NIÑOS, MUJERES, POPES Y TENDEROS

Cuando en una calle de Moscú se encuentra uno arrimado a la acera a un tipazo mugriento, barbudo, con una pelambrera piojosa cayéndole sobre los hombros, los grandes ojos azules mirando espantados el espectáculo callejero, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, la testa oscilante mientras los labios torpes intentan vanamente articular unos sonidos humanos entre eructos de aguardientes, ya se sabe: es un pope.

Yo no sé si antes de la revolución sería así también. Sospecho que la embriaguez habitual es una de las tradiciones más características del clero ruso, a juzgar por las referencias literarias que de él tenemos. Lo que es ahora, decir pope es decir borracho.

Creo que, aparte una natural predisposición al alcoholismo, que por lo visto ha sido siempre patrimonio del cura ruso, es la revolución lo que le empuja ahora fatalmente a la embriaguez. Desde el triunfo del bolchevismo, el pope «bebe para olvidar». La tragedia de la iglesia ortodoxa dentro del régimen soviético es una tragedia disuelta en alcohol.

El partido comunista, siguiendo su táctica un poco jesuítica de siempre, cuando se topó de cara con la iglesia, no se atrevió a darle la batalla francamente. El pueblo ruso era, y sigue siéndolo, el pueblo más religioso del mundo. No se trata de una religiosidad militante, disciplinada y concreta, sino un difuso sentimiento religioso, mezcla de superstición y de idolatría, tan arraigado en el fondo del alma rusa que hasta los bolcheviques que se atrevieron con todo, se detuvieron prudentemente antes de atacarlo a fondo.

Pudieron haber suprimido al cura como suprimieron al comerciante, al patrono y, en general, a toda la burguesía. Los sótanos de la Checa habían probado ya su capacidad para eliminar una clase social entera, por fuerte y numerosa que fuese. Pero con el cura, acaso por temor a una explosión de ese difuso sentimiento religioso tan arraigado en el alma del pueblo ruso, tal vez porque los comunistas han puesto siempre un exquisito cuidado en evitar que se formase la aureola del mártir alrededor de sus víctimas, y la Iglesia es maestra sapientísima en la elaboración de mártires, el caso es que se siguió otro procedimiento de eliminación: el de sitiarlos por hambre.

Hace once años que la vida se le hace imposible al pobre pope ruso. Si subsiste es porque, por lo visto, la clase sacerdotal tiene una vitalidad superior a la del resto de los mortales.

Se nacionalizaron todos los bienes religiosos: hasta los ornamentos del culto. El pope se encontró de la noche a la mañana con que no tenía más que la sotana que llevaba puesta. Se suprimió toda subvención al clero, se castigaron duramente las especulaciones con objetos de culto y se impidieron las recaudaciones de fondos entre los fieles. Durante los terribles años de miseria que siguieron a la revolución, el pope, privado de todos sus recursos, permanecía impotente y famélico a la vera de sus iconos, ante los que iba a prosternarse una muchedumbre llena de fervor religioso, pero sin una copeka en el bolsillo. Los buenos parroquianos de antes habían emigrado o perecido.

El pope se lanzó entonces a una vida de hampón. Mendigando por las casas de sus fieles, comiendo aquí y ayudando allá, durmiendo donde le cogía, alternando con ese poso turbio de malhechores e infelices que ponen en ebullición las revoluciones, el pope ha ido cayendo poco a poco en una especie de vagabundaje que pone pellas de barro en sus barbazas, antes tan respetables, y deshace en jirones su imponente sotana.

¡Pobres popes rusos! Yo he visto a uno que llevaba todo el verano durmiendo bajo la bóveda del firmamento. En Moscú hay un pavoroso problema de viviendas, y la dictadura del proletariado distribuye las habitaciones de que se dispone según la utilidad social del que las demanda. El cura, según los bolcheviques, no desempeña en Moscú ninguna función necesaria, y no tiene, por tanto, derecho a habitación. Considerado como una superfluidad, el pope ve claramente que está condenado a perecer. Y consciente de su fin próximo, desesperado, se entrega a la bebida.

Me dicen que algunos, no muchos, han tenido una resolución heroica y se han puesto a trabajar en las fábricas.

