EN GEORGIA A TRAVÉS DE LA CORDILLERA DEL CÁUCASO LA MISIÓN CIVILIZADORA DE LOS COMUNISTAS

La vida de Tiflis es menos dura, menos comunista que en la generalidad de las ciudades de la Unión. No sé a ciencia cierta por qué.

A despecho de revoluciones e invasiones, las ciudades tienen su fisonomía inalterable, y esta cara amable y sonriente de Tiflis no ha podido ser deformada por la gran mutación soviética. Escondida en el fondo de las montañas, detrás de la gran barrera del Cáucaso, la ciudad de Tiflis permanece un poco ajena al dramático esfuerzo de Rusia por asimilar el comunismo.

Por su alejamiento, el régimen de autonomía concedido a todas las repúblicas soviéticas le ha favorecido quizá más que a otras comarcas. El suelo es rico, los naturales se sienten con más libertad que antes, hablan su lengua nativa —turca, armenia o caucásica— y la lucha política no existe. El aspecto de la ciudad es bastante grato. La gente viste mejor —sospecho que por el comercio exterior, que seguramente se hace de contrabando por la frontera de Armenia— y las casas están mejor conservadas, más cuidadosamente enlucidas de lo que suelen estar en la Rusia comunista. Estas casas de Tiflis tienen casi todas grandes galerías acristaladas que recuerdan el panorama de Vitoria.

Para subir a la montaña de Gandeguili, desde donde se divisa uno de los panoramas más hermosos del Sur de Rusia, los comunistas han construido un magnífico funicular eléctrico. Durante la noche, millares de personas suben a la montaña y se desparraman por los restaurantes populares allí instalados para comer, beber y divertirse honestamente. Honestamente, porque los soviets no consienten ningún esparcimiento deshonesto, aunque su deshonestidad es distinta de la de los burgueses. Por ejemplo: de estos cabarets está absolutamente desterrado el baile; hay muchos comunistas que consideran los bailes modernos como de una gran deshonestidad: «El charlestón —me dice mi simpática camarada— es la reproducción de la cópula en posición vertical; nada de placeres burgueses».

En sustitución del jazz-band, estos restaurantes del Sur de Rusia tienen unas orquestillas turcas que producen una algarabía muy semejante a la música de los negros que triunfan en Occidente. Pero nada de baile. Las parejas de jóvenes comunistas se mantienen en público a respetuosa distancia. Ahora bien; con una gran naturalidad salen del restaurante y van a pasearse por la montaña a la luz de la luna. Y estos paseos a la luz de la luna de los jóvenes rusos no tienen nada de románticos, porque el romanticismo es, para el comunista, un estado espiritual perfectamente burgués.

La vida de Tiflis se desliza así agradablemente. Se está bastante lejos de la obsesión que produce Moscú, por ejemplo, con su terrible lucha política.

El ambiente es más grato. Las calles tienen el encanto inefable de las calles silenciosas de Andalucía. Por los portones entreabiertos se adivinan los patios penumbrosos donde la gente hace una vida familiar, amable e indolente. Aprovechándome de la noche, me he metido en uno de estos patios perfumados por el aroma de los árboles frutales y he estado espiando el interior de una de estas casas a través de las celosías de una ventana. Es la casa de un musulmán acomodado. Con las piernas cruzadas sobre los cojines de una cama turca, el dueño de la casa fuma lentamente su pipa con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho. En el otro ángulo de una habitación, una mujer joven, bella y pomposamente acicalada con ricas telas y pesados collares, está delante de un espejito que tiene puesto encima de una mesa desbaratando poco a poco su tocado. Es una estampa clásica.

Cuando salgo del patio y voy paseando de nuevo por las calles de Tiflis, tan calladas, tan serenas, pienso que la revolución comunista, los diez años de régimen soviético, no son más que una alucinación, un rapto de locura, de unos cuantos delirantes. La vida sigue su curso inalterable a despecho del dramático esfuerzo de un puñado de idealistas.

Pero al desembocar en la plaza principal de la ciudad, desde lo alto de una farola cae incansable el sonido bronco de un altavoz que repite por milésima vez el discurso de uno de los leaders del partido. Son las doce de la noche. En la gran plaza hay apenas dos docenas de personas que pasan indiferentes, pero el aparato de radiotelefonía sigue diciendo incansable las ventajas del sentido comunista de la existencia. Es la gota de agua.

Estos delirantes habrán cambiado un día hasta la entraña de la vida rusa.

