Deliberadamente me he limitado, en la reseña de mi viaje por el territorio ruso, a exponer, desnudos de artificio, los pequeños hechos de la vida cotidiana que caían bajo mi zona de observación, y he guardado cuidadosamente tanto la documentación oficial, que a manos llenas se me ha ofrecido en Rusia, como cualquier deseo de interpretación personal que pudiera haberme asaltado.
Pero, ya al final, me espanta un poco la interpretación que pueda darse del hecho aislado que honradamente yo consigno. Es imprescindible, dado el conocimiento que se tiene en España de la situación actual de la Rusia soviética, ensartar esos hechos aislados en una exposición algo más coordenada que el relato de un viaje para que sirva de pauta a su acertada interpretación. No escribo para especialistas documentados, sino para el gran público.
Y como, a mi juicio, los errores de interpretación sobre las cosas de Rusia parten, creo yo, de que unos tienen la convicción de que el régimen soviético está a punto de extenderse por todo el universo como fórmula redentora de la humanidad, y otros, en cambio, consideran que la revolución comunista no es más que una utopía, la obra infecunda de unos cuantos delirantes que se han aprovechado del estado de descomposición de un pueblo inculto para instaurar un régimen monstruoso, creo esencial reflejar lo más exactamente posible, aunque desde luego a base de una interpretación personal que carece en absoluto de toda autoridad, la situación en que se encuentra hoy Rusia ante el mundo.
El poder soviético está definitivamente consolidado. No creo que exista ya en toda Europa un solo político capaz de creer honradamente esas patrañas contrarrevolucionarias que las agencias periodísticas subvencionadas por los Estados burgueses lanzan cada día anunciando la inminente caída del Gobierno de Moscú.
Pero la consolidación del régimen soviético se ha hecho a costa del sacrificio de las teorías comunistas. La dictadura del proletariado ha tenido que dar un paso atrás y quedarse en una suerte de capitalismo de Estado muy semejante al que se esboza en Alemania, por ejemplo, con el cual los Gobiernos burgueses pueden transigir y pactar tranquilamente. La revolución mundial no es ya más que una aspiración romántica de los idealistas del partido, a la que el Gobierno dedica cada vez menos dinero. Éste es el sentido de la victoria de Stalin sobre Trotsky.
Un formidable nacionalismo fomentado hábilmente por el Gobierno de Moscú en todas las repúblicas de la Unión es hoy el verdadero sostén del régimen que no ha querido quedarse a merced de una problemática revolución mundial.
Aparte la renuncia a la teoría de la «revolución permanente» que postulaban Trotsky y sus amigos, el Gobierno de Moscú ha ido evolucionando por etapas sucesivas, y en la actualidad se ha restablecido la libertad del comercio interior, en los campos se ha concedido a la burguesía el derecho a arrendar sus tierras y a contratar el trabajo de los obreros, se ha restaurado el derecho de herencia, se ha abierto nuevamente a los hijos de los burgueses el acceso a la enseñanza superior, se ha devuelto a los campesinos el ejercicio de sus derechos electorales y en las fábricas se ha limitado la intervención de las células obreras a la función de controlar el cumplimiento de las leyes de trabajo. Todo esto tiende eficazmente a la consolidación del régimen.
Frente a esta política de concesiones a los Gobiernos burgueses y a la burguesía del interior, se ha levantado la posición acaudillada por Trotsky, que acusa a Stalin de «thermidoriano». «¡Están liquidando la revolución para mantenerse en el Poder!» —gritan.
Es una realidad que las conquistas revolucionarias van sucumbiendo ante la necesidad de defender el régimen. El empujón de la burguesía exterior o interior va más allá que todas las concesiones, y el mismo Stalin, que derribó a Trotsky porque éste quería volver al comunismo de guerra para defender la revolución, se ve obligado ahora a tomar el programa de su adversario y pronto tendrá que poner en práctica aquellas medidas excepcionales que aconsejaba el organizador del Ejército Rojo, si no quiere ser arrollado por la nueva burguesía que se lanza al asalto del último baluarte comunista: el monopolio del comercio exterior. Rikov, con una gran parte de los miembros del Gobierno, parece que está dispuesto a hacer también esta última concesión, ante la que Stalin se detiene atemorizado. Y una nueva escisión se dibuja en el seno del partido.
