UN ESPAÑOL EN RUSIA: RAMÓN CASANELLAS

En el zaguán del pensionado de la Universidad Obrera de Sverdloff, oscuro y lleno de humo de tabaco, hay un grupo de mocetones con unánime tipo de chófer y unas muchachas guapas y mal vestidas —chaquetones remendados, los calcetines caídos sobre los zapatos viejos de tacón bajo y la cabeza liada en un pañuelo rojo anudado a la nuca— que bromean sin gana, recostados en las paredes o derribados en unos mugrientos bancos de madera. Un estudiantón de reciente origen aldeano, más diligente que los otros, se ha incorporado y me ha dicho mientras se rascaba la revuelta pelambrera metiéndose los dedos por debajo de la gorra:

—Cualquiera sabe por dónde anda ése; por ahí… Su compañera, que está algo enferma, se ha marchado al Cáucaso, y él anda suelto… Creo que duerme en una casa de por aquí cerca. Un gran tipo; mucho temperamento. ¿Usted no le conoce personalmente? Magnífico sujeto ese gorgojillo español. Es como un garbanzo, pero tiene fibra. Buen militante. Grandes tipos los españoles…

Una muchachita encinta, bizarramente encinta, se nos acerca con esa afabilidad característica del pueblo ruso para con el extranjero, y dice algo que el estudiantón me traduce:

—Esta compañera dice que conoce la casa donde él ha ido a dormir anoche; no sabe si irá también esta noche, pero se brinda a acompañarte hasta allí camarada.

Al lado de esta muchachita, que bambolea su enorme panza montada sobre unas piernecillas finas de adolescente, echo a andar por este inclemente empedrado de las calles de Moscú. He tenido compasión de los pies de esta muchachita que tropiezan con las puntas de los guijarros a través de las suelas destrozadas, y suavemente la he llevado hacia la acera y se la he cedido. Cuando ella ha advertido esta galantería occidental, se ha revuelto ásperamente y me ha dicho algo que, conociendo ya el modo de ser de los comunistas, he comprendido fácilmente. La ofende la cortesía. Bueno.

Cruzamos dos o tres calles de esta barriada popular, que es exactamente como las barriadas populares de las ciudades españolas: en la calle de Atocha, de Madrid hace treinta años; la calle de la Feria, en Sevilla. Chicos que juegan tumbados en las aceras, mujeres arrebujadas en mantones, mendigos, vendedores ambulantes de baratijas, puestecillos de fruta en el borde de las aceras…

Mi compañera se detiene, me señala un gran portalón, da media vuelta y se marcha sin aceptar siquiera el ceremonioso spasiva tovarich (gracias, camarada) con que quiero corresponder al favor que acaba de hacerme. El comunista no considera nada como un favor que deba ser agradecido ni pagado; los servicios que presta son deberes de asistencia social.

Atravieso el portalón y me encuentro en uno de esos grandes patios característicos de Moscú, que son como las plazuelas desiertas con losas cubiertas de verdín en que desembocan los callejones sin salida de las ciudades andaluzas. En el centro del patio, un par de árboles tristes; en un rincón, unos haces de leña; en otro, un montón de chatarra. Un gran silencio, y escalonadas en las paredes, las pupilas de cien ventanas que atisban impertinentes al que ha entrado en el patio y se queda un momento perplejo sin saber adonde dirigirse. Bajo el hueco de una escalera, un zaquizamí, en el que un viejo de clásica estampa moscovita hace hervir el samovar y después se sienta en el borde de su camastro con el vaso humeante entre las manos y se queda mirando, sin ver, hacia la lejanía.

Cruje bajo mis pies la vieja escalera de tablas apolilladas, avanzo a tientas por un pasadizo saturado de un olor agrio a coles cocidas y llego, tanteando los enormes muros, hasta una especie de rellano donde arde una lámpara de petróleo. Por una puertecilla entreabierta se ve a una mujer como de treinta años que está con los hombros desnudos peinando lentamente su gran mata de pelo negro delante de una esquirla de espejo.

Toda esta gente, tan metida en sí que ni siquiera advierte mi presencia, que me mira sin ver y me deja ir de acá para allá desorientado, sin salir de su ensimismamiento, me da la impresión de que estoy moviéndome entre figuras de cera.

Llego al azar hasta una puertecilla que parece cerrada por dentro y toco en ella con los nudillos. Nadie. Insisto una vez y otra. Nadie. Voy a marcharme desesperado cuando del fondo de la habitación sale una voz torpe que lanza unos sonidos incomprensibles.

