—No sabría decíroslo, excelencia serenísima, pero así es la canción.
—Está bien, ¿cómo sigue, entonces?
—Por dindes y dondes
marchar y marchar,
y pasan los años,
donde nos partimos,
donde nos partimos,
una cruz se está.
»Y luego viene la tercera estrofa, que casi nunca se canta. Dice…
—Suficiente, es suficiente —dijo el general, y el brigada saludó marcialmente.
»No me parece demasiado alegre —comentó el general una vez hubo salido el suboficial—. Poco apropiada para la guerra, en cualquier caso.
—Realmente poco —convenían con el debido respeto los coroneles del Estado Mayor.
Todas las noches, después de los combates, mientras la tierra humeaba aún, se expedían mensajeros veloces para que volaran a comunicar las buenas noticias. Las ciudades estaban engalanadas, los hombres se abrazaban en las calles, repicaban las campanas de las iglesias, y, sin embargo, quien atravesaba de noche los barrios humildes de la capital oía siempre cantar a alguien —un hombre, una chica, una mujer— aquella misma canción nacida quién sabe cuándo.
Efectivamente, era bastante triste; contenía algo así como mucha resignación. Apoyadas en los antepechos, muchachas rubias la cantaban, ausentes.
Por mucho que uno se remontara en el tiempo, no se recordaban en la historia del mundo victorias parecidas, ejércitos tan afortunados, generales tan valientes, avances tan rápidos, tantas tierras conquistadas. Incluso el último soldado de infantería acabaría convirtiéndose en un rico señor, tanto había para repartir. Sólo la esperanza marcaba los límites. Ahora ya se hacía fiesta en las ciudades, por la noche, el vino corría a raudales, los mendigos bailaban. Y entre un jarro y otro, venía bien una cancioncilla, un pequeño coro de amigos. «Por campos y pueblos…» cantaban, tercera estrofa incluida.
Y cuando nuevos batallones atravesaban la plaza de la Coronación para ir a la guerra, el rey levantaba ligeramente la vista de los pergaminos y los partes, escuchaba, y, no sabía explicarse por qué, aquel canto hacía nacer en él el mal humor.
Pero año tras año, por campos y pueblos, los regimientos avanzaban cada vez más, y no acababan de decidirse a lomar el camino inverso; y aquellos que habían apostado por la llegada de la noticia final y más feliz perdían. Batallas, victorias, victorias, batallas. Ahora ya los ejércitos marchaban por tierras increíblemente lejanas, de nombres tan difíciles que apenas se sabía cómo pronunciarlos.
Hasta que (¡de victoria en victoria!) llegó el día en que la plaza de la Coronación quedó desierta, las ventanas del palacio condenadas y, a las puertas de la ciudad, el rumor de extrañas columnas militares extranjeras que se aproximaban; y, en las llanuras remotísimas, de los invencibles ejércitos habían nacido bosques que hasta entonces no existían, monótonos bosques de cruces que se perdían en el horizonte, nada más. Porque ni en las espadas ni en el fuego ni en la furia de los escuadrones de caballería lanzados a la carrera había estado cifrado el destino, sino en aquella canción que, lógicamente, parecía a reyes y generales poco apropiada para la guerra. Durante años, el hado en persona había hablado con insistencia a través de aquellas humildes notas, anunciando a los hombres aquello que estaba marcado. Sin embargo, palacios, guerreros, sabios ministros, habían permanecido sordos como piedras. Ninguno de ellos había comprendido; sólo los ignorantes soldados coronados de cien victorias, cuando, cansados, marchaban hacia la muerte por los caminos de la noche, cantando.