El territorio ruso está cruzado hoy de parte a parte por las líneas de aviación comercial. Había que asegurar un medio de transporte rápido a través de la inmensa Rusia, y el Gobierno de los soviets, haciendo un considerable esfuerzo, ha logrado constituir varias empresas netamente rusas o ruso-alemanas que prestan un servicio regular diario entre las ciudades más importantes de la Unión.
Las enormes distancias de Rusia hacían este servicio indispensable. Para trasladarse desde Moscú a Bakú, por ejemplo, se invierten cerca de cinco días de ferrocarril; en avión, Moscú está del extremo meridional de Rusia a unas treinta y seis horas.
Camino de Bakú, salimos esta mañana en uno de los aviones de la Ukrowosdujputj cuando aún no raya el día. Tenemos por delante veintitantas horas de avión. Hacemos el viaje en compañía de un curioso tipo que sería desconcertante en Europa; el camarada Rojklin, comunista militante. Él va a ser el héroe de nuestra excursión.
Volar sobre territorio ruso, hay que repetirlo, es, sencillamente, como seguir una ruta con el dedo sobre el mapa. Durante miles de kilómetros no hay el más mínimo cambio de decoración. La tierra rusa es una vasta planicie perfectamente diferenciada de las zonas montañosas, y en ella no se dan esos accidentes constantes de España, donde el llano, la meseta y la montaña alternan cada cien kilómetros. Volando sobre Rusia puede verse en una extensión de muchos cientos de kilómetros la línea circular del horizonte cerrando los campos de siembra inacabables, en los que la corteza terrestre se parece a la corteza de un gran pan redondo a la que no le faltan ni siquiera las grietecillas que le abre la cochura.
Y así toda Ucrania. Jarkov, la capital, en medio de esa inmensidad de los sembrados de trigo, no es el exponente de riqueza de esta vasta República, como podía pensarse. Contemplando la ciudad de Jarkov desde el avión, se advierte en seguida que el campo es mucho más fuerte que las ciudades de Ucrania. La ciudad no pasa de ser un centro burocrático; lo indispensable. La verdadera fuerza de Ucrania no ha emigrado todavía del campo a la ciudad, como en la provincia de Moscú, por ejemplo, donde los campesinos llegan en oleadas a los arrabales de la ciudad abandonando cada vez más la vida aldeana. El amo de Ucrania no es el ciudadano, sino el campesino. Las isbas infinitas diseminadas por el inmenso territorio se imponen a las ciudades. Unos cientos de kilómetros más abajo, Rostov muestra ya cierto poderío urbano. Es la cuneta del Don, la proximidad del mar Negro, lo que da a la ciudad una vida propia, libre de la tiranía de los campesinos. Rostov es la ciudad que puede vivir por sí misma, con una fuerte industria, cruce de importantes caminos. Más comunista, pues, que Jarkov.
En el aeródromo de Rostov tenemos el último contacto con lo que pudiéramos llamar la soberanía de Occidente. Vamos a entrar en la región del Cáucaso, donde ya el europeísmo va cediendo a la influencia cada vez más fuerte del Sur y del Oriente.
Horas y horas las aspas del pequeño Farman que ahora nos conduce van quebrantando el silencio de los campos. Volamos casi a ras de tierra sobre los sembrados. Los campesinos, al sentir el zumbido del motor, levantan un momento la cabeza doblada sobre los surcos y nos saludan jubilosos. Estos aviones que diariamente cruzan sobre las remotas aldeas son uno de los instrumentos de propaganda política más eficaces del Gobierno ruso. Hay que imaginarse el desconcierto del campesino, que para llegar a la estación más próxima del ferrocarril había de hacer a veces cientos de verstas sobre su carricoche, al ver cruzar sobre su cabeza el pájaro metálico que salió de Moscú aquella misma mañana.
Ya vencido el día, cruzamos sobre Armavir, el punto de encuentro de casi todas las líneas férreas del Sur de Rusia, y seguimos siempre a ras del suelo hacia Vladicaucas. El sol está ya muy bajo, y el piloto fuerza cada vez más la velocidad del avión. Marchamos a más de doscientos kilómetros por hora.
