Todo Moscú está lleno de iconografía revolucionaria. En los escaparates de todas las tiendas, en los quioscos de periódicos, en las vallas de los solares, en todas partes se encuentran siempre las caras de los leaders de la revolución, reproducidas millares de veces por esta horrible litografía rusa, de un mal gusto que crispa los nervios.
No hay modo, sin embargo, de encontrar un retrato de Trotsky en toda Rusia. El trotskismo es el culto más perseguido hoy. Se ha llegado hasta el extremo de suprimir la cabeza de Trotsky en los grupos fotográficos en que aparecía Lenin rodeado de todos sus colaboradores; al cuerpo de Trotsky se le ha puesto, recortada, la cabeza de otro leader cualquiera. He visto, incluso, que los trotskistas más fervientes ni siquiera en lo más escondido de su hogar, ni en la cabecera de su cama, se atreven a tener la efigie de Trotsky, y a los que por devoción indestructible la conservan, para evitar el verse denunciados, la tapan durante el día con un paño blanco, y únicamente cuando se quedan solos y atrincherados en la intimidad de su alcoba se atreven a descubrirla.
Pero a pesar de todo…
Con un muchacho comunista que me sirve de intérprete en mis andanzas por Moscú, me he acercado una vez a un quiosco de periódicos para comprar fotografías de los leaders revolucionarios.
—¿No tiene usted a Trotsky?
—Trotsky —me ha dicho el vendedor con un acento bastante significativo— es el único leader revolucionario que no se vende.
Aunque la personalidad de Trotsky es una de las cosas que más me interesaban de Rusia, no pude llegar hasta el lugar donde estaba desterrado antes de permitirle que saliera del territorio de la URSS. Nadie podía llegar hasta él. La vigilancia de la GPU impedía todo contacto con el creador del Ejército Rojo.
Últimamente se dio un caso emocionante. Trotsky es uno de esos tipos subyugantes, arrebatadores, que ejercen una atracción irresistible sobre quienes le rodean. Compadecidos de su destierro, dos muchachos comunistas, que durante los últimos años le habían servido de secretarios, pidieron ser desterrados con él para poderle auxiliar en sus trabajos.
—¿Cómo va a poder trabajar estando solo? —se decían—. Nos necesita; somos sus pies y sus manos.
El Gobierno de Moscú se negó a desterrarlos con su antiguo jefe, y entonces ellos, por su propia iniciativa, sin ningún contacto con los directores de la oposición, sin ningún propósito político, impulsados sólo por el afecto personal al caudillo, emprendieron el camino de Alma-Ata, donde Trotsky estaba desterrado. No pudieron llegar; los agentes de la GPU los sorprendieron en el camino, y encarcelados están y estarán ya para mucho tiempo.
Este celo del Gobierno de Moscú no es superfluo. Trotsky es un tipo de tal entereza que nunca se le tendrá totalmente sometido. El destierro, allá casi en la frontera china, la estrecha vigilancia que se ejercía en torno a su persona, las persecuciones, encarcelamientos y deportaciones de sus partidarios, y, finalmente, esa especie de expulsión infamante no han sido medidas eficaces para anular la oposición.
Todavía en el último Congreso, los delegados de todo el mundo recibieron clandestinamente el informe que Trotsky enviaba desde su destierro. Las cartas del desterrado —y esto parece milagroso, dado el régimen policiaco de los soviets— circulaban de mano en mano mecanografiadas, reproducidas por medio de multicopistas, y hasta impresas. En todo momento, frente a cualquier resolución del Gobierno, ante cada uno de los problemas que iban planteándose, la voz del desterrado Trotsky se hacía oír implacablemente.
En vista de que la acción policiaca no bastaba para inutilizar a la oposición, Stalin emprendió una campaña política de descrédito del trotskismo ante las masas trabajadoras. Se acusaba a los trotskistas de contrarrevolucionarios y se insinuaba que la GPU tenía pruebas de que estaban en connivencia con elementos procedentes de los Ejércitos Blancos. Se dejó caer la noticia de que la oposición se había proporcionado una imprenta clandestina gracias a la colaboración de un ex oficial del ejército de Wrangel.