Pero no hay que hacerse ilusiones. Los jefes comunistas podrán acometerse encarnizadamente y acusarse mutuamente de contrarrevolucionarios y de «thermidorianos», podrán acertar o errar en esta política oportunista de zigzags, de tira y afloja, que vienen desarrollando; pero hay una inmensa masa popular dispuesta a todo trance a defender el régimen y a impedir toda la acción capitalista o pequeñoburguesa. Se da el caso de que la misma gente que pone en peligro la vida del régimen, incluso el nepman y el kulak, los enemigos jurados del comunismo, se levantarían en masa para apoyar al Gobierno de Moscú si éste se hallase realmente en peligro. Y es que el comunismo en el Poder no es ya sólo comunismo: es también la paz, el orden, el fomento de la riqueza nacional, la garantía de la independencia nacional… Y la gran masa social que ama estas cosas por encima de todo cierra los ojos ante la doctrina comunista, procura eludir sus consecuencias, se pliega todo lo posible a la voluntad de los gobernantes y, en definitiva, los apoya.
Decía recientemente el gran duque Cirilo, heredero del trono de los Romanov, que la restauración de la Monarquía en Rusia no representará la vuelta a la autocracia, y que los campesinos podrán seguir gozando de la posesión de las tierras.
Después de haber recorrido el territorio ruso, desde Leningrado a Bakú, yo me imagino la gran carcajada que ciento cuarenta millones de habitantes lanzarían al conocer estas concesiones de Cirilo Vladimirovich. En Occidente es posible que esta actitud democrática del pretendido zar se considere como una habilidad política capaz de surtir algún efecto; en Rusia, aun para los antibolcheviques, estas palabras sonarán seguramente de un modo grotesco.
Y es que, aunque parezca mentira, doce años después de la revolución, todavía se desconoce la verdadera trascendencia que ha de tener en el mundo la dictadura del proletariado. En Rusia, esto no hace falta ser profeta para asegurarlo, no habrá ya nunca una restauración monárquica, ni cabe soñar en la sustitución del socialismo imperante por ningún régimen liberal o democrático a la manera occidental.
Hay indudablemente unas etapas de transformación de la dictadura del proletariado que se irán cubriendo penosamente, en medio de terribles luchas, con marchas hacia atrás y hacia delante. El programa comunista será muchas veces vulnerado, se harán concesiones al capitalismo todo lo que sea necesario; pero la revolución seguirá su marcha.
A través de todas las claudicaciones impuestas por el error —tal vez deliberadamente cometido— de implantar el régimen comunista en el país que estaba en peores condiciones para hacer la experiencia, a pesar de la incapacidad de los directores del comunismo para imponer sus convicciones, la doctrina marxista seguirá abriéndose camino. Hoy existe en Rusia una generación que no concibe la existencia sino dentro del régimen comunista.
Es cierto que el comunismo, al salir de las obras de Marx y Engels y de las exégesis de Lenin, para hacerse carne del pueblo ha sufrido tales adulteraciones que puede creerse incluso que ha negado su propia esencia. El oportunismo de los leaders de la revolución, capaces de todas las claudicaciones por sacar adelante el Gobierno de Moscú, los coloca al lado de los oportunistas de la Segunda Internacional, a los que con tanta saña combatieron. Éstos, los socialistas de Ámsterdam, son los que tienen derecho a formular reproches a los comunistas y a decirles: «Se han lanzado ustedes a la revolución desencadenando sobre Rusia la guerra civil, el bloqueo, el terror y el hambre, para no conseguir, en definitiva, sino lo que nosotros postulábamos».
En el momento actual, ésta es la verdadera situación. Los bolcheviques no han conseguido sino aquello que los socialistas van logrando en los países capitalistas por medio de un procedimiento evolutivo. ¡Y para conseguir tan poco han sido necesarias esas infamias, esos crímenes de la Checa, las matanzas de Arkángel, el hambre, la guerra civil, el bloqueo, los niños abandonados y el Ejército Rojo!
