POLICÍAS, PERIODISTAS, SOLDADOS.

Los soviets tienen hoy la mejor Policía del mundo. Es tan buena, está tan maravillosamente organizada, que ni siquiera se advierte su existencia. Yo he recorrido Rusia de punta a punta, he andado a mi placer por ciudades importantes y por aldeas, he viajado solo, siempre solo, sin decir a nadie adonde iba ni con qué objeto, en avión, en ferrocarril, en auto y hasta en carro. Nadie me ha molestado nunca, ni me ha pedido un documento, ni me ha puesto la menor dificultad.

Tengo, sin embargo, la impresión de que se me han seguido los pasos y de que se ha sabido en todo momento adonde iba y con quién me entrevistaba. Sería cándido suponer lo contrario. Pero no me ha ocasionado ni la más mínima molestia; como si yo fuese el amo de Rusia. Por eso afirmo que la Policía soviética es la mejor del mundo.

Esta opinión me la han confirmado quienes tienen más motivos que yo para sostenerla: los comunistas de la oposición. Por un extraño azar, durante todo mi viaje por Rusia he ido cayendo sucesivamente en manos de miembros de la oposición más o menos caracterizados, y todos ellos, cuando yo les hablaba de la libertad que tenía para moverme, se sonreían diciéndome: «Tenemos la mejor Policía del mundo. Mientras, usted no haga más que curiosear de un lado para otro, todo irá bien. Pero, por si acaso, no salga usted nunca de su papel de viajero curioso».

Después he tenido ocasión de comprobar la omnipresencia de los agentes de la GPU. Lo ven todo y lo saben todo. Piénsese que no sólo sus directores sino muchos de sus agentes han sido cocineros antes de frailes; es decir, que han estado muchos años burlando a la Policía del zar o cayendo en sus garras. Son, indudablemente, la gente que estaba mejor preparada para organizar una Policía política. Imagínese lo que sería la Guardia Civil española si estuviese algún día en manos de los gitanos.

Como Policía política, la GPU es la mejor del mundo. Ahora bien, como Policía criminal es absolutamente ineficaz. Aún no ha podido reprimir el bandidaje en los campos y en los trenes, y ni siquiera responde de la seguridad del transeúnte que se aventura a horas avanzadas por las barriadas extremas de Moscú. No es su oficio, sencillamente.

Su poder es omnímodo en toda Rusia. El «guepeú» asume todos los poderes y disfruta de la más absoluta inviolabilidad. Esto ha garantizado el orden, cosa que a la gente de temperamento conservador quizá le satisfaga plenamente. Pero los que estamos espiritualmente más cerca de los delincuentes que de la Policía, sentimos cierta angustia al advertir que hay unos individuos privilegiados que tienen en sus manos todos nuestros derechos y nuestras libertades. El hombre netamente liberal no abdica esto ante ninguna garantía de orden, por fuerte que sea.

Para el que no siente este escrúpulo de conciencia ni está animado de propósitos revolucionarios en contra del Gobierno de Moscú, la institución es maravillosa. El «guepeú», consciente de la responsabilidad que en él se deposita, es, en cada caso, la garantía de una justicia inmediata, un poco patriarcal, absolutamente honrada. Todos los pleitos e incidentes de la vida cotidiana los falla en el acto de su planteamiento de manera inapelable el agente de la GPU. En un país todavía desorganizado, como Rusia, la intervención inmediata y por todos acatada de esta autoridad sin límites es altamente beneficiosa.

Yo mismo he tenido ocasión de comprobarlo.

Tuve que hacer un recorrido por ferrocarril y creí que adquirir el billete sería en Rusia una cosa tan hacedera como en cualquier otro sitio. Pero conociendo ya el «tempo lento» que tienen todas las cosas en este país, tuve la precaución de ir a la taquilla a comprar mi billete veinticuatro horas antes de la salida del tren.