—¿Tovarich Casanellas? —grito a través de la puerta. Desde dentro me contestan con unos gruñidos que bien pueden ser ruso, y a poco se abre la puerta y aparece en la penumbra un hombre perfectamente dormido que me mira sin despertarse todavía.

—¿Tovarich Casanellas? —repito.

—Yo soy Casanellas. Dígame, no más, qué se le ofrece. Un poco desorientado por aquel acento americano que no me esperaba, insisto, creyendo haberme equivocado:

—¿Ramón Casanellas?

—Yo mismito soy, caracho. Dígame, amigaso, qué es, qué me quiere.

Ramón Casanellas habla con acento americano y no ha estado nunca en América. La explicación es curiosa. Cuando en unión de Matheu y Nicolau cometió el atentado contra don Eduardo Dato, Ramón Casanellas era un muchachito catalán analfabeto que apenas conocía el castellano. Expresaba sus rudimentarias necesidades en un argot barcelonés esmaltado de galicismos adquiridos en sus correrías por Francia, en el que seguramente no entraba más de un centenar de palabras castellanas. Ha sido en Rusia, ante la necesidad de manejar un instrumento más apto para la cultura que su catalán —que no es precisamente el de la Fundación Bernat Metge—, donde Ramón Casanellas ha aprendido el castellano, y, claro, lo ha aprendido oyéndolo hablar a los delegados comunistas de las repúblicas sudamericanas que van a Moscú. Para Casanellas el castellano culto, la lengua en que se puede hablar seriamente y a fondo de las doctrinas marxistas y de la dictadura del proletariado, es sólo ese habla cadenciosa esmaltada de «no más» y de «amigaso» que ha aprendido de sus camaradas americanos.

Cuando se confía y habla llanamente de las vicisitudes de su vida, de la miseria de su infancia, de sus andanzas por la Barcelona industrial, de sus hazañas, usa un catalán cerrado lleno de interjecciones castellanas y francesas que es su idioma natural; pero cuando quiere apersonarse y se mete en el campo de las teorías revolucionarias, le salen los americanismos.

Es un caso muy curioso que revela la singular transformación que el ambiente de la revolución soviética ha operado en este revolucionario español semianalfabeto, suponiendo que, cuando cometió el atentado contra Eduardo Dato, Casanellas fuese realmente un revolucionario.

Casanellas me hace entrar, aunque de mala gana, en su cuarto; se sienta en el borde de la cama donde estaba durmiendo y se pone a escucharme silencioso y reservón, mientras balancea las piernas y me mira fijamente a la cara, queriendo adivinar no sé qué celada que indudablemente teme que yo le esté tendiendo. Es un tipo tan claro, tan sencillamente expresivo, que veo perfectamente en sus ojos el instante en que pasa por su imaginación la idea de plantarme en la calle sin más contemplaciones. Se contiene porque en este momento yo le estoy hablando de España, de sus amigos de allí, de lo que se dice de él…

Casanellas, con los ojos entornados, se acomoda en su camastro y se queda un poco ensimismado.

—¡España, España! ¡Caracho! —exclama—. ¡Cuándo podré volver yo por allá!

Se incorpora rápido, se despereza ampliamente para sacudirse la morriña y se pone a cruzar la habitación a grandes trancos, de punta a punta.

En las paredes llenas de desconchados y de manchas de humedad hay unos cuantos retratos de camaradas españoles y de camaradas rusos. Éstos, con ese aire imponente de actores bien caracterizados que tienen todos los rusos; los nuestros, con ese tipillo alegre y simpático de horteras endomingados que van de merienda el Primero de Mayo a la Dehesa de la Villa o al Parque de Montjuich.

Casanellas se queda mirando uno de estos retratos y vuelve a pasear furiosamente. Tengo la impresión de que para este pequeño español la inmensidad de Rusia con sus ciento treinta millones de habitantes no es más grande ni más divertida que la estrecha celda de un penal. Pero, en fin, más holgada que una caja de palo en el cementerio, ya es.

—Vamos a tomar una taza de té, camarada —me dice. Aviva la llama del samovar, saca un trozo de longaniza, una concha llena de caviar y pan negro. Mientras va y viene preparando el té, reacciona vivamente:

—¡Puerca España!

