UNA NACIÓN ADOLESCENTE

Otra vez en el aeródromo de Tempelhof, camino esta vez de Checoslovaquia. Vamos a ver ahora limpiamente cómo a medida que el avión avanza va borrándose la huella que ha impreso en el paisaje el imperialismo germánico. Volamos, primero, sobre el corazón de Prusia; todo el paisaje, los bosques, las carreteras tiradas a cordel, las vías férreas, los centros industriales —manchas echadas sobre el campo— que ofenden al cielo con sus humos, todo está tomado por un espíritu de concentración de fuerza, de exuberancia, de congestión, que no puede ser más que espíritu imperialista. El aeródromo de Halle-Leipzig es el más moderno del mundo; la estación de Leipzig, la más grande del mundo también… Casas grandes y sólidas, tejados agudos, calles amplias, campos bien parcelados, pequeños como pañuelos, con vallas pintadas de verde, todo muy aprovechado, medido, pintado y barnizado.

Después, Dresde, con sus grandes edificios rojos, amarillos, azules. Dresde, tiene un pigmento especial, una coloración sui géneris; está impregnado de una anilina de tono radiante.

Pero, a partir de Dresde, la anilina alemana va destiñéndose, borrándose. En el paisaje empieza a predominar el elemento natural. A lo largo de muchos kilómetros, luchan por la posesión del campo el imperialismo germánico y esta gran fuerza étnica y ancestral de los checos. Hay una clara dualidad de influencias. Todo tiene una doble dirección —hacia dentro y hacia fuera— y hasta una doble denominación —Bodenbach, germánico; Podmokly, checo; Aussig, alemán; Usti, checo—, que hace más patente y melodramática la lucha que se está desarrollando en esta coyuntura de la Europa oriental y la Europa occidental.

Poco a poco, los campos son más grandes, las parcelas más desiguales y los caminitos más torcidos. La anilina germánica va siendo sustituida por el «color local». Localismo en vez de imperialismo. A medida que el avión penetra en el macizo de Bohemia va notándose cada vez más la rebeldía del paisaje. Ya en Praga, el panorama espiritual ha cambiado por completo. Aldeanos con trajes de colores, siglo XVI, arqueología, etnografía.

Y unos camareros de frac que hablan francés.

Muy de mañana, he abierto esta ventana grande y apaisada de mi cuarto de hotel y me he encarado con el panorama de los tejados de Praga. Sobre la lámina gris plata del espacio se recortan, escalonadas, las negras siluetas de los tejados de pizarra que cubren graciosa y confortablemente la ciudad con sus buhardillas, sus torreones, sus agujas y sus veletas. Lo mejor de Praga es la cobertura, el remate, la teoría de tejados de estas casas grandes, monumentales, de amplios patios silenciosos y larguísimas crujías, con muros de piedra bien trabajada, piedra envejecida sin revocos, curada al humo y a la niebla. Por entre estas casas, que dan una sensación de fuerza indestructible, se va caminando a lo largo de unas callecitas estrechas y enrevesadas hasta dar en una gran plaza con soportales, idéntica a la plaza mayor de cualquier ciudad castellana. En los soportales de estas plazas tienen dos pañeros sus tiendecitas repletas de tejidos aldeanos de vivos colores, de mantas que bien pudieran ser zamoranas y palentinas y de pañolones rameados para la cabeza de las campesinas. A esta hora temprana, la plaza y sus aledaños están ocupados por una muchedumbre abigarrada de campesinos, provincianos y pequeños comerciantes de todas las razas, checos, eslovacos, alemanes, madgyares, ruthenos, judíos y polacos, que discuten y regatean cada cual en su lengua, todos pobres, todos laboriosos, todos buenos ciudadanos.

En el costado de una torre, un historiado reloj de sol trazado en piedra hace varios siglos. Sobre la valla de un solar, unas litografías gigantescas que anuncian las funciones de un magnífico circo provisto de todas las fieras.

La Europa occidental tiene cierta ternura por Checoslovaquia. El ciudadano de esta joven república de honrados profesores encuentra en todas partes una asistencia y una simpatía excepcionales. Es con lo menos que se le puede pagar.