Durante algún tiempo, la Iglesia, a la que los bolcheviques no atacaban directamente, creyó que podría salvarse y convivir con el nuevo régimen. La maniobra soviética de favorecer encubiertamente a una secta para hacer daño a la otra hizo concebir a algunos la esperanza de que podrían subsistir. Una parte del clero se puso entonces al lado de los bolcheviques bajo la bandera de la Iglesia Viviente, que, en efecto, encontró cierto apoyo entre los directores del partido. Este intento que hicieron los curas para salvarse fue muy curioso. Compaginaban la religión con sus creencias aquellos pobres popes diciendo que, puesto que la voluntad de Dios era que hubiesen triunfado los bolcheviques, había que someterse a ellos y ayudarles incluso en su tarea revolucionaria. Para congraciarse con la dictadura del proletariado, algunos popes izaban la bandera roja sobre las cúpulas doradas de sus iglesias, y en su propaganda intercalaban citas de Marx, Engels y Lenin a los versículos de la Biblia.

Pero la maniobra soviética está ya demasiado clara para que puedan hacerse ilusiones sobre su destino. Los bolcheviques favorecían esta herejía de la Iglesia Viviente para acabar de destruir la Iglesia Ortodoxa.

A pesar de todo, el pueblo sigue siendo religioso. Pero el pope ha perdido todo su prestigio. No hay paridad posible entre la significación social de un cura católico o protestante y un pope ruso. En la aldea, el pope, que siempre, aun bajo el zarismo, tuvo una reputación moral poco envidiable, se ha convertido en un tipazo pintoresco, filósofo cínico, borrachín genial, que divierte a los campesinos con su ingenio, su cultura y su desvergüenza.

El pope y su mujer la papadia, con sus broncas conyugales, sus borracheras, sus arbitrios para poder comer, su desesperación y sus pecados, todos son la sal de la vida aldeana, la anécdota pintoresca que alegra un poco la triste vida de trabajo de los campesinos. El pope ha venido a ser el fermento anarquista de la aldea.

Y, a pesar de todo, subsiste ese difuso sentimiento religioso del pueblo ruso.

Este humilde comerciante que todas las mañanas abre su tiendecita, dispone cuidadosamente sus chucherías en el escaparate y se sienta detrás del mostrador a esperar melancólicamente a los problemáticos compradores, es uno de los tipos más emocionantes de Rusia.

Cuando abre su tiendecita no sabe qué nueva calamidad va a traerle el nuevo día. Puede esperar que de un momento a otro le confisquen sus pobres géneros, le insulte la muchedumbre o le encarcelen agentes de la GPU. El comerciante, este pequeño y humilde hombre de la tiendecita, es el paria de la Rusia soviética.

Empezó el régimen bolchevique por la abolición de todo el comercio privado. La persecución que entonces se hizo contra los comerciantes fue implacable. Los agentes de la Checa llegaron hasta el extremo de actuar como agentes provocadores del comercio ilegal para poder encarcelar a los comerciantes. Se disfrazaban de campesinos y tentaban la codicia de los comerciantes ofreciéndoles artículos a bajo precio para su reventa. Si el pobre comerciante se dejaba tentar por su indesechable afán de lucro y entraba a discutir la oferta, iba a dar inmediatamente con sus huesos en las prisiones de la Checa, de donde no salía ordinariamente sino para la deportación.

El establecimiento de la Nueva Política Económica, que rectificaba totalmente la actitud del comunismo ante el comercio, dio fin a la época heroica del comercio clandestino. Se permitía al comerciante vivir y comerciar, ya que era indispensable, pero su condición social no mejoraba.

Bajo el régimen de la nep (Nueva Política Económica) se tolera al comerciante considerándolo como un mal inevitable, pero se le hace objeto de toda clase de vejaciones e injusticias. El nepman es el enemigo del proletariado, que al ejercer ahora la dictadura, no tiene ningún escrúpulo en cometer con él toda clase de injusticias sociales. Al nepman se le acorrala por todos los medios, se cargan sobre él todos los tributos, se le priva de toda existencia social, no tiene derecho al voto, se niega a sus hijos el acceso a las universidades.

Al lado de cada tiendecita, el Estado abre un establecimiento cooperativo que le haga una competencia ruinosa merced a la exención de impuestos y a todas las ventajas de la protección oficial.

Pero, a pesar de todo, el hombre de la tiendecita, castigado y perseguido siempre, subsiste por un verdadero milagro de vitalidad. ¡Qué formidable fuerza tiene en el mundo el espíritu comercial! De todas las actividades burguesas combatidas por el comunismo, es esta del comercio la que con más pujanza retoña siempre.

