LA CABEZA PARLANTE O EL VERDADERO MONSTRUO DE LAS BARRACAS DEL PRATER

Salimos de Praga a las siete de la mañana. Ya a esta hora la ciudad está despierta, ágil, nerviosa, las calles pobladas de transeúntes, los comercios abiertos. Praga es una de las ciudades de Europa que se levanta más temprano. En marcha hacia el aeródromo, damos un último paseo por la ciudad. Dejamos atrás el Moldava, con sus márgenes cubiertas de verdor, en las que se han trazado deliciosos parquecillos, y poco a poco nos vamos metiendo en la zona fabril de la ciudad. Aquí, el panorama es radicalmente distinto. Otra vez la influencia germánica. Grandes fábricas, colosales chimeneas, barriadas obreras tiradas a cordel. La zona industrial de Praga es el reducto de los alemanes. Pasado este cinturón de hierro y humo, donde se desarrolla la gran lucha del capitalismo industrial y el comunismo, llegamos al campo checo, esta campiña tan pintoresca, tan iluminada, tan de estampa. En el aeródromo de Kbely subimos al avión que ha de llevarnos a Bratislava, en la frontera austríaca. El panorama de las provincias checas responde exactamente a su exponente de la ciudad de Praga. Anchos campos de labor, campesinos laboriosos, trajes pintorescos, costumbres ancestrales, mucho folklore, grandes barbas, grandes pipas, pueblecitos que se estructuran a la manera medieval y ciudades ricas en testimonios arqueológicos. Así Brno, así Bratislava.

Un poco más allá de Bratislava todavía estamos volando sobre territorio checo; un aletazo más y estamos en Viena. No en Austria; literalmente en Viena. No hemos podido ver el paisaje austríaco.

Entrando por este lado, se tiene la impresión de que toda Austria es su capital; toda Austria es ciudad.

A poco de atravesar la frontera, se divisan desde el avión, sucesivamente, los tres deltas del Danubio. Toda la campiña tiene un aspecto de suburbio, de afueras de una gran ciudad. Tomamos tierra en el aeródromo de Aspern, un poco más arriba del Viejo Danubio. La germanización vuelve a ser ostensible; se mete por los ojos apenas se baja de la cabina del avión. Todo vuelve a estar pintado y barnizado a la alemana. Los aviones vuelven a ser exclusivamente alemanes. Salen frecuentemente los correos aéreos para Munich y Berlín, van dando un rodeo para evitar el territorio checoslovaco, esta cuña metida por la paz de Versalles en el corazón de Germania.

Por la Praterstrasse y el muelle de Francisco José, llegamos hasta el corazón de Viena. En un rinconcito de la Stephansplatz hay un restaurante amable; un frondoso emparrado deja caer una grata luz verde sobre los manteles donde brilla la plata vienesa de los cubiertos y la cristalería de Bohemia. Allí, bajo la sombra graciosa de la catedral de San Esteban, vuelve a tomarse el gusto a la buena vida, a la vida amable de la gran ciudad imperial, que lo ha perdido todo menos este señoreo de sí misma, este goce sensual de la existencia que Praga, por ejemplo, la vieja capital de provincia, no sabrá sentir jamás.

Las últimas investigaciones de la Academia de Ciencias de Moscú han demostrado que una cabeza separada del tronco puede seguir viviendo durante algún tiempo mediante un sistema artificial de circulación de la sangre. Ahora, volando sobre Viena, me asalta la impresión de que estoy comprobando la verdad de esa afirmación científica; una cabeza privada del cuerpo puede seguir viviendo.

Viena, mientras volamos sobre ella, se nos antoja como una cabeza cortada que sigue moviendo los ojos y la boca mientras el verdugo la enseña al pueblo cogida por los cabellos. De un momento a otro cesarán estos movimientos del sistema nervioso central, y esta magnífica testa de magnate decapitado que es Viena se acabará para siempre.

Pero la cirugía de los pueblos tiene muchas más posibilidades que la cirugía de los individuos. A esta cabeza cortada se le está buscando un cuerpo. Éste es el empeño de los defensores del Anschluss, la anexión de Viena a Alemania.

Viena da la impresión de estar deseando fervientemente unirse a alguien. Pero, no obstante, el fatalismo de la influencia alemana, las preferencias espirituales de los vieneses no son para Alemania, sino para Inglaterra. Austria es hoy una colonia espiritual de Inglaterra. Basta penetrar en un hogar austríaco para comprobar la realidad de esta reverencia por el espíritu británico.