La independencia checoslovaca fue el más eficaz quebrantamiento del imperialismo germánico que amenazaba a Europa. Su occidentalización, la vuelta de cara de sus profesores hacia París, Londres, Ginebra y Bruselas, al ver antes que nadie en aquellos momentos que no era cierto lo de que la luz venía de Oriente, fue la gran barrera puesta al siniestro del bolchevismo. Bien pueden estar agradecidas las potencias occidentales a esta pequeña república democrática inventada por unos profesores de buena voluntad, a base de unos estrechos nacionalismos y de un irredentismo rencoroso y cerril. No se puede tener demasiada simpatía por ningún movimiento nacionalista, pero aquí, en Checoslovaquia, el ímpetu del nacionalismo checo está contrapesado por las minorías nacionales, que a su vez se contienen unas a otras, dando este feliz resultado de un estado democrático, liberal, culto y europeo, a pesar de que en el fondo no hay más que unos fermentos nacionalistas, unas primitivas e inciviles diferencias étnicas.

Por esta obra inteligente, Checoslovaquia se ha ganado la consideración y el cariño de Europa. Se encontró súbitamente a caballo en el lomo que partía las dos vertientes del porvenir europeo, el Occidente en decadencia y el Oriente, de donde se creía entonces que venía la salvación, y supo resolver certeramente, sin prescindir de nada sin estrangular nada, quedándose en una situación de equilibrio inestable que permite la convivencia de los tres millones de alemanes que hay en su territorio con una obra intensa de desgermanización y sostiene con procedimientos democráticos la lucha a brazo partido con el partido comunista más fuerte de toda Europa. Esta situación engendra una constante inquietud, una tensión perenne del espíritu ciudadano, que es, en definitiva, lo que más favorece el desenvolvimiento de las fuerzas nacionales. ¡Cuán lejos se está aquí de esa calma y ese silencio de muerte que imponen las dictaduras!

Un cabaret en Praga es un saloncito con cierto aire de intimidad, donde unos caballeros corteses se inclinan ceremoniosamente para besar la mano a unas damitas vestidas con unos trajes negros abiertos por la espalda hasta la cintura. Todo muy distinguido y un poco demodé.

Ante una mesita donde el champán alterna sin desdoro con una sustanciosa sopa nacional de fuerte sabor aldeano, un joven diplomático checo me habla fervorosamente de su país; con ese fervor patriótico que el español inteligente no sabe sentir.

Habla este hombre largamente, persuasivamente, saliendo rápido al paso de todas las objeciones, saltando ágil de unos temas a otros para dar de su país una impresión de país bien trabado, de actividades ensambladas, puesto certeramente en ruta. Praga es una ciudad histórica poblada de templos y palacios, pero no es una ciudad que pertenezca al pasado, no es una de esas ciudades definitivamente clausuradas que se encuentran en Italia y en España. Hay que ver en Praga los monumentos arqueológicos y las nuevas barriadas de casas para obreros. Tanto interés tienen unos como otros. El pueblo checo es liberal, tolerante y sin prejuicios religiosos. En la joven literatura checa, se advierte ahora, sin embargo, un renacimiento religioso, un misticismo de última hora que quiere imponerse al sencillo y saludable materialismo del pueblo. La desgermanización ha favorecido el desenvolvimiento de las industrias alemanas en Checoslovaquia. El impulso nacionalista no excluye la solidaridad y la comunidad de interés con los pueblos vecinos. Frente al Anschluss austroalemán, Checoslovaquia postula la unión económica de todos los pueblos de la antigua monarquía austrohúngara sin daño de su independencia política.

No hay que creer, sin embargo, que por virtud de esta política prudente Checoslovaquia haya conseguido una vida próspera y sosegada. La joven república tropieza con grandes dificultades económicas y sociales. Su moneda es una de las más bajas de Europa, y su contingente de emigración, enorme.

Pero la emigración en el pueblo checo no es un daño irreparable, como en España e Italia. El checo ha emigrado siempre, es aventurero y trotamundos de condición, pero no rompe nunca el nexo con la patria.