El aspecto de las estaciones rusas es sorprendente. Como los viajes a través del territorio ruso son casi siempre de miles de kilómetros, los viajeros se mueven de un lado para otro con una terrible impedimenta de colchones, sábanas, mantas, almohadas, vajilla y provisiones. Algunas familias viajeras llevan hasta el samovar, que en un rincón cualquiera de las estaciones, en su departamento del vagón, en cualquier sitio, preparan cada dos horas para hacerse el inevitable té.

Ante las ventanillas para el despacho de billetes había largas colas de gente que esperaba. Tomé plaza en una de aquellas colas y me puse a fumar cigarrillos y a esperar que me llegase el turno. Pero pasaba una hora y otra y otra, y la cola no avanzaba un paso. Entablé una rudimentaria conversación con mis compañeros de espera por medio de la mímica y de algunas palabras rusas que yo ya conocía y pude saber, con el espanto consiguiente que el despacho de billetes no se abría hasta doce horas más tarde. Además, según me dijeron, sólo habría plazas para los diez o doce primeros puestos de la cola que estaba allí desde el día anterior. Nosotros hacíamos cola para el día siguiente o para el otro. Desistí.

Yo, que estaba dispuesto a adquirir mi billete sin ninguna preferencia, viajando como cualquier hijo de Rusia, reconocía que aquella espera de dos o tres días en una estación para tomar un billete era un esfuerzo superior a la resistencia física de un occidental, y salí de la cola dispuesto a hacer valer mi condición de extranjero para que se me despachase el billete inmediatamente. Emprendí entonces una difícil peregrinación: interpelé uno tras otro a todos los empleados de la estación, llegué hasta el despacho del jefe y formulé mi pretensión ante el que llamaríamos interventor del Estado. Todo inútil. La contestación era siempre la misma: en la Rusia comunista todo el mundo tiene los mismos derechos. Yo debía esperar, como cada cual, a que me llegase mi turno.

Estaba ya resignado por la fuerza de los hechos cuando pasé casualmente ante un puesto de vigilancia de la GPU. ¿No dicen que la GPU es omnipotente en Rusia? Vamos a ver si ella me consigue un billete de ferrocarril.

Entré y expuse mi deseo al comandante del puesto, quien, atendiendo a mi condición de extranjero, lo estimó muy razonable.

—Le despacharán a usted el billete hoy mismo.

—Le advierto que he hablado con el jefe de la estación, quien me lo ha negado.

—Irá usted de nuevo recomendado por la GPU.

—Es que, según creo —aventuré tímidamente—, parece que no hay plazas libres en el tren.

—Usted irá en ese tren —me dijo—. Diez minutos antes de la hora de partida esté aquí con su equipaje.

Así lo hice, y efectivamente, allí estaba mi billete y mi plaza reservada en un magnífico vagón de primera clase. Porque, eso sí; en Rusia es difícil obtener un billete de ferrocarril, pero cuando se ha obtenido, se viaja mejor, con más lujo y comodidad que en ninguna parte del mundo. No es una cosa excepcional para extranjeros, no. Los trenes rusos son los más confortables y los más baratos del mundo. Ahora bien: no hay ni la mitad de los que se necesitan.

He relatado esta intervención de la GPU a favor mío porque demuestra cómo actúa esta fuerza policiaca. No porque me satisfaga. Yo, la verdad, en lo íntimo de mi conciencia hubiese preferido esperar los tres días a pie firme en la estación a sentir netamente la influencia de ese poder absoluto, sin ningún control, que campea hoy en Rusia.

—¿Cómo se ejerce en Rusia la censura de Prensa? —he preguntado en Moscú a un periodista.

—Aquí no se ejerce la previa censura —me ha contestado—. Los periódicos publican todo aquello que sus redactores jefes creen que debe publicarse.

Cuando ha visto que yo me sonreía, mi interlocutor se ha apresurado a aclarar:

—Claro es que los redactores jefes de los periódicos creen que sólo puede publicarse aquello que conviene al Gobierno. No crea usted que nos preocupa la necesidad de dar una apariencia de libertad a la Prensa; no. El periódico está absolutamente en manos del Gobierno de Moscú, y así debe ser. El cargo de redactor jefe de un periódico es un cargo político que se otorga sólo a personas de la confianza del Gobierno, absolutamente identificadas con su política; el periodista es un funcionario más de la máquina administrativa.