Como obedeciendo a una consigna, los elementos simpatizantes con la oposición contestan a esta campaña pidiendo en las células, en los comités de fábrica y en los soviets locales el nombre del agente contrarrevolucionario. La consigna era ésta: el nombre.
Estrechado por esta demanda unánime, el Gobierno tuvo que declarar que no podía hacer público el nombre del agente contrarrevolucionario porque se trataba de una persona que había prestado importantes servicios secretos a la Policía. Se trataba —como es natural— de un agente provocador de la GPU.
Todo esto hizo que el cerco que el Gobierno de Moscú tenía puesto a la persona de Trotsky se estrechase cada vez más. Los miembros de la oposición llegaron a temer por su vida. Realmente, Trotsky es de esa clase de hombres que sólo pueden inutilizarse con la muerte.
Respondiendo a esta alarma, las agencias periodísticas de los Gobiernos burgueses hicieron circular fantásticos rumores sobre un intento de asesinato de Trotsky cometido por los agentes de la GPU. Esto es absurdo. Salvaguardaba la vida de Trotsky la íntima devoción que por él sienten hasta sus más enconados adversarios políticos. El Gobierno de Moscú era el más interesado en que a Trotsky no le pasase nada. Si a Trotsky le hubiese sobrevenido, mientras estuvo prisionero de la GPU, alguna enfermedad que le hubiese costado la vida, los ciento cuarenta millones de ciudadanos de la Unión habrían creído a ojos cerrados que había sido víctima de un atentado, y ésta hubiera sido la más formidable plataforma de la oposición.
A pesar de la rudeza de la lucha, el Gobierno de Moscú no se ha atrevido a prescindir de las buenas formas con su prisionero. Trotsky estaba, antes de su salida para Turquía, descansando en Alma-Ata con determinada misión burocrática y disfrutando de una apariencia de libertad. Vivía con su mujer y sus hijos en una casa cualquiera de la ciudad; ahora bien, esa casa en la que vivía Trotsky estaba bajo la administración de la GPU. Es decir, Trotsky era inquilino de la Policía.
Cuando una mañana Trotsky se levantaba temprano y cogía su escopeta dispuesto a pasar el día en el campo tirando a los conejos, se encontraba con unos amables vecinos, también aficionados a la caza, que le acompañaban galantemente en su excursión. Y estos obsequiosos vecinos eran también agentes de la GPU.
La situación económica de Trotsky y su familia en el destierro era realmente angustiosa. El hombre, que en un momento pudo proclamarse emperador de Rusia, no tenía qué comer. Para mantener a los suyos, Trotsky invertía toda la mañana en hacer traducciones. De lo que le pagaban por sus traducciones vivía exclusivamente.
El Gobierno le pasaba el socorro de treinta rublos mensuales —unas ochenta pesetas— que desde la época del zarismo se pasa a los deportados, pero Trotsky se negaba a cobrar este socorro y vivía sólo de lo que le producía su trabajo de traductor y de lo que subrepticiamente le enviaban sus fieles partidarios.
Muchos de éstos dedican unas horas de la jornada a trabajar para Trotsky. Sé que muchas de las obras rusas que se editan en el extranjero han sido traducidas únicamente para obtener algún dinero con que auxiliar a la familia del caudillo revolucionario.
El trabajo de éste en el destierro seguía siendo muy intenso. Aparte su labor de traducciones, dedicaba muchas horas del día a la labor política, porque para filtrar a través de la vigilancia policiaca una carta o un informe, tenía que hacer por sí mismo, de su puño y letra, muchas copias, que luego se quedaban entre las uñas de la GPU. Esto, por lo menos, servía para que en todo momento el Gobierno de Moscú supiera cómo pensaba Trotsky.