El comerciante tiene tal capacidad de adaptación a las circunstancias, que, cuando más segura está la economía comunista de haberlo eliminado, más incrustado en ella se lo encuentra. En la actualidad, el neptnan ve claramente que no puede luchar con la cooperativa del Estado; ante el régimen de desigualdad de impuestos, la tiendecita privada sucumbe. Pero el comerciante no desaparece nunca; se transforma en agente de compras al servicio de la cooperativa, y dentro de ella sigue trabajando, guiado única y exclusivamente por su afán de lucro personal, que al fin y al cabo encuentra el modo de satisfacerse. Así se da el caso de que la cooperativa del Estado, caída en manos de comerciantes, pierde toda su virtualidad, y el comprador advierte un día que ha de pagar tan caras las cosas en el establecimiento cooperativo como en la tienda privada.

Cuando se constituyen sociedades para el comercio al por mayor, el Estado se queda con el 51% del capital, pero a pesar de este control, el lucro personal subsiste. El neptnan, perseguido, vilipendiado, privado de todos los derechos políticos y de toda consideración social, llega siempre a hacerse con la verdadera fuerza: el dinero.

Para evitar este retoñar incesante del espíritu burgués, los bolcheviques tendrían que hacer una revolución cada cinco años. La burguesía retoña siempre, y cada vez bajo disfraces más hábiles. El final de esta lucha, que es el final de la revolución, es difícil preverlo. ¿Se perderá el espíritu comunista arrastrado tras una máscara cualquiera del espíritu burgués? A fuerza de disfraces y evoluciones, ¿llegará el espíritu burgués a convertirse, a su pesar, en espíritu comunista?

¡Quién sabe! Yo he visto en las calles de Moscú los escaparates de estas tiendecitas tan perseguidas por los bolcheviques presididos por grandes retratos de Lenin o de Stalin, que estos humildes comerciantes envolvían en una orla de seda roja. Ya sé que se trata de una ficción, que el comerciante no siente ninguna admiración por los leaders del comunismo; pero este buen hombre de la tiendecita es tan dúctil y maleable, tiene tanta facilidad para adaptarse… En los países monárquicos, ¿no se les hace monárquicos a fuerza de colocarles retratos de los reyes, y en los republicanos no se convierten a la república por la sola sugestión de las alegorías cromolitográficas?

Ha sido la mujer quien ha sufrido más duramente las consecuencias de la revolución. El tránsito del viejo régimen al régimen comunista se ha hecho principalmente a costa de la mujer. Y, caso curioso, es la mujer rusa la que defiende y, en gran parte, mantiene el comunismo.

Las primeras arremetidas del comunismo fueron contra todos los atributos de la feminidad. Se les quitaba el derecho a educar a sus hijos, se condenaban sus ancestrales virtudes domésticas, se despreciaba su fidelidad al marido y su humildad ante el pater familias, se iba, en la propaganda del comunismo, hasta los tibios rincones del hogar que ella había cuidado amorosamente para destruirlos implacablemente al grito de «son prejuicios burgueses».

El efecto de esta propaganda no lo comprenderá nunca un latino, porque así como nuestras mujeres son en la vida social un elemento conservador, la mujer rusa es un formidable fermento revolucionario, no ya en los núcleos puestos al margen de la vida social por el antiguo régimen, sino en todas las clases sociales. El sentimiento revolucionario de la mujer, lo mismo entre las aristócratas que entre las aldeanas, es siempre superior al del hombre.

Súbitamente, la mujer rusa se encontraba en la calle, abandonada por el hombre y desprovista de sus seculares atributos, casi desnuda. Entonces no tuvo más remedio que sumarse a la revolución. Y lo hizo con el fervor que la mujer es capaz de poner en su esfuerzo cuando se cree investida de una misión providencial.

En 1924 había más de sesenta mil mujeres que formaban parte de los soviets rurales, y en la actualidad pasan de cien mil. Los congresos cantonales tienen unos veintitrés mil miembros femeninos, y mil doscientas mujeres trabajando en los soviets de los cantones. En la provincia de Moscú, el 20% de los presidentes de los soviets rurales son mujeres. En los comités ejecutivos provinciales el 21% de los miembros son también femeninos. (Perdón. He formado el deliberado propósito de no hacer en mi reportaje sobre Rusia una sola referencia a los datos estadísticos que tanto aman los bolcheviques, pero en este caso las cifras eran elocuentísimas. No reincidiré).