Ahora, al término de mi viaje, pienso en lo conveniente que sería divulgar el mapa espiritual de la Europa contemporánea llevándolo hasta las paredes de las escuelas de primera enseñanza. Un mapa en el que apareciesen, señaladas por masas de colores diferentes, no las diversas naciones según las fronteras de sus estados, sino las distintas comunidades espirituales. Se vería en este mapa que Francia, por ejemplo, que ha ensanchado considerablemente su territorio nacional después de la guerra, es la nación que más tierra espiritual ha perdido. Toda Rusia, que antes de 1914 tenía en el mapa espiritual de los pueblos europeos el color de Francia, tiene hoy el color de Alemania. Alemania ha conquistado a Rusia. He tenido la paciencia de ir preguntando a todo el mundo durante el tiempo que he estado en la URSS qué nación era la que más admiraban, y de cada diez ciudadanos soviéticos interrogados, ocho respondían que Alemania y dos que los Estados Unidos.

Francia, en cambio, ha ganado Checoslovaquia; Inglaterra proyecta sobre el exiguo territorio austríaco el color verde botella con que en los mapas suelen estar marcadas sus islas, e Italia extiende la tinta negra de su fascismo por el Oriente europeo.

Habría que hacer seriamente este mapa de la espiritualidad europea contemporánea.

Viena es inexplicable. Uno se pasea por las grandes avenidas de Viena un poco asustado. A pesar de la grandeza de los palacios, de la escrupulosa municipalización de los comercios suntuosos, la vida cara, las frivolidades, las joyas, las sedas, las mujeres, se advierte en seguida que todo aquello se mantiene milagrosamente, acaso por la inercia, quién sabe a costa de qué íntimas catástrofes. Uno no está muy seguro de que el chófer que le lleva en su taxi no vaya a desmayarse de inanición, ni de que esta señorita vienesa que luce su toaleta fastuosa por la Kärntner Strasse o la Opernring no tenga a su madre implorando la caridad pública a la puerta de cualquier templo católico.

En el Prater hay todas las tardes unos millares de ciudadanos que llenan alegremente los cinematógrafos, las montañas rusas, los carruseles, los columpios, las barcas del lago, las barracas de los fenómenos, las cien diversiones que han hecho del Prater la feria más famosa del mundo. Pero la pregunta sigue siendo, angustiosa: ¿De qué vive toda esta gente?

Viena es, hoy día, la ciudad más confusa de Europa. No hay modo de explicarse lógicamente sus contradicciones, su apariencia fastuosa y su miseria íntima, sus palacios, sus museos, sus porcelanas y su orfebrería al lado de estas gentes mal alimentadas y estas muchachitas graciosas con las piernas desnudas porque no hay medias. Viena católica, socialista, fascista. Viena ciudad imperial y mendicante es hoy el gran enigma de Europa.

El tono de Viena no se explica más que al pensar que es una ciudad que está viviendo a costa del pasado. Viena tiene, efectivamente, un ritmo viejo, un ritmo que ya no se usa. En sus cabarets se bailan valses vieneses todavía, aunque instrumentados por los jazz-bands. En las películas vienesas hay aún unas muchachitas ligeras de cascos que se enamoran fácilmente de unos apuestos oficiales; en general, el amor conserva aquí aquella espiritualidad artificiosa, aquel tono frívolo y sentimental de antes de la guerra que ya no se encuentra ni en París ni en Berlín. Donde las cosas tienen hoy una dureza y una netitud implacables.

La vida galante de Viena conserva, estilizado, el ritmo de la opereta. Europa se americaniza, se charlestoniza. Los negros han tomado París, y Berlín es una colonia yanqui. Viena es lo único europeo que queda en Europa. Mientras las chicas berlinesas juegan terribles partidos de fútbol o reman hasta destrozarse las manos en las piraguas del Wannsee y las parisinas rinden pleitesía a Josefina Baker y a las troupes de girls norteamericanas, las muchachitas vienesas siguen llevando el «tempo lento» y ceremonioso de la frivolidad europea, aquellas buenas maneras de la cortesanía, aquel artificio sentimental que hacía aparecer a las mujeres como joyas fragilísimas, protegidas por costosos estuches de sedas y pieles. Frente a la desnudez centroafricana de una negra con unos plátanos colgados de la cintura que triunfa en París y el sucinto traje de baño de las norteamericanas que han adoptado como uniforme las muchachas deportivas de Alemania, estas madamitas vienesas arrebujadas en sedas, con sus coqueterías y sus resabios vagamente sentimentales, son la supervivencia del viejo sentido europeo del amor. Esto explica aquel ruidoso fracaso de Josefina Baker en Viena, donde estuvo a punto de ser linchada por la multitud.