—Yo tenía entonces veinticuatro años y era como una fuerza desatada, como un ciclón. Nadie comprendería de lo que yo me sentía capaz entonces. ¡De todo! ¡No me hable usted de lo que hice, del atentado!… Eso fue lo que se terció; lo hubiera hecho todo.

»Entonces… yo no sabía nada de nada; ni siquiera tenía idea de lo que es ser un verdadero revolucionario. Pero la vida me trataba mal, trabajaba, pasaba hambre y, sin embargo, yo me sentía fuerte, audaz, astuto… Había que romper por alguna parte. No se ve bien la salida, no se concibe claramente qué es ser revolucionario, pero uno siente que le acorralan… quiere uno vivir y no puede. Y así, a ciegas, sin saber, pregunta: «¿Qué hay que hacer?». Y lo hace. Lo que había que hacer entonces era «aquello», y se hizo…

Casanellas se queda un rato silencioso con el vaso de té entre las manos. Su charla es un poco incoherente, exaltada, imposible de reproducir; da la impresión de haber contraído la costumbre que tienen los rusos de decir en voz alta, a saltos y sin ilación verbal, lo que van pensando o sintiendo a lo largo del diálogo. De esta conversación sin vértebras yo saco la impresión neta de que este hombre recuerda con más cariño el ímpetu de su juventud —«la pobre loba muerta»— que los detalles de aquella hazaña suya que conmovió un día a España entera.

¿Hasta qué punto está satisfecho de lo que hizo? No creo que se haya arrepentido todavía de haber disparado su pistola contra aquel presidente del Consejo de figura macilenta y borrosa —¿es hora ya de decirlo?—, con cuya muerte ninguna aspiración revolucionaria se satisfacía; pero me ha parecido adivinar que deplora un poco no haber empleado más eficazmente aquella fuerza destructora de su juventud.

No quiere —en esto pone un gran empeño— ser únicamente el autor de aquel atentado terrorista de tan escasa eficacia, y se cree en el caso de justificarlo refiriéndose constantemente al medio ambiente y a aquel difuso anhelo revolucionario de muchacho inculto que entonces sentía.

—Uno sabía que valía para algo y estaba dispuesto a lanzarse a lo que fuese. Y no tenía una verdadera educación revolucionaria, ¡qué iba a tener!, sino la convicción de que arrastraba una vida miserable, y la desesperación de saber que ya siempre sería así. A los veinticuatro años yo había luchado, trabajado y sufrido más que muchos hombres a los cincuenta.

Siempre con frases sueltas, disparadas, incoherentes, Casanellas habla de su infancia rebelde y su adolescencia turbulenta y aventurera, de la pobreza de sus padres, de sus primeras peregrinaciones por la Barcelona industrial en busca de trabajo, de sus esfuerzos para salir del peonaje, que convierte a los hombres en bestias, y hacer su aprendizaje de mecánico, de sus huidas a Francia huyendo del lock-out

—Una vez estaba yo en París trabajando en las obras del Metro; a mi lado pasó una muchachita blanca, sonrosada, pulida. Me encandilé, y tirando la piocha me fui hacia ella y le dije no sé qué cosa que quería ser un requiebro. La chica, al verme, hizo un mohín de asco y me volvió la espalda. Entonces me puse furioso y le grité en catalán todas las bestialidades que sabía. ¡Cochina burguesa!

De los recuerdos de su adolescencia salta Casanellas a las evocaciones de Barcelona en la época del sindicalismo.

—¡Gran tiempo! Un hombre valía entonces para algo más que para irse muriendo poco a poco amarrado al tajo. Fueron los burgueses los que nos lanzaron. Pero ya íbamos adquiriendo cierta experiencia y cierto sentido revolucionario. Después, ellos se asustaron. A nosotros nos daba igual. Aquello estaba ya bien maduro y nos parecía que íbamos a poder liquidarlo a tiros de Star.

Ramón —a Casanellas en Rusia todo el mundo le llama Ramón— hace un alto en su incoherente charla y, adoptando súbitamente un tono seco de hombre que quiere ser austero, me dice:

—¿Pero por qué hablar de mí? Eso no le interesa a nadie. Yo no soy más que un revolucionario que cumple su deber. Ustedes los burgueses se pagan de muchas tonterías y no saben lo que es la austeridad revolucionaria. Ustedes no tienen idea de lo que es un bolchevique. ¡Un bolchevique! ¡Qué cosa, caracho! Nosotros no tenemos que aparecer en los periódicos, ni que hacer declaraciones, ni debemos dejarnos arrastrar por esas estupideces exhibicionistas de los políticos servidores del capitalismo. Usted quiere, camarada, hablar de mí; bueno, yo no le digo nada; usted hable lo que quiera; yo no le he hecho a usted declaraciones; usted allá.