—Nos vamos por ahí —me dice mi amigo el diplomático— simplemente por ansia de ver mundo. No hay un rincón del planeta adonde no haya un checo. Entre nosotros se dice que cuando Colón descubrió América, con el primero con quien se topó fue con un checo que ya estaba allí. Esta comezón aventurera no es extraña. ¡Estamos tan lejos del mar!

En el saloncito del cabaret entra en este momento una muchachita vestida con una guerrera de dril y calzada con unos zapatones claveteados, que va de mesa en mesa vendiendo unas postales en las que nos informa de que tiene diecisiete años y se dispone a dar la vuelta al mundo a pie y sin dinero. Toda Europa está llena de estos globetroters checoslovacos. Pero si en el resto del mundo estos simpáticos aventureros están considerados simplemente como mendigos extravagantes, en Checoslovaquia, patria de los trotamundos, se les considera y halaga como a héroes nacionales.

Hablando de este afán aventurero de los checos, mi amigo exalta las ventajas de la enseñanza plurilingüe que se da a los chicos en todo el país. El ciudadano checoslovaco ha de aprender, si quiere colocarse en disposición apta para ganarse la vida, el checo, el eslovaco —eslovaco vulgar y eslovaco literario— y el alemán; aprende, además, con gran frecuencia, otra gran lengua europea: el inglés o el francés. En los últimos tiempos, el francés es familiar incluso para las masas populares. Y, finalmente, en Praga hay ahora un grupito de gente que se dedica a aprender y enseñar español.

—Nosotros los checos —me decían— tenemos un gran interés por España. Somos una nación que ha nacido hace diez años y precisamente por esto sentimos una irresistible atracción hacia las viejas naciones de glorioso pasado. En Praga hay un núcleo considerable de españolistas fervientes. No saben ustedes cuánto hacemos aquí por difundir el conocimiento y el amor hacia la cultura española. Lástima que España no nos haga mucho caso. Nosotros nos lo explicamos, claro; ustedes, españoles, no sienten esta ansia de asimilación y expansión que siente nuestro pueblo, nacido ayer.

El origen de este movimiento españolista que se advierte en ciertos núcleos intelectuales de Praga es curioso y de un sabor romántico poco frecuente.

En 1916, cuando la guerra europea estaba en su periodo culminante y las nacionalidades ensartadas en la doble monarquía austrohúngara se debatían entre los horrores de la guerra y de la revolución naciente, un grupo de intelectuales de Praga, asqueados de la horrible matanza que se desarrollaba en torno de ellos, aprisionados por aquel cinturón de odios que la guerra les ponía, buscaron un refugio espiritual, una zona neutra que les sirviera de descanso en el batallar de las filias y las fobias en que se veían, contra su voluntad, metidos. Entonces pensaron en España.

Hablar de España, conocer su historia, estudiar su cultura, aprender su idioma era para ellos un oasis; un término de conciliación entre aquellos hombres cogidos en el foco de una lucha feroz. Así nació el Círculo Español de Praga.

No era por entonces más que una tertulia ante una mesa de un café; de cuantas personas formaban esta tertulia sólo una, el doctor Jaroslav Lenz, había estado en España y sabía hablar español. Pero poco a poco, con un amor romántico por nuestra patria que nosotros no comprenderemos nunca, aquellos buenos hombres fueron interesándose por las cosas españolas y aprendiendo nuestro idioma. La guerra, que los rodeaba como una muralla de fuego, los tenía privados de toda comunicación con el mundo, y de la España de la que ellos hablaban entusiásticamente, no les llegaba jamás ni un rumor. Se habían enamorado de España como podían haberse enamorado de la luna.

Por entonces, no había en Praga ningún español. Los españolistas estaban deseando encontrar un testimonio vivo de la España de sus amores.

Un día supieron, con gran alborozo, que en Praga había un español. Era un antiguo domador de leones que se había casado con una checa y vivía retirado de la profesión. Desde hacía varios años, residía en Praga con su mujer y varios hijos.

