Contra Venecia, como contra toda ciudad excesivamente encomiada, se tiene siempre cierta prevención. Se va de mala gana, a rastras por su prestigio, refunfuñando, dispuesto uno en cada momento a sentirse defraudado. Pero, venciendo todos los prejuicios, Venecia no defrauda nunca. Es, sencillamente, maravillosa. Llegar a Venecia en avión es gozar de uno de los espectáculos más inefables que puede deparar el mundo. Antes de tomar tierra en el aeródromo del Lido, esa privilegiada lengua de tierra donde los ingleses han instalado sus balnearios, sus hoteles y sus campos de tenis —porque todo aquello es de los ingleses, los ingleses lo pagan y los ingleses lo gozan—, el avión da una vuelta por encima de Venecia, cuyo caserío es como una bandada de gaviotas posadas sobre el mar y prestas a levantar el vuelo en cualquier momento.
La vieja ciudad, tan hollada por los literatos, tan chupada por las cámaras fotográficas y tan lamida por los pinceles de todos los pintores, tiene, a pesar de todo contra toda prevención, un encanto indestructible. Verla emergiendo del mar como un nenúfar, con sus viejas piedras amarillas que le dan esa palidez enfermiza de los nenúfares, echa por tierra todo el odio que le teníamos por lo sobada, cantada, pintada y fotografiada que está.
Creo, además, que lo mejor de Venecia está aún inédito. Para mí, lo mejor de esta vieja ciudad es su contrafigura, su respaldo, el envés. No los canales y las faenadas de los palacios, sino los patios interiores, los callejoncitos y las plazoletas irregulares que han quedado en la trasera de las casas, esos ámbitos cuajados de rumores y recuerdos a los que se abren las ventanas de las alcobas llenas de misterio y penumbra de las venecianas y donde juegan tristes los niños de esta ciudad sin parques, que a veces se quedan quietos y callados mirando desde el fondo de estos pozos el cuadradito de cielo azul que allá en lo alto recortan las cornisas de estas paredes de piedra que los tienen aprisionados.
Esta Venecia interior, íntima, un poco triste y fracasada, es la que con más fuerza me atrae. Mirando estos patizuelos con sus emparrados, sus toldos y sus cortinillas discretísimas, acogido al remanso de estos ámbitos que son como cuajarones del espacio en donde vibran siempre las campanadas de estos innumerables relojes venecianos, pródigos de sus horas, sus medias horas y sus cuartos de hora, he dejado pasar mucho tiempo.
Tanto, que me he quedado sin ver muchos palacios, muchas estatuas y muchos cuadros famosos.
Si yo fuese veneciano, ya una mañana cualquiera que me hubiese levantado de la cama con mal humor, me habría ido a la plaza de San Marcos y, cogiendo por las solapas al primer imbécil de turista que me encontrase echándole de comer a las palomas, le hubiese hablado así:
—Caballero, esto que hace usted es indigno. ¿No le remuerde la conciencia? ¿No se avergüenza de estar aquí con ese aire estúpido extasiado ante la fachada de San Marcos o embobado con el Campanile? ¿Cree usted que esto es serio? ¡Venir aquí a repetir los mismos tópicos admirativos que han repetido ya todos los millones de turistas del mundo, a decir una vez y otra que todo es «interesante», «muy interesante», y a creerse de veras que su alma de cántaro se ha conmovido en presencia de las grandes obras de arte cuando hay en el mundo tantas cosas ciertas y serias que ver, que admirar y que sentir! ¿No comprende usted el daño que hace con su estúpida superstición?
»Mire usted, señor: yo soy veneciano, tengo esta desgracia. A mis antepasados se les ocurrió hacer esta ciudad insensata en una laguna. Pero, en fin, ellos sabrían por qué. Tal vez tuviesen sus razones. No; yo no les culpo a ellos. Después de todo, lo hicieron bien; ésta es la verdad. Lo intolerable, lo dramático, es que yo tenga que pagar las consecuencias. Es decir, que me las haga usted pagar a mí.
»No, no se escandalice; usted tiene la culpa. Aquí no se puede vivir; esto es una verdadera porquería. Estos maravillosos canales que emocionan a las criaturas de temperamento poético son unas verdaderas letrinas. ¿Pero es que no tiene usted narices? Huela usted, hombre; huela usted. En esta maravillosa ciudad de Venecia que emociona hasta el desmayo a las damitas inglesas y a los tenderos alemanes, nos morimos de fiebre palúdica, de tifus, de disentería. ¡Y ni siquiera se nos otorga el consuelo de figurar en las estadísticas, porque como ésta es una ciudad de turismo, no se les puede espantar a ustedes! ¿No ha sentido usted por la noche los mosquitos, esos terribles mosquitos venecianos que nos tienen comidos, que nos alancean y nos inyectan todos los gérmenes patógenos conocidos y por conocer?