Cuando Casanellas llegó a Rusia después de las emocionantes peripecias de su huida, el Gobierno de Moscú, que había ofrecido hospitalidad a los perseguidos por delitos políticos de todos los países, le trató bien. Pero aquella gente, avezada a una lucha revolucionaria feroz, no era muy propicia a extasiarse ante ningún héroe revolucionario, y a poco de su llegada se le dijo a Casanellas:

—Bien, camarada. Tú has cumplido con tu deber como cada uno de nosotros cumple a diario con el suyo.

Pero ¿y ahora? Tendrás que seguir trabajando por el triunfo de la revolución. No vamos a convertirte en un burgués.

Casanellas no era entonces un «trabajador consciente», como allí se llama a los directores del partido. Carecía de preparación, no había leído siquiera a Carlos Marx. Sólo tenía corazón y coraje y cierta destreza como mecánico de motores de explosión. No le quedaba en la Rusia soviética otra salida que la de «sentar plaza».

Le otorgaron el honor de defender la revolución con las armas en la mano y fue destinado como simple soldado a uno de los cuerpos del Ejército Rojo que operaban en el Sur de Rusia, donde todavía estaba latente la guerra civil y las bandas supervivientes de los ejércitos contrarrevolucionarios, convertidas en cuadrillas de bandidos, asolaban el país.

Alistado en aquel ejército de proletarios descalzos, hambrientos y cubiertos de harapos que iban a imponer el ideal comunista que ellos mismos no sabían sentir claramente a un pueblo inculto, semisalvaje, fanático, apegado a sus tradiciones seculares y educado en el dolor y en la crueldad asiática, Ramón Casanellas vio de cerca y palpó todo el horror de aquella época, la más terrible que registra la Historia. Como en una visión dantesca, desfilan ante este pequeño español los episodios de la lucha contra los cosacos, el levantamiento de los campesinos puestos al lado de los comunistas por miedo a la barbarie de las hordas contrarrevolucionarias, la guerra civil, el comunismo de guerra ejercido implacablemente contra la misma población civil, la lucha espantosa con los mujiks, los fusilamientos en masa, y, finalmente, el hambre, aquel azote callado, aquellos millones de seres extenuados que se abatían sobre el suelo ruso sin un rumor, en medio de un silencio de muerte, que sólo rasgaban de vez en cuando las descargas de fusilería del Ejército Rojo, que iba imponiendo sin compasión su justicia.

Cuando Casanellas evoca aquella época de su vida, él, que tanto alardea de su coraje, no puede reprimir un gesto de horror.

—Lo que era aquello no lo comprenderá nunca más que el que estuvo allí. He visto morir más gente que pelos tengo en la cabeza. ¡Se habla muy fácilmente de la revolución! ¡La revolución! No sabe nadie por allá abajo lo que cuesta ganarla. Ya quisiera yo haber visto aquí en 1921 a más de cuatro. En ese Ejército Rojo que ve usted ahora perfectamente equipado, he pasado yo lo que nadie se figura cuando estábamos allá en las aldeas del Sur, rodeados de mujiks que nos cerraban las puertas a ver si reventábamos, y en jaque siempre por las bandas de cosacos. Aquí, aquí quería yo poner a los guapos de Barcelona… Yo no soy un niño de teta, ¿verdad?, sin embargo, ¡cómo me pesan esos años! ¡Caracho! ¡Cómo peleábamos y cómo moríamos!

»¡Y usted viene ahora a hablarme del atentado de Madrid…! ¡Bah! Esto, esto de aquí es lo que hay que saber. De esto sí que vale la pena hablar.

Casanellas, incapaz de articular sus recuerdos en un relato, se queda inmóvil en el camastro, con los ojos fijos en el pasado que debe representársele con la absurdidez de una pesadilla. Mientras, yo evoco la figura de este gorgojillo español cogido en medio de aquella lucha feroz, salvaje, asiática, rodeado de gente extraña incomprensible, de delirantes que mataban y se hacían matar sin comprender claramente por qué…

—En fin, ya pasó —dice luego Casanellas—; usted no sabe camarada la alegría que ahora nos da cuando vemos que esto marcha. ¡Con lo que nos ha costado! ¡Qué orgullo cuando conseguimos poner en explotación una fábrica o que ande un tranvía o que ruede un carro!