A este justo reproche, dos comunistas pueden contestar diciendo que dada la situación del pueblo ruso en 1917, ni este poco siquiera se hubiese conseguido por procedimientos evolutivos normales. Rusia no era Francia, ni siquiera Alemania. Aun dando de barato que, andando el tiempo, los bolcheviques no consigan más que lo que aspiraba a conseguir Kerensky, ¿hubiese éste logrado lo que quería? Al surgir la revolución de noviembre, ¿no estaba ya Kerensky en manos de los generales zaristas?
No; pensar que la revolución comunista, porque no haya podido mantener sus conquistas y porque haya tenido que emplear procedimientos de represión verdaderamente inhumanos, pueda ser liquidada con un borrón y cuenta nueva y pasar a la Historia como un movimiento de regresión a la barbarie, es una insensatez que no puede caber en ninguna cabeza medianamente organizada.
Cuando los bolcheviques se lanzaron acaudillados por Lenin a la conquista del Poder, la idea comunista no había madurado lo suficiente, y el pobre pueblo ruso ha padecido las consecuencias de esta precipitación y las seguirá padeciendo todavía durante mucho tiempo. El obrero de Moscú seguirá viviendo peor que el de Londres, Berlín o París. Pero el porvenir es suyo.
La dictadura del proletariado ha planteado en Rusia un problema cuya existencia no se sospecha siquiera en los estados capitalistas: el problema del derecho al trabajo. ¿Tiene todo el mundo derecho a trabajar? ¿Quiénes son los únicos que pueden gozar del privilegio del trabajo?
Mientras se creía que el trabajo no era más que una maldición divina y el trabajador era considerado en el seno de las sociedades burguesas como el ser desgraciado sobre el que se descarga el peso de esta maldición, era fácil atribuir a todo el mundo la obligación de trabajar; pero ahora que el trabajo es un privilegio, y el trabajador, por el hecho de serlo, entra a formar parte de una casta aristocrática que se reserva todos los derechos de la ciudadanía, surge el problema de saber quiénes son los seres privilegiados que tienen derecho a trabajar. Hoy en Rusia todos quisieran ser trabajadores. ¿Lo pueden ser todos? Indudablemente, no.
La condición excelsa del trabajo, que en los países burgueses no es más que una figura retórica, en la Rusia de los soviets es una realidad tangible. El trabajador es un ser superior que goza de todos los privilegios sociales, que se atribuye la misión providencial de dirigir al resto de la humanidad y se reserva, como premio a su indiscutible superioridad, todas las ventajas de orden material que la civilización pueda reportarle. La revolución no ha conseguido todavía hacer disfrutar a los trabajadores de ninguna ventaja de orden material; el obrero vive en Rusia tan mal como en cualquier país capitalista, y muchas veces peor. Pero la superioridad moral, los privilegios de índole espiritual están indudablemente en su mano. Un obrero de Bakú trabaja más horas al día que uno del Ruhr o de Riotinto; se alimenta acaso peor, está más derrotado, si cabe; pero tiene la convicción de que el mundo está en sus manos, de que es él quien gobierna, y de que no hay más obstáculo a su voluntad que la resistencia de la Naturaleza a ser dominada por el hombre. Todo lo que se cuenta de los procedimientos represivos del Gobierno de Moscú, de la tiranía del partido comunista, de los manejos inquisitoriales de la Policía soviética, es absolutamente cierto. Pero todo esto no roza siquiera los derechos del trabajador. En la Constitución rusa no aparecen por ninguna parte los Derechos del Hombre; sólo se encuentra presidiendo la Constitución del Estado la «Declaración de los Derechos del pueblo trabajador y explotado».
El hombre, por el hecho de serlo, no tiene ningún derecho, su libertad y su vida están a merced de la GPU.