En pago a esta colaboración, el comunismo ha dado a la mujer lo siguiente: mayoría de edad a los dieciocho años, con la plenitud de todos los derechos civiles; facultad de ser elegidas desde esa edad para todos los cargos de la Unión, transformación del matrimonio en un simple acto de registro, sin más finalidad que hacer constar oficialmente la comunidad de intereses de dos personas unidas libremente; divorcio a demanda de las dos partes o de una sola; separación de bienes; derecho de la mujer a conservar su apellido, a fijar el lugar de su residencia independientemente de la voluntad del marido. La ley establece, sin embargo, que los cónyuges se deben ayuda mutua en los casos de paro forzoso, de enfermedad o de incapacidad para el trabajo, y estas obligaciones no pueden eludirse ni aun por medio del divorcio. La poligamia está penada, y cada uno de los cónyuges tiene derecho a exigir del otro, antes del casamiento, un certificado médico de sanidad. Los hijos no son legítimos ni ilegítimos; todos son iguales, y sus padres están obligados a alimentarlos y educarlos —en tanto el Gobierno soviético no esté en condiciones de hacerlo—, contribuyendo por partes iguales. En caso de separación de los cónyuges, el que conserve consigo al niño tiene derecho a percibir del otro, sea el hombre o la mujer, una pensión alimenticia.

La mujer trabaja como el hombre y con el mismo salario; tiene acceso a todos los talleres, excepto a aquellos en que la labor se considera nociva para su salud. El trabajo de noche les está absolutamente prohibido, y tienen dos días de descanso al mes con salario; se les paga igualmente el salario durante ocho semanas antes del parto y ocho semanas después. Mientras amamanta al hijo, la obrera tiene derecho a dos interrupciones de media hora cada una durante la jornada de trabajo. Desde 1917 están abolidas las penalidades contra el aborto, aunque éste sólo se puede practicar en los establecimientos sanitarios oficiales, y para ello se tropieza siempre con ciertas dificultades burocráticas, a no ser en los casos en que lo consideren indispensable.

Todas estas conquistas dan un aire bizarro y satisfecho a las mujeres rusas. Cuando ellas se refieren a la vida de las mujeres en los países capitalistas, tienen el mismo tono conmiserativo que las nuestras usan para condolerse de las mujeres mahometanas, por ejemplo. Están tan orgullosas de sus conquistas, que por nada del mundo volverían al régimen anterior. Este fervor revolucionario es tal, que cierran los ojos a la realidad, y ni siquiera ven las terribles dificultades materiales con que tropiezan en la situación actual de Rusia para el desenvolvimiento de su vida. La crisis de trabajo, que de hecho invalida todas las sabias medidas de protección a las trabajadoras, la escasez de viviendas, que impide la formación de matrimonios, y el atraso de la industria, que le priva de lo más indispensable, incluso de vestirse y calzarse, no son para ella más que accidentes. Yo he visto a estas muchachitas comunistas pasear altivamente arrebujadas en una vieja chaqueta de hombre y con un trapo basto de tejido aldeano liado a la cabeza por todo atavío. Es maravilloso ver cómo han prescindido aun de lo que nosotros creíamos sustancial en la naturaleza femenina.

Claro es que esto es sólo en lo que se refiere a la minoría que hoy rige los destinos de Rusia. Pero esta minoría es, de hecho, lo único que hay en la masa amorfa de los millones de habitantes del territorio ruso. Ya sé que, además de estos millares de muchachitas comunistas que van en piernas o con calcetines porque no hay medias, hay muchos miles de mujercitas que darían todas las conquistas de la revolución por un par de medias de seda.

Y, en esto, va a darse un caso muy pintoresco. El Gobierno soviético está invirtiendo grandes sumas en la creación de fábricas de seda artificial distribuidas por todo el territorio ruso. Pero no porque se conduela de esta necesidad burguesa de las jovencitas de la Unión, sino simplemente porque las fábricas de seda artificial se pueden transformar rápidamente en un momento dado en fábricas de productos químicos para la guerra.

¡Prodigio de la Química que vincula la defensa armada de la revolución en la supervivencia de una fruslería gruesa: las medias de seda!

La espantosa mortandad producida en Rusia, primero por la guerra, después por la revolución y finalmente por el hambre de 1921, creó este pavoroso problema de los niños abandonados. El padre había sido asesinado por las balas de los alemanes, de los ejércitos contrarrevolucionarios o de la Checa; la madre había sucumbido de inanición, y por un verdadero prodigio de la naturaleza, el hijo subsistía.