Entran en la habitación donde estamos charlando primero un perrazo imponente y después un chiquillo como de ocho a diez años, fuerte, curtido, hosco, vestido con el uniforme de los pionniers del Konsomol: es el pequeño Casanellas.

—Éste es catalán —me dice Ramón—; nació en Barcelona. Cuando yo fui a Madrid a «aquello», todavía estaba en los pañales. La madre se ha muerto en España y me lo he traído a Rusia. Sólo lleva aquí unos meses y ya habla bastante bien el ruso. Éste será un buen bolchevique.

El chico, que viene rendido de rodar por el campo a su albedrío durante todo el día —pura educación comunista—, cruza por delante de nosotros sin despegar los labios y va a echarse en un rincón, donde se pone a mordisquear un gran pedazo de pan negro y unas rodajas de longaniza, mientras se le van cerrando los ojos vencido por el sueño.

Casanellas sigue contando sus andanzas en el Ejército Rojo. Como era mecánico, entró en el servicio de aviación y allí se hizo piloto. Por méritos de guerra, obtuvo la graduación de comandante. El comandante en el Ejército Rojo es sólo una especie de suboficial.

Tuvo varios accidentes de aviación. En España se dijo que en uno de ellos se había matado.

—Yo estaba en Barcelona —dice el chico abriendo los ojos—, y una mañana, al pasar por delante de un quiosco de las Ramblas, vi un periódico que publicaba con letras muy grandes la noticia de que mi padre se había matado. Y creí que era verdad… —agrega el chico mientras se le cierran los párpados—; después resultó que no.

Son las doce de la noche. Llevamos ya cinco horas charlando. El pequeño Casanellas se ha echado sobre su camastro y duerme a pierna suelta completamente vestido y equipado. El perrazo se enrosca junto a él y poco a poco va metiendo el hocico hasta colocarlo junto a la cara del chico, sobre la que lanza sus resoplidos isócronos. En el marco de la puerta aparece silenciosamente una figura de mujer. Es aquella vecina que estaba antes peinando cuidadosamente su gran mata de pelo negro. Cuando veo cómo sonríe gachonamente al pequeño español, me levanto dispuesto a marcharme. Conozco ya bastante la simplicidad bolchevique en cuestiones amorosas.

Casanellas me agarra del brazo y me dice:

—Espérese, camarada; yo me marcho también.

Se encasqueta la gorra hasta las orejas y nos echamos a la calle. Mientras caminamos se me cuelga del brazo y me dice entusiasmado:

—¡Aquellas mujeres de España…!

La compañera de Casanellas es una muchachita revolucionaria de tipo intelectual. Es ese tipo tan frecuente en la literatura rusa. Ella ha sido quien ha impreso el derrotero definitivo a la vida de Ramón.

Cuando después de la campaña en el Ejército Rojo volvió Casanellas a Moscú, se le planteó de nuevo el problema de su existencia. ¿Qué iba a hacer? No bastaba haber hecho la guerra para ser un buen comunista. Mientras continuase siendo un hombre inculto, no podría ser un buen revolucionario. La manía teorizante de los rusos colocaba a Ramón en un plano de inferioridad. Casanellas no había leído a Carlos Marx, y aquella muchachita comunista que se enamoró de él tomó sobre sí la tarea de convertirle en un militante perfecto. Para esto había que estudiar.

Casanellas gestionó una beca en la Universidad Obrera de Sverdloff, donde se cursan las disciplinas necesarias para convertir a un hombre de acción en un «revolucionario consciente»: Economía Política, Sociología, Marx, Engels, Plejánov, Lenin, mucho Lenin… Dados sus merecimientos revolucionarios, Casanellas obtuvo fácilmente el ingreso en la universidad, y en ella se ha pasado cuatro años metiéndose en la cabeza el inmenso fárrago de las teorías comunistas.

Éste ha sido el esfuerzo más dramático de la vida de Casanellas: estudiar todo eso sin conocer bien el ruso, ignorando incluso el castellano, sin tener nociones de nada, sin una educación elemental que le sirviera de base para las lucubraciones marxistas. Casanellas me enseña las canas que le han salido estudiando. Le parece seguramente más heroico comprender todo aquello que despachar a una docena de presidentes de Consejo.

Pero la superstición teorizante de los bolcheviques es implacable. Para ser buen militante hay que tener una preparación científica. Sin ese paso por la universidad no es posible él desempeño de cargos públicos.