En el horizonte empiezan a adivinarse las sombras de la cordillera caucásica, y poco después se recortan ya netamente en el fondo rojo del cielo las moles de los gigantes del Cáucaso: Elbrús, Kastan, Kazbek…
Súbitamente, el avión da una sacudida que nos lanza de nuestros asientos. Gruñe un poco el motor, y apenas tenemos tiempo de advertir que la tierra se levanta mágicamente, y después de tropezar con ella, el avión da unos aletazos y se queda gruñendo y bufando sobre un campo de girasoles.
El piloto nos explica. Ha habido una pérdida de aceite y el motor se ha quemado. No se puede continuar.
Bueno. ¿Y dónde estamos?
A la derecha de nuestra ruta se levanta la imponente barrera del Cáucaso. La gigantesca mole de Elbrús con sus cinco mil seiscientos metros de altura se halla precisamente frente a nosotros. La luz roja del sol poniente tiñe la nieve perpetua de su cima y le hace parecerse a un sorbete de fresa dispuesto para la divinidad.
Llega corriendo un campesino que habla una lengua absolutamente incomprensible, no ya para mí, sino para los rusos que me acompañan. Poco a poco van llegando más campesinos y logramos informarnos.
Estamos cerca de la aldea de Svorovska, situada a veintitantos kilómetros de Mineralovodsk.
La primera impresión que nos producen estos campesinos del Cáucaso que van llegando de los cuatro puntos cardinales para curiosear el avión caído es poco tranquilizadora. Sobre las ropas en jirones no falta nunca el kinyal —cuchillo—, el pistolón o la browning. No se crea, sin embargo, que son éstas unas tribus salvajes y guerreras. Todo el Cáucaso está civilizado hasta donde lo ha permitido la potencia económica de la región, pero de una parte el tradicionalismo del elemento cosaco aferrado a su cherkeska típica con las cartucheras en el pecho, y de otra los núcleos musulmanes, que no desamparan jamás el cuchillo corvo, grande como un alfanje, dan un aspecto guerrero a la gente.
Aparte de que, hasta hace poco, en el armamento de la población no todo era color local. La guerra civil armó a las poblaciones en masa contra las bandas de Denikin, y hasta hace un par de años las cuadrillas de merodeadores hicieron necesaria la defensa personal. Los soviets no se han atrevido todavía a acometer el desarme de la población civil, pero reprimen con dura mano, por medio de los tribunales de justicia, todos los crímenes, principalmente los originados por la venganza y el odio entre las familias; aquí frecuentísimos.
Acuden también, para ver de cerca el aeroplano, muchas aldeanas, con la rastra de infinitos chiquillos, casi en cueros, sucios, comidos de viruela. El calzado es un privilegio reservado exclusivamente para el varón adulto. Las telas con que cubren sus cuerpos son de la más rudimentaria industria aldeana.
El avión está absolutamente imposibilitado para continuar el viaje. Entramos en negociaciones con uno de aquellos campesinos, que por unos rublos se brinda a llevarnos en un carricoche hasta la aldea próxima. Ya allí, veremos lo que se puede hacer.
Mientras, ha ido cayendo la noche. Elbrús proyecta sobre la campiña llana la sombra de su ingente masa, y los grupos de campesinos se alejan cantando. Cada voz del coro que forman va dando una misma nota repetida, al que contestan las otras voces, cada una con su nota invariable. El efecto que esta melodía rudimentaria produce es emocionante.
El carricoche del aldeano se pone en marcha, llevándonos encaramados sobre unos haces de hierba. El tránsito por los caminos de Rusia es un arrastrarse penosamente con espantoso traqueteo sobre los surcos y los arroyuelos, con la impresión de que no se avanza un paso en aquella inmensidad. Para soportarlo, es preciso tener el sentido del tiempo que tiene esta gente. Su sentido del tiempo y sus riñones.