Se hace la travesía de la cordillera caucásica, desde Tiflis a Vladicaucas, por una pista llamada Camino Militar del Cáucaso, que va bordeando las montañas, repta a veces por su falda, se hunde en ocasiones hasta el fondo de los valles y salva la mole imponente del Kazbek subiendo por sus laderas hasta una altura de dos mil metros.

Hasta hace pocos años este viaje se hacía en coche o en caballería exclusivamente, y se tardaban de ordinario cinco o seis días en recorrer los doscientos kilómetros que por la línea del aire hay de uno a otro lado de la cordillera. Bajo el régimen soviético se ha mejorado considerablemente esta pista militar, y hoy se puede hacer el viaje en automóvil. Esto de que se puede hacer es relativo; lo hacen los rusos, que son la gente más audaz del mundo.

Lo hacen a diario, en unos automóviles viejos, con unos frenos y unos motores que no funcionan sino por un prodigio de habilidad de sus mecánicos. En estas condiciones se lanzan por los zigzagueantes caminos de las montañas al borde de unos precipicios de dos mil metros, salvan las torrenteras saltando sobre guijarros del lecho con el agua hasta el cubo de las ruedas y se precipitan por pendientes de veinte o treinta kilómetros, en las que no hay diez metros en línea recta. Esta travesía del Cáucaso por este camino y con estos automóviles sólo son capaces de hacerla normalmente los rusos. A los amantes de las emociones fuertes, a esos automovilistas denodados que aman el peligro y lo buscan, yo les recomendaría que viniesen al Cáucaso y recorrieran el Camino Militar en estas máquinas.

La emoción se completa con las noticias que el chófer va dándonos durante el camino.

—Por aquí —nos dice señalándonos una espantosa torrentera— se despeñó hace tres meses un ingeniero.

—Aquí —agrega un poco más adelante—, un alud de nieve desprendido de la cima del Kazbek sepultó a un autobús en el que iban doce personas, que, naturalmente, perecieron.

—Allá abajo —señala— están todavía los restos de otro automóvil. Ha caído tan hondo que nadie se atreve a ir hasta allí.

Y así todo el camino.

Aparte esta sensación de peligro, el viaje es maravilloso. En algunos trozos del camino, el ánimo más rebelde a las emociones de la naturaleza —y el mío lo es bastante— queda sobrecogido por la grandiosidad del espectáculo que en este rincón del mundo ha preparado la divinidad. Hay valles rodeados completamente por montañas de dos y tres mil metros, cortadas a pico, que dan al viajero la sensación de hallarse en el vértice de un cono invertido. En el fondo de estos valles, el día dura apenas unas horas. Los rayos del sol apenas tocan en el fondo cuando está en el cénit y empiezan a subir rápidamente por la escarpada falda de las montañas. Y es de un efecto sorprendente ver el cielo de un azul intenso y las crestas de las montañas incendiadas por el sol mientras en el valle se extienden las sombras combatidas débilmente por una luz refleja que las nubes enganchadas en los picachos van cerniendo.

He querido venir hasta aquí no con un interés de turista amante de la contemplación de la Naturaleza, sino porque yo, que he rehusado en Moscú todas las informaciones oficiosas que se me brindaban sobre la acción de los organismos soviéticos en las comarcas más apartadas de la Unión, quería ver por mí mismo si realmente el bolchevismo tenía una existencia real traducida en obras públicas capaces de cambiar la faz del país. Más que las discusiones teóricas del partido y que las estadísticas, más que todas esas disposiciones gubernamentales que los bolcheviques adaptan a millares sobre el papel, me interesa la realidad, la obra viva, la que en realidad pueda haber llegado hasta el fondo de estos valles y a la cima de estas montañas.

Y, en efecto. Vamos sorteando las montañas entre los ríos Kura y Aragvi; el viajero tiene ante los ojos el panorama desolado de Mtsjeta, la antigua capital de Georgia, hoy en ruinas, con sus torres y sus templos milenarios desmoronándose poco a poco, cuando súbitamente aparece ante él la inevitable estatua de Lenin con el brazo levantado en ademán tribunicio —esta horrible estatua de la que se ha hecho una edición de centenares de ejemplares— y a su espalda unos formidables edificios de cemento, una presa, unas turbinas, unas chimeneas y, dominándolo todo, la estrella roja de los soviets.

El contraste entre los dos paisajes, el paisaje medieval de Mtsjeta y el panorama modernísimo de la gran obra hidroeléctrica soviética, no puede ser más elocuente.