Me dijeron que, además, Trotsky está escribiendo sus Memorias, que por ahora no piensa publicar, porque no cree que su vida pertenezca todavía al pasado.
Fuerte, sano, joven todavía, Trotsky espera que llegue nuevamente su hora. Mientras, se dedica a la caza, la pesca y la literatura —amén de su actividad política—, con la misma intensidad, la misma energía y el mismo coraje con que antes se aplicaba a la organización de los servicios ferroviarios o a la creación del Ejército Rojo.
—Es un hombre terrible —me decía un amigo suyo que ha tenido ocasión de convivir con él en varias ocasiones—. Tiene la obsesión de hacer las cosas a fondo, el culto a la obra bien hecha. Alguna vez hemos salido a pescar tranquilamente, por pura diversión, y apenas se enfrascaba en la pacífica tarea de la pesca, Trotsky se exaltaba, se enconaba, ponía sus cinco sentidos en lo que estaba haciendo y luchaba por recoger los peces que querían escaparse del trasmallo, como luchó con los contrarrevolucionarios. Es el hombre que menos comprende el sentido deportivo de la existencia que postulan ustedes en Occidente.
—Mijaíl Ivánovich, vengo a verte porque se me ha muerto la vaca; tú sabes bien lo que eso es para nosotros. Además, tengo al hijo en el Ejército Rojo y quería pedirte…
Mijaíl Ivánovich escucha pacientemente la retahila del campesino, que ha recorrido muchas verstas para llegar a Moscú y contarle sus cuitas. Cuando el campesino calla al fin y queda ante él rascándose la pelambrera por debajo de la pesada papaja, Mijaíl Ivánovich pregunta a su vez y entonces se entabla un diálogo lento, grave, con esas pausas y ese arrastre de las palabras característicos de la conversación de todos los campesinos del mundo. Diríase que Mijaíl Ivánovich y su interlocutor son dos compadres aldeanos que se cuentan sus cuitas mano sobre mano en una tarde de domingo.
Mijaíl Ivánovich Kalinin es, sin embargo, algo más que un campesino: es el jefe del Estado, el Presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
No por esto se puede decir que sea un farsante. No; Mijaíl Ivánovich Kalinin, cuando habla con los campesinos que acuden a su despacho, se olvida por completo de que ha habido una revolución y de que él, aldeano, hijo de aldeano y nieto de aldeano, está ocupando el puesto más elevado de la República, para volver a ser únicamente el compadre del pobre hombre que le cuenta sus cuitas en ese lenguaje moroso, lleno de silencios y de reticencias, que sólo los campesinos entienden.
Kalinin es el único jefe de Estado que sabe hablar en su lengua al pueblo. Esa farsa que los monarcas y los presidentes de todo el mundo quieren ensayar cuando se dirigen llanamente a sus súbditos más humildes para conquistarse un poco de popularidad es siempre una torpe bufonada. A través de las palabras amables del magnate se ve siempre su fondo insincero. Sólo el camarada Kalinin sabe hablar desde la altura con los humildes sin ofenderles.
El partido comunista, que mide exactamente el valor de propaganda que esto tiene, conserva al campesino Mijaíl Ivánovich en lo que podemos llamar presidencia de la República, y le obliga a recibir diariamente a docenas de obreros y campesinos, cuyas quejas tiene que escuchar y contestar cumplidamente. Cada campesino que sale del despacho de Kalinin, después de haberle visto y hablado, vuelve a su aldea con la impresión de que, efectivamente, la revolución ha servido para que los campesinos estén gobernados por un campesino y los obreros por un obrero.