El partido comunista no tiene por la Prensa ninguna simpatía. Los bolcheviques consideran el ejercicio del periodismo como la manifestación más clara del servilismo de los intelectuales a la burguesía. Esta enemistad está sobradamente justificada. Los leaders del bolchevismo han sido víctimas de las más furiosas campañas de la Prensa, y todavía son los periódicos dependientes económicamente de las empresas capitalistas los que mantienen en el mundo el cerco al comunismo. Cuando en los primeros días de noviembre de 1917 los bolcheviques eran dueños de Petrogrado, y los obreros, soldados y marinos, ejecutando las disposiciones del Comité Militar Revolucionario reunido en el Instituto Smolny, ocupaban triunfalmente las calles de la ciudad, todavía los periódicos de Petrogrado, fieles a la causa de la burguesía, más o menos disimuladamente, arremetían contra ellos ferozmente, y dando gritos de espanto ante lo que llamaban el fin de la civilización, azuzaban a la juventud intelectual y burguesa lanzándola al combate contra los proletarios.

Para los bolcheviques, la Prensa no merece ninguna consideración de índole moral; no es más que un arma de combate absolutamente inerme por sí sola, de la que se dispone desde el Poder como se dispone de las ametralladoras o de los carros de asalto. Se incautaron de ella del mismo modo que se incautaron de los depósitos de municiones, y no han tenido nunca la sospecha de que, actuando independientemente del Poder público, la Prensa pueda realizar ninguna función social.

«Es cierto —decía Trotsky— que escribimos bastante mal, que los artículos de fondo de nuestras Izvestias están llenas de párrafos mal construidos y plagados de contradicciones (¿cómo hubiera sido posible, sin contradicciones?), y que se ha perdido aquel estilo periodístico tan acabado que teníamos antes de la revolución de noviembre, cuando Miliukov babeaba la prosa exquisita de sus artículos de fondo y Hessen servía maravillosamente al público los mejores bocados de los procesos de divorcio, pero la verdad es que todos esos "desnatadores de cultura" lo que hicieron fue liquidar la revolución de 1905 con sus brillantes prosas periodísticas».

En el régimen comunista, los periódicos, siguiendo este criterio, no son más que escuderos de la revolución. Se les ha podado implacablemente todo aquello que pudiera ser una reminiscencia burguesa y se les ha convertido en boletines oficiales del Gobierno.

Para no dejar al periodismo tradicional ni siquiera el valor social que tiene como portavoz de las masas populares, los comunistas crearon y fomentaron los llamados periódicos murales, una especie de tablilla de anuncios colocada a la entrada de todas las fábricas y oficinas, donde los obreros pegaban sus comunicados manuscritos con sus reclamaciones, sus críticas y sus alabanzas. Este sistema rudimentario de expresión de la voluntad popular acababa de quitar toda su importancia a la Prensa y daba satisfacción a la necesidad que tiene el pueblo de manifestarse sin ocasionar un grave peligro para la dictadura por la escasa difusión que aquellas opiniones inmovilizadas en un paredón podían tener.

Los periódicos murales están hoy en franca decadencia; los obreros han ido cediendo en el fervor intervencionista de los primeros momentos de la revolución, y cada vez acuden menos con sus quejas a estas tablillas que antes llenaban a diario con sus escritos. Yo he visto infinidad de periódicos murales en los que no hay más muestra de expresión popular que alguna divagación teórica sobre el marxismo o los pinitos literarios de algún obrero amarilleando bajo los efectos del sol de muchas semanas.

A pesar de todos sus pecados, el periodismo es insustituible. El partido comunista no ha tenido más remedio que respetar su forma tradicional y darle una apariencia de libertad, aunque en el fondo lo tenga completamente sometido.

El régimen de Prensa de los soviets es bastante curioso. Los periódicos tienen una gran libertad para tratar de todas las cuestiones de las Administraciones según el criterio personal de sus redactores. En cambio, no se les consiente ninguna discusión de carácter doctrinal. Para la Prensa soviética, no hay más que una doctrina social: el marxismo; ni más interpretación de ella que la del Gobierno de Moscú.