Casanellas ha terminado este verano su penoso calvario, ya está en disposición de ser el diputado Casanellas o el ministro Casanellas. No creo, sin embargo, que como político —«trabajadores responsables» se llaman allí— llegue adonde llegó como hombre de acción.

Ahora, cuando habla de sus estudios en Sverloff, Casanellas vuelve a ponerse un poquito pedante. Mientras paseamos por Moscú durante la madrugada, se enreda en una disertación sobre la lucha de clases, la dictadura del proletariado, el capitalismo de Estado y el régimen comunista. Vuelven a salirle los americanismos; ese acento americano que él cree que es el acento del español culto.

Entramos en una taberna y nos ponemos a beber kvas, esta cerveza agria de los rusos que molesta al paladar y no emborracha. Yo vuelvo a hablar del atentado contra Dato. Casanellas, cuando recuerda los detalles de su fuga, se pone del mejor humor del mundo.

Está tan orgulloso de ella, que la única vez en su vida que se ha sentido escritor ha sido para contar en un artículo cómo burló a la Policía y salió de España.

Recuerda cariñosamente a los amigos que le ayudaron en su huida. Sobre todo aquel viejo anarquista que la noche del atentado, cuando estuvo de vuelta de la Ciudad Lineal, donde había dejado la moto, le recogió en su casa y le tuvo escondido durante muchos días, mientras se llegaba a ofrecer un millón de pesetas al que le delatase. En una mísera casita de los alrededores de Tetuán de las Victorias, por donde andaba husmeando la Policía, estuvo Casanellas hasta que, pasados los primeros momentos de revuelo, pudo marcharse tranquilamente por la carretera hasta la frontera.

—¿Verá usted a aquel viejo camarada?

—Sí, le veré; le veo frecuentemente.

—Dele usted un abrazo de parte de Ramón. Se portó bien conmigo.

Hablando de la conducta de aquel viejo anarquista, Casanellas se enfrasca de nuevo en las divagaciones teóricas sobre la acción revolucionaria. Es la pedantería teorizante de todos los comunistas rusos. No comprende este hombre cómo lo que más puede interesarme de él son los detalles de la acción, y no el mecanismo simple de sus reflexiones.

Nos echamos de nuevo a la calle. Moscú, de madrugada, ofrece la silueta emocionante de sus palacios y sus iglesias bizantinas recortada sobre un cielo cubierto de nubarrones plateados. Por las calles, completamente a oscuras para economizar fluido eléctrico, pasan frecuentes parejas de jóvenes comunistas que van riendo y bromeando; de vez en cuando nos cruzamos con un pelotón de hombres que marchan lentamente a la deriva por las calles abrumados bajo el peso de sus imponentes petates: son los campesinos que la revolución echa en oleadas sobre Moscú.

Me despido de Casanellas. Está amaneciendo, y dentro de una hora sale el avión que ha de llevarme en un solo vuelo hasta Berlín.

—¿Y estará usted esta noche en Berlín? —me pregunta Casanellas.

—Sí, esta noche.

—¿Cuánto tarda usted en llegar a España?

—No sé si me detendré en el camino. Pero puedo salir esta mañana de Moscú para estar por la noche en Berlín, salir mañana de Berlín para hacer noche en Ginebra, y seis horas después en Barcelona.

—En Barcelona… —repite Casanellas.

—Sí, en Barcelona.

—Es decir que…; hoy es miércoles…; el miércoles, el jueves…; eso es: el viernes en Barcelona.

—Sí, el viernes.

Casanellas se queda un rato silencioso y después repite:

—Eso es: el viernes en Barcelona…

Se me hace tarde y echo a andar hacia el aeródromo. Casanellas, pegado a mí, sigue caminando sin despegar los labios. Cuando desembocamos en la avenida que conduce al aeródromo me vuelvo hacia él y nos despedimos de nuevo.

—Hasta la vista, Ramón.

—Hasta la vista.

Cruzo aprisa la amplia calzada. Desde lejos vuelvo la cabeza y diviso a Casanellas que sigue allí clavado. Le digo otra vez adiós con la mano y le veo dar media vuelta y echar a andar pegándose a las paredes, con las manos metidas en los bolsillos y la gorra encasquetada.

Poco a poco, su figurilla se va desvaneciendo en las vacilaciones del alba, que riñe su batalla en aquella calleja oscura de Moscú por donde Ramón se ha ido.