Realmente, Kalinin es un tipo representativo de un valor imponderable. Hijo de campesinos y campesino él mismo durante los primeros años de su juventud, abandonó después la servidumbre de la tierra cuando tuvo noción de lo desposeído de ella que estaba, y se marchó a la ciudad, donde formó en las filas de proletarios de la industria. La propaganda que hacían en las fábricas los teorizantes de la revolución le convirtió en revolucionario de acción, y bajo el zarismo sufrió persecuciones y encarcelamientos. Es, pues, una especie de arquetipo revolucionario; el hombre representativo del nuevo estado social.
Pero, como todo hombre representativo, tiene algo de mito, de ficción. Los campesinos que hacen cola a la puerta de su despacho pueden hacerse la ilusión de que es aquel campesino que está dentro el que les gobierna, pero cualquiera que conozca un poco la máquina del partido comunista sabe que el aldeano Kalinin, el venerable Kalinin, no es más que un símbolo manejado diestramente por los leaders de la revolución.
Precisamente en los días de mi estancia en Moscú, tuve ocasión de comprobar la inconsistencia de este símbolo en que se ha convertido el aldeano Mijaíl Ivánovich.
Después de haber dado la batalla a Trotsky, Stalin se encuentra con que la derecha del partido le lleva, en el terreno de las concesiones a los campesinos y a los comerciantes, más allá de lo que él quisiera. Rikov, apoyado por Kalinin, está dispuesto a atacar el último baluarte de la revolución: el monopolio del comercio exterior.
La oposición prudente de Stalin mismo a esta medida apunta una nueva escisión, en la que Kalinin aparece incondicionalmente al lado de Rikov. Pero, súbitamente, Kalinin cambia de criterio y se somete a la voluntad de Stalin. ¿Por qué? La gente va diciéndoselo al oído por Moscú.
Stalin, que posee los archivos de la Policía zarista, tiene seguramente en sus manos algún documento que compromete a Kalinin: alguna carta de retractación arrancada con torturas por algún jefe de la Ockrana, algún documento pidiendo clemencia a las autoridades del zar quién sabe después de cuántos sufrimientos…
¡Todo esto es tan frecuente y tan explicable entre los viejos revolucionarios! Para quienes saben medir serenamente el valor de las acciones humanas, esto no tendría, de existir, como me dicen, ningún valor.
Sin embargo, para las multitudes enfervorizadas por la revolución, Kalinin no es un ser humano sino un hombre representativo, un símbolo que no podría soportar una acusación de esta índole, y de hecho, el campesino que gobierna a los campesinos, el símbolo del régimen, no es más que un instrumento dócil en las manos del verdadero dictador: Stalin.
Me han dicho:
—¿Por qué no se queda usted dos o tres días más en Moscú y solicita una audiencia de Kalinin?
—¿Para qué? —he contestado—. A mí no se me ha muerto ninguna vaca.
Para mantener en toda su pureza el ideal comunista, sería preciso hacer una revolución cada cinco años. Esta es la gran tragedia del bolchevismo, insoluble mientras no se realice el sueño de la revolución mundial. La necesidad de mantener el régimen soviético en Rusia fuerza a los comunistas a pactar con los Gobiernos capitalistas y a favorecer el nacimiento y desarrollo de nuevas burguesías que ponen sitio, apenas nacidas, a las plazas conquistadas por la revolución. El comunista mismo, por grande que sea la pureza de su ideario, al poco tiempo de estar dedicado a la labor gubernamental, cae en un oportunismo político que le aleja fatalmente de los objetivos de la revolución. Así se ha creado esa burocracia del partido, que es hoy un formidable elemento conservador.
Frente a esta corrupción del ideal revolucionario, se ha levantado Trotsky a la cabeza de la oposición, postulando la necesidad de la «revolución permanente». A su lado están todos los idealistas del partido, todos los revolucionarios de sangre y casi todos los intelectuales. Pero Stalin, apoyado por los campesinos, los burócratas, la nueva burguesía y los comunistas de buena fe, que se engañan creyendo que pueden sacar incólume su ideología bolchevique a través de una política oportunista y jesuítica que sólo a un hombre genial como Lenin es dable intentar, ha dado la batalla a la oposición y ha vencido.