En cambio, el trabajador goza de la más absoluta inmunidad. Mientras un obrero comerciante puede ser víctima de la «Suprema medida de defensa nacional» (así se denomina la pena de muerte) por una simple contravención de las órdenes o decretos soviéticos, un obrero puede manifestar ostensiblemente en su célula de fábrica o en el soviet local su disconformidad con la política del partido, combatir a los leaders y denunciar públicamente sus abusos de poder y sus inmoralidades. Claro es que el Gobierno de Moscú no se deja arrastrar por la acción política de los descontentos, que procura neutralizar cuidadosamente; pero se guarda mucho de aplicar a los trabajadores dos clásicos procedimientos dictatoriales. Se da el caso de que ni siquiera el leader goza de la inmunidad que tiene el obrero. Los jefes trotskistas, y Trotsky mismo, conocen el destierro y la cárcel; pero no así sus partidarios de los talleres y los campos. Basta decir que, no obstante, la furiosa campaña de la oposición, la GPU, que ha dado muerte en los sótanos de la Lubianka a muchos miles de burgueses sin una vacilación, no se ha atrevido a fusilar a uno solo de los miembros de la oposición trotskista.
Esta inmunidad de las clases trabajadoras, convertidas súbitamente en la única aristocracia de Rusia, empuja a la masa de la población hacia la conquista del carné del sindicato, como en los países burgueses la empuja a la consecución de los títulos de nobleza o los billetes de banco.
Los desastrosos efectos de esta invasión del campo de los trabajadores auténticos por estas masas de gentes incapaces que quieren aparecer en las filas de los que trabajan, sin capacidad para ello, y sólo por el poder personal que del trabajo se deriva, los han sentido bien pronto los directores de la revolución. Los talleres y las fábricas donde se necesitan obreros conscientes preparados, forjados en esa disciplina férrea del trabajo, han sido inundados por gente de procedencia burguesa blanda para el trabajo, sin disciplina, sin moral, sin preparación técnica, gente acostumbrada a esa insolvencia y falta de responsabilidad característica de los servidores humildes de la burguesía, tipos domésticos incapaces del heroísmo que la revolución pide a los que llama «trabajadores responsables».
Estos contingentes de trabajadores improvisados, procedentes de la burguesía, son los que han llevado la corrupción a la burocracia soviética restableciendo todas las inmoralidades del régimen anterior dentro del nuevo régimen, a pesar de la buena voluntad de los directores.
Por otra parte, la propaganda de la revolución en los campos ha echado sobre las ciudades bandadas de campesinos incultos ansiosos de poder, que llegan a Moscú creyendo que, por el hecho de ser trabajadores, están ya capacitados para ingresar en esa casta privilegiada que se ha adjudicado el Gobierno de Rusia. Esas masas de emigrantes del campo a la ciudad que yo he visto perdidas por las calles de Moscú en busca de trabajo, con sus petates mugrientos a la espalda, durmiendo a la intemperie, viviendo del pillaje y la mendicidad, no tienen indudablemente derecho al trabajo. Si la industria rusa estuviera tan desarrollada que realmente necesitara de ellos y los ocupara, no tardarían en sentirse los daños que en la producción ocasionarían estos trabajadores improvisados, estos obreros sin la moral del obrero, analfabetos en su mayor parte, ambiciosos, conservadores, torpes. No; el derecho al trabajo no alcanza a todos.
Sólo una parte de la población, la más noble, la más culta, tiene derecho al trabajo. El resto tiene que ser considerado por ahora como una masa parasitaria a la que los trabajadores tienen que nutrir.
Económicamente, la situación es la misma que antes del triunfo del bolchevismo. El trabajador tiene que producir para él y para los que son incapaces de producir. La diferencia estriba en que antes eran los incapaces, los parásitos, quienes gobernaban, y ahora son los trabajadores los que producen, quienes tienen en sus manos el cetro del mundo. Esto solo ya puede valer por todas las víctimas de la revolución.
A los once años del golpe de mano bolchevique, el panorama ruso aparece todavía desconcertado y ruinoso, lleno de resquebrajaduras y a punto de caer. El viajero que se adentra con las manos en los bolsillos de su gabardina burguesa por las barriadas de las grandes ciudades, donde pulula luchando por acomodarse a las nuevas circunstancias una muchedumbre mal vestida y desorientada, tiene la impresión de que aquello es una cosa caótica cuya ruina es inminente. Después de estar rodando por toda Rusia durante un mes y de tocar de cerca todas las dificultades con que se tropieza para la vida, tanto en las grandes ciudades como en las aldeas, es perfectamente explicable el encono con que hablan del régimen soviético los viajeros que no han sabido sobreponer su juicio sobre la revolución a las molestias personales que el nuevo orden les ocasiona. Realmente, la impresión que Rusia produce al viajero occidental es desastrosa.