El sistema es radicalmente distinto del que siguen los Gobiernos burgueses en sus coacciones sobre los periódicos. Por lo general, todas las dictaduras que se apoyan en el capitalismo utilizan la censura de Prensa para impedir las campañas dirigidas contra la Administración, y en cambio dejan una gran libertad para las discusiones doctrinarias. En España, por ejemplo, mientras no se sale de lo que pomposamente llaman «la región serena de las ideas» —es decir, la región de los tontos teorizantes— es posible hacer declaraciones concretas incluso de fe anarquista o comunista, pero no hay modo de deslizar la más leve censura contra el último funcionario de Estado, por muy ladrón y muy canalla que sea.

El Gobierno soviético, por el contrario, consiente todas las campañas contra la Administración. Recientemente algunos periódicos de Moscú han arremetido contra el comisario del Pueblo Lunatcharsky, al que acusaban de haber pasado una temporada en el extranjero en compañía de una célebre artista haciendo una vida perfectamente burguesa. Mientras estuve en Rusia, seguí atentamente las contestaciones que los obreros daban a una encuesta abierta por La Gaceta de Moscú, que preguntaba a los trabajadores las razones que tenían para no figurar en el partido comunista. Me hice traducir literalmente una de las contestaciones publicadas, que decía así: «No soy comunista porque me repugnan las inmoralidades de la burocracia del partido». Y debajo la firma y la dirección del que así opinaba.

Pruebe el que quiera a hacer una declaración semejante en España.

Esta libertad desaparece en cuanto se trata de asuntos de política exterior. De lo que pasa en el extranjero, el ciudadano de la URSS no tiene más noticias que las que le facilitan los boletines oficiales del Comisariado de Negocios Extranjeros. La incomunicación del pueblo ruso con el resto del mundo es absoluta.

Sólo aquellos acontecimientos a los que puede darse una interpretación revolucionaria ganan las columnas de la Prensa. Yo he podido comprobar cómo personas cultas que estaban al tanto del movimiento científico e intelectual de todos los países se hallaban absolutamente desorientadas en cuanto se refiere a la política internacional, hasta el punto de ignorar incluso la existencia de hechos de importancia capital para la marcha política del mundo.

En cambio, una mañana me he encontrado en un periódico de Moscú con dos columnas llenas de información sobre una huelga obrera planteada entonces en Sevilla, a la que se atribuía en Moscú una importancia política que yo, español, ni sospechaba siquiera.

Cuando quise informarme en Moscú de lo que es en la actualidad el Ejército Rojo, se apresuraron a decirme:

Los efectivos militares de Francia en el presente año son de 633.171 hombres; los de Inglaterra, 512.801;

Italia, 550.470; los Estados Unidos, 303.869; Polonia, 284.000; Alemania, 99.191.

Rusia tiene este año un ejército de 775.000 hombres. El ejército más formidable del mundo.

Pero no hay que alarmarse demasiado. Esta cifra de 775.000 hombres, que teóricamente es cierta, en la práctica, atendiendo a la verdadera realidad, se reduce considerablemente. Los cuadros del Ejército Permanente, en el que se presta servicio obligatorio durante dos o tres años, no pasan de la mitad de esa cifra. Pero a este ejército se agregan los efectivos del Ejército Territorial, que forman una suerte de milicias locales en las que no se presta servicio más que durante seis meses, repartidos en periodos de dos; el Ejército de Instrucción, formado por trabajadores intelectuales en su mayoría, también con un tiempo de estancia en filas muy reducido, y las Tropas Especiales al servicio de la GPU.

El Ejército Territorial y el Ejército de Instrucción carecen casi en absoluto de efectividad bélica; pero el espíritu militarista triunfante en la URSS exalta y desfigura su verdadera importancia, porque el ideal de los revolucionarios de hoy es el de presentar a Rusia como el país más militarista y más formidablemente armado del mundo.