Cuando llegamos a la aldea de Svorovska es cerca de la medianoche. No hay en todo el poblado más iluminación que una lámpara de petróleo colgada a la puerta de una de las chozas más grandes: la oficina de la GPU.
Es imposible quedarse a dormir allí como no sea en uno de los pajares. He inspeccionado el interior de una de estas viviendas aldeanas y no es nada agradable quedarse a pasar en ella la noche. Para poder llegar cuanto antes a la estación de ferrocarril nos ponemos de acuerdo con la única persona inteligible que hay en Svorovska: un granjero alemán.
Toda Rusia, sobre todo el Sur, está poblada por estos alemanes que vienen a cultivar esta tierra feracísima que, a pesar de todas las trabas revolucionarias, les rinde pingües beneficios. Este granjero engancha su caballejo a una especie de tartana, y, saltando sobre las veredas, nos lleva hasta la línea del ferrocarril.
No es realmente una estación, sino un apeadero, lo que encontramos. El tren de viajeros ha pasado ya hace mucho tiempo, y hasta mañana, bien entrado el día, no podremos, en ningún modo, partir.
El camarada Rojklin pide entonces al jefe de estación que nos deje marchar en uno de los trenes de mercancías que durante toda la noche están pasando por allí. Se niega al principio el jefe, pero nuestro compañero de viaje insiste, y como argumento decisivo muestra su carné de comunista militante.
Ser comunista en Rusia es como pertenecer a una clase aristocrática. Los comunistas han formado desde luego una especie de aristocracia que es la que rige hoy los destinos de Rusia. El acceso a esta clase es tan difícil como el acceso a cualquier aristocracia. No es comunista todo el que quiere.
Se ha dicho, para demostrar la inconsistencia del régimen soviético, que los comunistas no pasan en Rusia de setecientos mil, pero este argumento es falaz. Si los comunistas abriesen la mano en la admisión de afiliados, si no fuesen tan duros en las depuraciones que hacen frecuentemente para excluir de sus filas a todos los que no les merecen una absoluta confianza, podrían volcar íntegro el censo de Rusia en el partido. Todo habitante de Rusia consideraría hoy como un privilegio el pertenecer al partido.
Tampoco quiere decir esto que toda Rusia sea comunista, no. Es que el comunista goza de una situación privilegiada que todo el mundo envidia.
Ante el deseo del camarada Rojklin, el jefe de estación se lava las manos y nos autoriza a partir en el primer tren de mercancías que se detenga en el apeadero. Pero cuando al fin llega un tren surge una nueva dificultad. El conductor del tren, al informarse de nuestra pretensión, se niega terminantemente a llevarnos.
Según dice, aquella zona está infestada de ladrones de trenes. Aun en los trenes de viajeros los robos son diarios. Cada tren lleva, sin que haya manera de evitarlo, junto con sus guardafrenos y sus fogoneros, sus ladrones propios. En los trenes de mercancías esto es mucho más grave; la lentitud de los convoyes, que permite subir y apearse en marcha fácilmente, y además la dificultad que existe en Rusia para procurarse billetes de ferrocarril, hacen que los trenes de mercancías vayan cargados de viajeros clandestinos nada recomendables que, si a más de viajar sin billete pueden llevarse algo, tanto mejor.
—Ustedes —nos dice el conductor del tren— llevan sus equipajes y la valija del avión, y yo no puedo responder de la suerte que corran en los vagones sin vigilancia. Como no encuentren un agente de la GPU que les dé escolta, no pueden venir en el tren. Yo no respondo.
—Respondo yo —intervino el camarada Rojklin.
—¿Con qué me respondes tú, camarada?
—Con mi carné de miembro del partido comunista y con esta pistola. Vamos al tren.
El camarada Rojklin quitó el seguro a la browning, metió una bala en el cañón y nos invitó a subir a un furgón donde, parapetados detrás de la casilla de un guardafrenos, recorrimos un trayecto de veinticinco kilómetros en unas dos horas y media, viendo cómo por los techos de los vagones saltaban unas sombras nada tranquilizadoras.