Subsistía en el más completo abandono, viviendo como las alimañas en los campos, como los perros vagabundos en las ciudades medievales y como los pájaros. Millares de chiquillos de ocho, diez o doce años iban a través de Rusia emigrando en bandadas hacia el Sur como las golondrinas cuando se aproximaba el invierno, y retornando en primavera a Moscú y Leningrado. Yo los he visto merodeando por los alrededores de las estaciones camino de Ucrania, del Cáucaso y de Georgia, hacia donde les empujaba el frío en los primeros días de septiembre.

Es maravilloso que hayan podido subsistir. Viéndolos ahora, ya grandullones, curtidos en esta vida heroica que no se diferencia en nada de la vida de las fieras en el desierto, uno se queda sobrecogido de espanto al pensar en los millones de ellos que han debido caer. Porque la vitalidad de los supervivientes es algo milagroso.

Han crecido y se han hecho hombres en el más absoluto abandono, durmiendo en invierno y verano a la intemperie, en los pórticos de las casas, en los tejares, en los cobertizos de las estaciones y en las cuevas de los desmontes, alimentándose exclusivamente del producto de sus rapiñas, pasando hambre, frío y fatigas, sin que jamás se acercase a ellos el hombre como no fuese para perseguirlos y castigarlos. Quisiera saber el concepto que estos muchachos tienen de la humanidad. Debe de ser muy semejante al que tengan los lobos, los zorros o los ciervos.

Pero con ser espantoso el pasado de estos muchachos, su porvenir es mucho más espantoso aún. ¿Qué van a hacer, para qué van a servir en la sociedad humana unos hombres criados como las fieras? Yo confieso que, a despecho de todo sentimiento humanitario, he tenido, siempre que he pasado junto a una de estas bandas de golfillos, una desagradable sensación de miedo y de repugnancia, esa sensación tan clara para los cazadores que hace empuñar mecánicamente la escopeta cuando se advierte la proximidad de una alimaña.

Esta de los muchachos abandonados es la gran vergüenza del régimen soviético. Yo no cometo la injusticia de culpar de ella a los bolcheviques. Ellos han hecho todo lo que podían para evitarla. ¡Pero podían tan poco!

Eran muchos miles los niños que se habían quedado sin hogar a consecuencia de la guerra, de la revolución y del hambre. Ha sido preciso esperar a que se fueran muriendo de hambre, de frío y de abandono.

Afortunadamente, ya quedan pocos; pero el problema que plantea la existencia de esos pocos supervivientes de la mayor iniquidad que han visto las edades es todavía pavoroso. ¿Qué se va a hacer con esos hombres criados como fieras?

Incorporarlos ahora a la vida social es punto menos que imposible. Los soviets han creado escuelas, reformatorios, campos de concentración e institutos para recogerlos y educarlos, pero es inútil. La prueba a que se les ha sometido ha sido demasiado fuerte. El muchacho de quince años que se siente vivo aún gracias únicamente a su fiereza, a su rapacidad, no fía ya más que en su vitalidad y en su instinto; es imposible reducirle a una disciplina social. Sabe que el hombre es el enemigo del hombre, y que sólo la astucia, la agilidad y la resistencia física garantizan el derecho a vivir.

Para volverlos a la civilización, hay que cazarlos como a verdaderas alimañas. Pero a pesar de todos los esfuerzos, aunque se les instale en centros de educación tan perfectos como el que ha creado la GPU en Moscú, fatalmente se escapan y vuelven a su vida salvaje de merodeadores, porque ya se ha creado en ellos una segunda naturaleza selvática que no consiente el contacto con la sociedad.

El peligro que unos hombres así formados representa para un país es imponderable. Afortunadamente, quedan pocos. La muerte, cebándose en ellos, ha desempeñado una misión civilizadora. De subsistir, esta generación de fieras hubiese sido la generación del Apocalipsis.

Como en San Marcos de Venecia, las palomas bajan en la Plaza Roja de Moscú a comer en la mano de los paseantes. Las autoridades soviéticas fomentan este amor al animal y a la planta por medio de una intensa propaganda, y las palomas se han hecho buenas amigas de los bolcheviques.

Esta mañana he visto en la Plaza Roja la siguiente escena:

Bajaban las palomas en bandadas a buscar el sustento que la buena gente les ofrece. Agazapado detrás de una farola, un golfillo de diez o doce años a lo sumo acechaba. Súbitamente, como un gavilán, el golfillo ha saltado de su escondite, ha prendido en la garra una paloma y ha emprendido una carrera desesperada con su presa escondida en el pecho. La buena gente comunista que ha presenciado la escena se ha lanzado en persecución del golfillo. Un guardia rojo le ha intimado a que se detuviera inútilmente. Si le coge, el castigo hubiera sido ejemplar.