Los españolistas buscaron a este ejemplar único de español, dieron al fin con él y lo llevaron poco menos que en triunfo a su tertulia. Pero su decepción fue dolorosísima.

Este español, el único que había en Praga, hablaba un idioma casi ininteligible para ellos, y no había oído en su vida hablar de Cervantes, ni del Quijote. Estuvieron por creer que se trataba de un español apócrifo.

Pero no; se trataba, por desgracia, de un español de lo más auténtico que puede darse. Lo que ocurría era que el domador de leones era un andaluz que no hablaba más que el macareno más castizo. Había salido de Sevilla a los quince años y jamás había tenido ocasión, en sus correrías por el mundo, de trabar conocimiento con el hidalgo de la Mancha.

Los españolistas de Praga, avergonzados de que este español no hubiese leído el Quijote, se lo están haciendo leer ahora. Y el hombre parece que lo encuentra bastante divertido.

En cuanto se pasa de Francia, el español empieza a ser una rareza, un tipo exótico casi desconocido. En cada ciudad importante de Centroeuropa hay, sin embargo, por lo menos un español; se trata siempre de un catalán o un valenciano que tiene una tienda de vinos en la que vende unos líquidos coloreados y explosivos a los que cuelga arbitrariamente unas etiquetas con los colores nacionales que dicen «Jerez», «Málaga», «Manzanilla», «Solera». Estos españoles suelen ser todos desertores del ejército o gente que ha tenido «una mala hora» y no quiere cuentas con escribanos y alguaciles castellanos. Pero son, eso sí, unos fervientes patriotas. El retrato del rey, y ahora el del general Primo de Rivera presiden, invariablemente, sus comercios.

En Praga hay también un español de éstos; los españolistas del Círculo, gente, como hemos dicho, de buena fe, visitan el establecimiento de vinos de este español y se beben sin chistar aquellos líquidos explosivos disimulados detrás de las patrióticas y monárquicas etiquetas.

Tampoco este español de Praga es hombre muy familiarizado con la cultura de su patria. Tiene, sin embargo, ciertos pujos literarios. Un poco avergonzado, un checo, que escribe correctísimamente el español, me ha mostrado unos versos escritos «en castellano» por mi compatriota. Son unos versos en los que el tabernero canta las excelencias del vino. No resisto a la tentación de copiarlos, respetando su pintoresca ortografía. Dicen así:

Es Dios que inventó el vino

por su natural Concencia

que para hir a la Gloria

beber el Vino Valencia.

El Vino es Medesina

que ceproduce en la Tierra

convate toda Malaria

organe la Convelencia.

El Vino alarga la Vida

por ser una Alimencia

i provar Beber solo Vino

ivereis la Diferiencia.

Todo esto es muy divertido, pero un poco triste también. Yo —que, afortunadamente, no tengo nada de patriota— he sentido rubor cuando aquel checo, que ha aprendido en su patria el castellano sólo para conocer nuestra Literatura, se dolía de que los hijos de los españoles residentes en Praga no sepan ninguno la lengua de su padre.

Me hicieron asistir a la toma de posesión por el Círculo Españolista de tres magníficas salas cedidas por el Estado checo para la instalación en ellas de un Instituto iberoamericano, que ya ha empezado a funcionar. Y digo que me hicieron asistir porque de buena gana hubiese eludido mi presencia de un lugar donde se está pregonando la ingratitud y la incapacidad de los españoles.

Tan convencidos están ya los españolistas checos de que nada tienen que esperar de España, que cuando les ofrecí hablar en mi patria de lo que ellos venían haciendo desinteresadamente, me contestaron:

—Usted no hará nada tampoco. Ya estamos acostumbrados a que los españoles que pasan por Praga nos ofrezcan su adhesión fervorosa para todo y luego no vuelvan a acordarse de nosotros. España no nos quiere; no le interesamos. Seguramente la vieja amistad de España con el Imperio y los lazos de sangre que unen a la corte española con la monarquía austríaca hacen que se nos mire, si no con malos ojos, por lo menos con una absoluta indiferencia. Ya ve usted: sólo hemos pedido que nos envíen un lector de español y no hemos podido conseguirlo…