Desgraciadamente para ellos, el escaso desarrollo industrial de Rusia coloca a este amenazador militarismo en una situación de absoluta inferioridad. Esas enormes masas de jóvenes rusos, a los que se ha inculcado un fervoroso sentimiento guerrero, no podrán lanzarse a luchar con el mundo capitalista porque carecen de motores de aviación, de fábricas de productos químicos y, en general, de casi todo el material que exige una guerra moderna.

Pero si el Ejército Rojo es ineficaz para emprender por sí solo la lucha con el mundo capitalista, es un formidable instrumento de ataque contra las nacionalidades vecinas, Polonia, Lituania, Letonia y Estonia, y sobre todo, es la garantía de la continuación del régimen.

Descartado por ahora el ideal de la revolución mundial, para ayuda de la cual el Ejército Rojo tampoco serviría por su falta de material moderno, resulta que los bolcheviques han creado y sostienen un formidable militarismo con todas las lacras morales del militarismo, y sin más fines que los que se le adjudican en los países burgueses: la conservación por la fuerza del desorden establecido y la exaltación del nacionalismo en daño de los nacionalismos limítrofes.

Este del militarismo es uno de los aspectos más desagradables de la Rusia soviética. Teóricamente, la revolución no admite más ejército que esas milicias locales con tiempo de servicio muy reducido que hoy forman el Ejército Territorial; pero en la realidad se está llegando a la militarización de todas las fuerzas nacionales, hasta el extremo de que en las últimas maniobras ha sido movilizada incluso una gran parte de la población civil.

Pero lo más amenazador de Rusia no es la cifra de sus efectivos militares, sino el espíritu militarista que se ha desarrollado en el pueblo. El soldado bolchevique no se parece en nada al soldado de los ejércitos burgueses. Antes que de tener un ejército grande, el Gobierno bolchevique se ha cuidado de tener un ejército selecto. Lanzó como un señuelo, para atraerse a los mejores a esta servidumbre militar, el grito de que la defensa de la revolución con las armas en la mano era un honor que se reservaba sólo al proletariado, y mediante un sistema de reclutamiento absolutamente arbitrario pudo ir eliminando uno por uno a todos aquellos elementos que hubiesen podido representar un peso muerto o una tendencia pacifista dentro de los cuadros del ejército.

Del servicio militar, está prácticamente excluido todo aquel que es sospechoso, no ya de contrarrevolucionario, sino de antimilitarista. Se da el caso de que se acoge con menos reserva en el Ejército Rojo a los oficiales zaristas y a los elementos de los ejércitos blancos que a los bolcheviques de tendencias antimilitaristas.

Basta acercarse a un campamento del Ejército Rojo o presenciar el desfile de un regimiento por las calles de una ciudad para advertir netamente la fuerza moral de unas tropas así formadas y reclutadas. Yo recuerdo el desfile de unos batallones por las calles de Vladicaucas como una de las sensaciones bélicas más fuertes que he tenido en mi vida.

Con paso tardo, y abrumados bajo el peso de su equipo de guerra, aquellos mocetones, vestidos con uniformes pardos y viejos, desfilaban haciendo temblar el suelo bajo sus botas embreadas. Nada de colores brillantes, ni de condecoraciones, ni de galones de oro y plata. Una masa oscura que se arrastraba lentamente.

Nada de cascos de acero, ni de charangas, ni de plumajes vistosos. Todo el aparato de los ejércitos burgueses estaba suprimido. Sólo las grandes botas, las enormes mochilas, los cascos de cuero y, sobresaliendo, las puntas de las bayonetas y las canciones guerreras de los soldados.

El soldado rojo desfila siempre cantando. Durante la marcha, se acompaña él mismo con una melopea triste y amenazadora formada por mil voces desiguales que van repitiendo unas terribles palabras de guerra. Cada pelotón de soldados canta su canción preferida; pero todas ellas tienen el mismo estribillo. Una frase que, al rato de estarla oyendo mientras los batallones pasan, llega a ser una obsesión: la guerra, la guerra, la guerra.