Y es que Viena y sus muchachitas es una de las pocas cosas que nos van quedando del viejo espíritu europeo después del tirón hacia la selva que nos están dando los americanos.

Salimos del aeródromo de Viena en dirección a Venecia con un día de viento y niebla nada grato, sobre todo al pensar que habíamos de atravesar los Alpes. Pero la aviación comercial aspira a funcionar con la misma regularidad que los servicios ferroviarios, y los fenómenos atmosféricos han sido teóricamente suprimidos. Los aviones correos vuelan a la hora fijada con viento, niebla, nieve o tempestad.

A los cincuenta kilómetros del aeródromo pasamos sobre Wiener Neustadt, el gran centro industrial atravesado por numerosas líneas ferroviarias que allí se entrecruzan, y poco después nos adentramos en la región montañosa, envuelta en una niebla espesa, que el avión perfora bravamente.

Metidos ya en el corazón de las montañas, tropezamos con una barrera infranqueable. El piloto tuerce el rumbo e intenta bordear la zona tormentosa caminando primero hacia el Norte y después hacia el Sur. Las tentativas son inútiles. Remontamos el vuelo hasta una altura de dos mil quinientos metros. Inútil también. Entonces procuramos pasar por debajo de la turbonada, y el piloto pone a prueba nuestros nervios abatiéndose hasta el fondo de los valles y trepando por la falda de las montañas para atravesarlas rozando las copas de los árboles y los picachos de las crestas. Hay un momento en el que, por un desgarrón de la niebla, asoma a poca distancia ya la ingente masa de una montaña, contra la que estamos a punto de estrellarnos.

El pugilato emprendido entre nuestra máquina y las enormes masas de vapor de agua que el viento empuja ciegamente se prolonga una hora y otra. Al fin vence el temporal, por puntos. Al avión se le han agotado las provisiones de esencia y hay que aterrizar inmediatamente. ¿Dónde? Un vallecito hondo y oscuro como el vértice de un cucurucho. Para posarse allí, el avión tiene que sortear una casita, tres árboles y un rebaño de cabras. Apenas se hunde el tren de aterrizaje en el barro, empiezan a salir de todos los rincones del valle campesinos que vienen hacia nosotros corriendo y agitando sus guadañas, sus horquillones de madera y sus hoces como una horda de cazadores salvajes a los que les hubiese caído una buena pieza.

Hemos caído a varios kilómetros de Graz, adonde nos lleva al poco tiempo un automóvil, mientras el avión se queda allí expuesto a que los campesinos se lo coman. No me extrañaría nada.

Graz es una ciudad pequeña, vieja, con muchos monumentos, muchos puentes y muchas fortalezas. En la plaza principal hay por las mañanas un mercado al que los campesinos bajan a llevar sus cántaras de leche, sus quesos y sus recentales. Graz tiene infinidad de iglesias católicas, alguna iglesia protestante y creo que hasta alguna sinagoga. Graz es la patria de Sacher-Masoch.

Hemos de quedarnos aquí hasta el día siguiente. Paseamos aburridos por las callecitas estrechas y tortuosas de esta vieja ciudad provinciana. Una hora en el patio claustral de Landhaus nos hace recordar el sentido de las viejas ciudades españolas que habíamos perdido en esta sucesión de grandes ciudades a que nos tienen sometidos las etapas del avión. Cuando ya va anocheciendo, caemos en un restaurante típicamente austríaco. Es una vasta sala de gran chimenea y techo altísimo, decorada con trofeos de caza, armas y atributos de montería. Allí se bebe copiosamente una cerveza clara y sabrosa, se fuma en grandes pipas de madera o porcelana y se comen unos formidables trozos de carne guisados con mucha manteca. No hay nada más que hacer allí.

Muy de mañana, salimos para Klagenfurt, próximo a la frontera yugoeslava, y desde allí continuamos para Venecia.