La oposición es fuerte; tiene a su lado a los prestigios máximos de la revolución y cuenta con la adhesión espiritual de los verdaderos comunistas. Pero Stalin tiene a su lado la máquina del partido, y cuenta, sobre todo, con la GPU. El triunfo de Stalin sobre Trotsky es principalmente un triunfo policiaco.
Los bolcheviques están curados de espanto en eso de las represiones por medio de la Policía, y el Gobierno de Moscú se ha tirado a fondo contra la oposición. Trotsky, la gran figura de la revolución, está expulsado del territorio soviético como un apestado, y en Siberia hay más de dos mil trotskistas deportados. Para darse una idea de lo dura que ha sido la represión, me aseguraba un leader de la oposición residente en Leningrado —donde hay un fuerte núcleo trotskista— que el Gobierno de Moscú ha utilizado para la deportación incluso lugares que el Gobierno del zar no se había atrevido a utilizar nunca por considerarlos demasiado inhóspitos.
La situación moral de los revolucionarios de sangre adictos al trotskismo, ante esta represión del Gobierno soviético, es realmente conmovedora. Hombres agotados en la lucha por la revolución contra los esbirros del zarismo, que creían haber conquistado con el triunfo del régimen soviético el derecho a la paz, se han visto de nuevo perseguidos, encarcelados, sometidos a registros domiciliarios, deportaciones y confiscaciones, lanzados de nuevo a la lucha revolucionaria, más feroz ahora que nunca, porque el Gobierno de Moscú, que conoce el temple de estos hombres, no puede tener con ellos ninguna tibieza.
Es el triste sino del revolucionario de sangre. Por poca que sea la comprensión y la solidaridad que se tenga con la conducta de estos hombres que en aras de un ideal revolucionario sacrifican sus vidas, el ánimo se sobrecoge ante el heroísmo con que ya viejos, quebrantados por toda una vida de sufrimientos, se lanzan de nuevo con ímpetu juvenil a combatir lo que ellos mismos crearon y en sus mismas manos se ha vuelto contra ellos.
Smirnoff, Comisario de Correos y Telégrafos hasta hace poco, era uno de los revolucionarios de más limpia historia dentro del partido. Era el prototipo del revolucionario de pura sangre. Los comienzos de su actuación se remontan casi a los tiempos de la Narodnaia Volia. Consagrado exclusivamente a la consecución de idea revolucionaria, no tuvo en su vida un momento de paz, perseguido siempre por la Policía zarista, en la cárcel, la deportación o el destierro durante toda su vida, no supo crear un hogar donde remansarse; en su vida azarosa, únicamente le acompañaba y auxiliaba su madre, víctima también, como él, de las persecuciones policiacas. Cuando subieron al poder los bolcheviques, Smirnoff se encargó del Comisariado de Correos y Telégrafos, y sólo entonces encontró la pobre vieja un poco de sosiego para su senectud.
Pero surgió la disidencia trotskista, y Smirnoff, idealista de siempre, se puso al lado de la oposición. Empezó a ser sospechoso ante los demás miembros del Gobierno, y poco después era destituido del Comisariado y sometido a estrecha vigilancia. Volvió entonces a la lucha revolucionaria con el mismo ardor de su juventud. No tardó en sentir las consecuencias.
Los agentes de la GPU se presentaron un día en su casa para hacer un registro. La madre de Smirnoff, octogenaria, casi ciega, alejada ya del mundo, fue sometida a un interrogatorio policiaco. Costó un gran trabajo hacer comprender a la vieja de lo que se trataba. No lo concebía.
Cuando a través de las brumas de su senectud pudo darse cuenta, se limitó a preguntar:
—Ha vuelto el zar, ¿verdad, camarada?
Mientras su hijo está en el destierro, la vieja se morirá repitiendo: «Ha vuelto el zar». «Ha vuelto el zar».