»Usted, señor turista, vive en una ciudad razonable que le permite a usted cruzarla de punta a punta en unos minutos gracias al metro, los autobuses o los tranvías. Esta ciudad donde usted vive tiene un crecimiento normal, está rodeada de campos que, merced a su industria, usted va ganando y transformando en riqueza urbana, de la cual se queda usted con una buena porción en el bolsillo. ¿No es eso? Pues bien, señor; nosotros no tenemos aquí campo alguno para el desarrollo de nuestra actividad, ni siquiera manera hábil de ser activos. ¿Cree usted que es posible ir a hacer negocios, a asistir a la oficina, luchar, ser hombre diligente y rápido en la acción cuando para moverse tiene uno que acompasar el ritmo de su vida al ritmo que lleva el remo de su gondolero?
»Se entusiasma usted con el brillo de los ojos de nuestras mujeres y no ve que ese brillo es el de la fiebre, el de las tercianas que suelen tener. Su esposa de usted, señor turista, sale de paseo por los bulevares para esparcirse y tonificar sus nervios en el Tiergarten, el Bosque de Bolonia o el Retiro; la mía, caballero, tiene que quedarse encerrada en casa luchando con los mosquitos y con el mal olor, con un humor de perros, neurasténica, más loca que una cabra. Usted tiene unos niños que corretean por los jardines y los parques municipales de su ciudad; yo tengo a mis hijos, amarillos y tristes encerrados en el pozo de piedra de un patio interior. Usted puede irse a las afueras de su ciudad, llamar a Le Corbusier y hacerse la casa que se le antoje y en el sitio que le plazca. Aquí, todas las casas que era posible hacer, están hechas. Yo tengo que vivir en las habitaciones de mi bisabuelo, asomarme a los huecos que le plugo hacer en su casa a mi bisabuelo y tener un salón decorado según el gusto de mi bisabuelo. Porque ¡qué crimen no sería derribar uno de esos palacios maravillosos e incómodos para levantar en su solar una casa, vulgar y confortable!
»No me interrumpa, no; ya sé lo que va usted a decir, que usted no tiene la culpa. Sí, señor; la tiene usted. Pues si no fuera por ustedes los turistas, ¿viviríamos nosotros aquí? No; si no fuese por la codicia que despierta vuestro dinero, esta poética y maravillosa ciudad estaría desierta. Los venecianos se hubieran ido a ganarse la vida honradamente por ahí, viviendo de una manera razonable. Son ustedes con sus propinas, con sus gastos de hotel y sus compras de reproducciones y de chucherías, los que nos amarran a esta vida miserable de mendigos disimulados, de cicerones, de camareros. ¿No cree usted que ese mozo veneciano que va empujando cansadamente el remo mientras usted aprisiona el talle de una madamita sentimental a lo largo de los canales podía ganarse la vida de una manera más fácil y más limpia?
»Váyase, señor turista, váyase. Dejemos esto convertido en un museo o en una especie de relicario aislado de la vida contemporánea por una especie de vitrina espiritual. Ni usted ni nosotros tenemos nada que hacer aquí. Nosotros, porque en el mundo moderno hay otras maneras más dignas y eficaces de ganarse la vida. Usted, porque —ahora en confianza— maldita la emoción estética que esto le produce. Seamos sinceros. A usted, señor fabricante de Chicago o comerciante de París, le traen completamente sin cuidado las preocupaciones espirituales. Usted tiene muchas cosas que hacer, está absorbido por muchas preocupaciones materiales. ¿Verdad que le traen completamente sin cuidado las maravillas arquitectónicas de la catedral y la colección de lienzos del palacio de los Dux? Dejemos eso del arte para unos cuantos insensatos que no tienen dinero para venir a Venecia, y hablemos claro. Viene usted aquí únicamente para poder algún día tomar la palabra en su club y decir: «Una noche en Venecia paseábamos por el gran canal…». ¿No es eso? Pues no sea usted tonto. Porque diga eso ya nadie le tendrá por más culto, ni por más espiritual, ni por más sensible. Ya no se engaña a nadie con esas cosas. Quédese, pues, en su casa, nos hará usted un gran favor.
Esto le diría, y después, si no se iba, le echaría una mano al pescuezo, le arrancaría a viva fuerza la cartera repleta de libras o dólares y le arrojaría al gran canal. A ver si así se curaba de su estupidez.
Para el viajero que ama el viaje, el regreso es siempre un poco precipitado. Se ha detenido demasiado en todas partes, se ha ido quedando enganchado en todos los requerimientos.
Todavía, unas jornadas en Milán entre saludos fascistas, desfiles fascistas, partidos de foot-ball fascistas, discusiones fascistas y hoteleros fascistas. Nada grato todo esto. Hay que irse. Unas horas en Génova, perdido en el laberinto de sus calles estrechas y altas hasta lo inverosímil, un rato de silenciosa y humorística contemplación de las artísticas ruinas que se titulan la casa de Cristóbal Colón (es indudable que si aquí no nació Colón, por lo menos aquí pudo haber nacido, dando por supuesto que Colón naciera alguna vez y en alguna parte) y, finalmente, la travesía deliciosa del Golfo de Génova a lo largo de la Costa Azul. Monaco, Montecarlo, San Remo, Niza, Cannes, Antibes, unas horas en el puerto de Marsella, un vermú en la Cannebiére y otra vez el lomo de los Pirineos.
La ruta cumplida.