Hay que rendirse a la evidencia. Los bolcheviques son unos teorizantes insoportables, han dictado millares de disposiciones gubernamentales que no se cumplen, se han equivocado, tropiezan, se caen, rectifican… Por encima de todo, como prodigio de voluntad, una voluntad heroica capaz de vencer tanto las dificultades exteriores como la propia incapacidad, existe hoy en Rusia una obra de Gobierno puramente soviética que ha llegado a la entraña misma del país.

No; la revolución comunista no es una revolución hecha sobre el papel y mantenida por la Policía, como sostienen los países capitalistas.

Muy de tarde en tarde, en los recodos del camino, aparecen unas aldehuelas miserables. Alrededor de algún milenario menhir o de los restos de alguna fortificación medieval, cinco, seis chozas colgadas de las cortaduras de las rocas. Para el viajero, la vida de estos montañeses encerrados en un repliegue de la sierra, donde lo tienen todo —el pan, el agua, la casa y la fosa; no necesitan más—, es un espectáculo emocionante.

Mas, aun en el corazón de las montañas, los aul —así se llaman en ruso estas aldeas— quedan reducidos a una sola familia y a una sola vivienda —la saklia—, aislada del resto del mundo y sin más ley ni gobierno que la despótica voluntad del cabeza de familia, este montañés bárbaro, lleno de supersticiones. Todas estas montañas, la Peña del Diablo, los Siete Hermanos, la Torre de la Reina Tamara, Kazbek, Elbrús, están pobladas por estas míseras familias, aisladas cada una en su saklia, sin más freno a los instintos que un oscuro sentido religioso que consiente las mayores atrocidades.

Hacia el mediodía hacemos alto en una saklia del camino para almorzar. Mientras hierve el samovar y va tostándose al fuego de unos grandes leños el sabroso chaslin —trozos de cordero adobado que se asan ensartados en una aguja—, salimos de la saklia para estirar un poco las piernas y contemplar el panorama que se descubre desde una especie de mirador natural allí próximo. Encaramado en el pretil de este mirador, nos aguarda un tipo astroso y contrahecho, que al vernos llegar pone las manos sobre una piedra que avanza sobre el precipicio, levanta ágilmente las piernas y se queda rígido, «haciendo el pino» en el borde de aquella cortadura de mil quinientos metros. Después, viene humildemente, con la montera de piel en la mano, a pedirnos unas copekas. Es un hombre de edad indefinible, casi una alimaña, con la cara recubierta por una espesa pelambrera y los ojos como dos puñaladas abiertas.

Mi compañero de viaje me dice:

—Es un heusur.

La tribu de los heusur, formada hoy por unos doce mil individuos, habita las gargantas del Cáucaso —«heusur» quiere decir literalmente «habitante de las gargantas»— en saklias diseminadas por todas las montañas a pocos kilómetros del Camino Militar. A pesar de lo frecuentado que está hoy este Camino Militar, los heusur se mantienen completamente apartados de la civilización. Hacen la misma vida salvaje que hacían cinco siglos atrás. Habitan en saklias de piedra, sin puertas ni ventanas, que durante los meses de invierno cubre por completo la nieve. Aislados del mundo, sepultados bajo la nieve, los heusur viven días y días sin salir de aquella estrecha cárcel, donde constantemente arden unos grandes leños bajo la vigilancia de un miembro de la familia, designado por turno, que cuida de que no se extinga el fuego mientras los demás duermen. La humareda del hogar, que difícilmente sale al exterior a través de la capa de nieve, hace que casi todos los individuos de la tribu padezcan terribles enfermedades de los ojos.

En la actualidad, los heusur viven exclusivamente de la agricultura y el pastoreo; pero, hasta hace poco, su principal fuente de riqueza era el robo. Periódicamente, bajaban de sus montañas a saquear a los cherkeskos y a los campesinos del Daghestan. De esta actividad tradicional, les queda el hábito de construir sus viviendas en los puntos más inaccesibles, en las ruinas de las viejas fortalezas medievales y en los picachos más inabordables. También son recuerdo de su secular medio de vida las armas que conservan: cotas de malla, corazas, cascos, lanzas. Un desfile de heusur es una reencarnación de las hordas medievales.

Existe sin ningún fundamento serio la opinión de que los heusur descienden de los cruzados. Sus viejas armaduras y la costumbre que tienen de adornar sus vestimentas con cruces de tela, que se cosen en el pecho, los codos y las rodillas, son la única base de esta sospecha.