Pero esta impresión, puramente visual, no es absolutamente cierta. De la obra revolucionaria, el viajero no ve más que las resquebrajaduras, las fallas, el albergue incómodo, el tren que no llega, el taxi caro, la falta de urbanización en las calles, la ausencia de confort en las casas, el hacinamiento de seres en las viviendas, la suciedad de las comidas en los restaurantes cooperativos… La reconstrucción de la sociedad deshecha por la revolución sobre la base de la dictadura del proletariado escapa a su comprensión. Y esta reconstrucción, no terminada aún, es, a pesar de todas las fallas, una obra formidable.
Todavía hay que hablar y discutir demasiado. Nada está suficientemente reglado y estatuido. El hecho de trasladarse de un lugar a otro, el satisfacer una necesidad cualquiera, la menor cosa, origina una serie de dificultades casi insuperables. Las cosas más sencillas, las que en las sociedades burguesas se desenvuelven mecánicamente casi sin que nos demos cuenta de ellas, plantean en la Rusia soviética unos terribles problemas jurisdiccionales, unos debates interminables que acaban con la paciencia de todo el que no tenga este sentido del tiempo que tienen los rusos. El empleado de la ventanilla, con el que no estábamos dispuestos a cambiar más que unas palabras sucintas, nos enredará en una discusión doctrinal sobre el marxismo y se quedará meditando con la cabeza entre las manos ante nuestra demanda, mientras detrás de nosotros, en espera de que se resuelva nuestro caso, aguarda pacientemente, a pie firme, una cola de cincuenta personas, cada una de las cuales planteará, cuando le llegue el turno, un nuevo problema de conciencia al funcionario de la ventanilla.
Esta incapacidad administrativa de la nueva clase directora se agrava al querer remediarla aumentando hasta el infinito el número de burócratas y dictando a diario centenares de disposiciones casuísticas que convierten la Administración en una maraña inextricable.
Esto es lo que ve el viajero, y de ello deduce el fracaso de la revolución.
En la reconstrucción de un país tan vasto como Rusia, que ha pasado por un periodo revolucionario de veinte años, por una guerra imperialista, por la desaparición del Estado autócrata y la instauración de la dictadura del proletariado, por la sequía y el bloqueo, es imposible ya juzgar qué males son imputables a la incapacidad o mala voluntad de sus directores y cuáles son los que obedecen al encadenamiento fatal de los hechos.
La propaganda anticomunista, que de manera tan inteligente sostienen los países capitalistas, hace aparecer a los bolcheviques como a los representantes del espíritu del mal en la tierra. El mismo conde de Keyserling cree explicárselo todo cuando dice que Lenin y sus discípulos son de espíritu «satánico».
Los bolcheviques son, pues, los causantes de los males de Rusia, los que han desencadenado las catástrofes y enzarzado las guerras y provocado la sequía en los campos.
Pero esta postura cerril no sirve sino para que, por otra parte, y como reacción natural, haya en el mundo un sentimiento de solidaridad con esta casta de hombres que arrostran injustamente la maldición de la humanidad burguesa.
Después de haber recorrido Rusia y de haber buscado afanosamente cuanto en pro o en contra de la revolución se ha escrito, yo me atrevo a creer que la postura del hombre auténticamente civilizado no es la de ser comunista o anticomunista, sino la de estar atento al desenvolvimiento de los hechos, pesando y sopesando las responsabilidades de cada uno de los factores que han intervenido en la terrible experiencia que se está haciendo en la carne viva de un pueblo de ciento cuarenta millones de habitantes, sin desechar la posibilidad del alumbramiento de una nueva humanidad, pero sin perder de vista al mismo tiempo que puede haberse errado la senda.
¿La última palabra sobre la revolución? Que se atreva a decirla quien tenga valor suficiente para ello. Feliz o desgraciadamente, no ha sonado todavía para nosotros la hora en que hay que pronunciarse. Esa hora que arbitrariamente Lenin hizo sonar para Rusia.