Mi compañero de viaje, un ruso que domina todos los dialectos caucásicos, interroga al mendigo heusur sobre las costumbres de su tribu. La más terrible es la que se sigue con las mujeres antes del alumbramiento. Hay entre los heusur la creencia de que la mujer en el periodo de gestación es una criatura impura, cuyo contacto debe evitarse a toda costa. Así pues, desde el momento en que se advierte su estado, la mujer heusur es expulsada de la saklia y confinada en una cabaña lejana, a la que nadie puede aproximarse. Valiéndose de una especie de pértiga, se le introducen diariamente los alimentos en la cabaña, y allí permanece la infeliz hasta el momento de dar a luz. Cuando éste llega, la pobre ha de valerse por sí misma, sin que nadie pueda auxiliarla. El marido, que está rondando a lo lejos la cabaña donde su mujer sufre los dolores del parto y oye sus gritos de dolor, no puede hacer otra cosa que disparar al aire su escopeta para ahuyentar a los malos espíritus que en el momento del alumbramiento hacen sufrir a la infortunada.

Otra de las cosas características de los heusur es la administración de justicia. El más viejo de la tribu es el encargado de esta función. Se limita a intervenir en los casos de riñas sangrientas o agresiones entre individuos de distintas familias. Entonces hace que la herida causada se cubra con granos de cebada, y el agresor tendrá que pagar al agredido tantas vacas como granos de cebada quepan en el boquete que abrió en la piel de su semejante. Los heusur son muy respetuosos con esta justicia patriarcal y pagan siempre estas multas. Ahora bien, suele ocurrir que el agresor no tenga reses bastantes para satisfacer la indemnización, en cuyo caso, como es hombre respetuoso con la ley, baja al llano y se las roba a los campesinos de otras razas.

Hace poco, un sorprendente cortejo de montañeses cubiertos de andrajos, sobre los que relucían unas milenarias armaduras y unos cascos guerreros, llegó a la plaza principal de Tiflis. Parsimoniosamente, los jefes de aquella tropa descabalgaron y pidieron parlamentar con el Gobierno de la plaza. Eran los heusur, que habían oído el nombre mágico de Lenin y bajaban, al fin, de sus montañas para entrar en negociaciones con los bolcheviques.

Parece ser que llegaron a un acuerdo fácilmente. Y así, va a darse el caso de que aquellos montañeses pasarán automáticamente de la barbarie feudal al bolchevismo, que ellos han adoptado como la forma más excelsa de la civilización. ¡Para que los sociólogos hablen después de las leyes de la evolución!

A pesar de todas las dificultades, los comunistas van llegando con su propaganda hasta los rincones más apartados de Rusia, esas zonas vírgenes de toda civilización que el zarismo no supo sacar de la barbarie. El montañés, que ha resistido hasta ahora fieramente todo contacto con la civilización, ve que, poco a poco, se le van poblando los caminos de las montañas con estas bandas de comunistas que recorren el país hablando de una vida mejor. Y acabará por dejarse arrastrar.

Ahora mismo, en dirección contraria a la que nosotros llevamos, aparece una larga fila de carros escoltados por unos centenares de muchachos con banderas rojas y pañuelos rojos al cuello. Son los pionniers del Konsomol.

El Konsomol —la juventud comunista— tiene un cuerpo de pionniers organizado como los «chicos escuchas» de Inglaterra o los exploradores de España. Estos pionniers, a los que se da una educación estrictamente comunista, organizan excursiones por toda Rusia, excursiones que son regidas por ellos mismos. El grupo de pionniers de doce a quince años, que constituye el soviet de la expedición, delibera y resuelve libremente adonde se debe ir y qué se debe hacer en cada caso.

Con absoluta libertad van juntos por los caminos de la inmensa Rusia, durante días y días, chicos y chicas de diez a quince años. No hay ni la sombra de una autoridad sobre ellos. Pueden hacer cuanto les venga en gana.

Este sistema educativo tiene, como es natural, sus inconvenientes; sobre todo en el aspecto sexual, las consecuencias de la educación comunista espantan a todo aquel que tenga un resto siquiera de moral burguesa.

Pero así y todo, aun rechazando esa promiscuidad sexual infantil, que a título de ninguna moral, por amplia que sea, puede admitirse, es preferible cien veces esto a lo otro.

Los excesos del comunismo, por muy terribles que a la gente burguesa les parezcan, tendrán siempre un fondo civilizador, una estimación de la humanidad que los hacen deseables cuando se ve de cerca la vida bestial de estos montañeses rusos. Aunque no se considera que el comunismo representa un tipo superior de civilización; aunque el ciudadano de Londres, París o Berlín tenga derecho a estimarlo como una regresión, como un salto atrás en el progreso, siempre habrá que agradecerle por lo menos la misión civilizadora que heroicamente está ejerciendo en contra de la barbarie campesina en Rusia. Esto nunca lo había intentado el zar.