PASEOS POR MOSCÚ

Apenas se pone el pie en Moscú, se tiene súbitamente, de una vez, la sensación de que aquello ha sido arrasado por la revolución. Se ve en seguida que el bolchevismo ha arrancado de cuajo todo lo anterior, no ya las instituciones de gobierno, sino las raíces más hondas de la vida privada rusa, los fundamentos de la familia, los estímulos personales, todo.

El bolchevique ha querido hacer tabla rasa de todo lo anterior. Esto donde se ve bien es en Moscú, donde no lo ha conseguido.

La vieja ciudad de Moscú se ha formado por sedimentación lenta a lo largo de los siglos. Toda ella tiene un sentido tradicional. Cada piedra de Moscú tiene su significación, responde a algo que ha estado arraigado durante siglos en el alma del pueblo. El Kremlin, la Ciudad China, la Ciudad blanca y la Ciudad de la Tierra son círculos concéntricos en los que ha ido sedimentándose el pasado moscovita. La parte más nueva de Moscú, el último de los círculos concéntricos que la forman, es la faja de monasterios, capillas e iglesias construidas en los siglos XVII y XVIII. Después, Moscú queda un poco clausurado, convertido en algo así como una ciudad relicario. Hasta que sobreviene la revolución comunista.

El comunismo, después de su triunfo en Petrogrado, fija su sede en la ciudad que indudablemente le era más hostil. Moscú no podía ser una ciudad comunista, y al advenimiento del régimen bolchevique se entabla una lucha a muerte entre la ciudad tradicional y el sentido revolucionario.

El comunismo era la fuerza revolucionaria más fuerte que registra la Historia, pero Moscú era la concreción más formidable del sentido tradicionalista que había en el mundo, y después de la terrible lucha, el viajero se encuentra con que el viejo mito moscovita subsiste. No tiene nada de extraño que los viajeros que pasan por Moscú y contemplan el panorama de la ciudad simplemente saquen la impresión de que el comunismo es, en la vida de Rusia, una cosa superficial que será barrida por el tiempo fácilmente y, sin embargo, en el espíritu moscovita el comunismo ha hecho tabla rasa.

Después de muchos paseos por toda la ciudad, he hablado de esto con un amigo que a veces me ha acompañado en mis andanzas; es un interesante tipo de intelectual, moscovita de adopción, de origen indio, que lleva muchos años en Rusia trabajando a conciencia en una obra sobre el regionalismo. Este hombre me decía:

—Los comunistas se han equivocado en esto como en muchas otras cosas. Por petulancia, porque estaban convencidos de la fuerza revolucionaria que dentro llevaban, quisieron dar la batalla al sentido tradicional de la existencia en el foco mismo del tradicionalismo. La revolución debió dejar Moscú como clausurado y edificar su ciudad. Cada vez que en la Historia aparece una gran fuerza nueva, edifica su ciudad. Pedro el Grande mismo, hizo la suya. Los comunistas debieron haber edificado su ciudad. Pero quisieron venir a Moscú a dar la batalla, y ya ve usted. Lo han destruido todo. Mire usted a la cara de las gentes; son otras. El comunismo ha trastornado todos los valores humanos, está formando una nueva humanidad y, sin embargo, no ha podido cambiar en lo más mínimo este panorama de Moscú con su sentido feudal, sus viejas murallas, sus iglesias, sus monasterios, sus palacios y sus barrios silenciosos en los que perdura aquel encanto burgués de otro tiempo.

Vamos paseando lentamente por los barrios apartados de Moscú. Las calles son anchas, y entre los guijarros del empedrado crece la hierba; por los portones entreabiertos se ven los enormes patios donde los chiquillos juegan y los gorriones picotean en los montones de basura. En un cuchitril de hojalata mohosa, un viejo sastre de portal inclina la cabeza cargada con el gorro de astracán sobre su costura y enreda los hilos de plata de su gran barba con el hilo gordo de su aguja. Todo tiene un aire inmóvil, inmutable, eterno.

La revolución ha sacado de sus goznes las hojas de las contraventanas, ha llenado de desconchados las paredes, ha secado los árboles del patio, ha dejado que se desmoronase aquella balaustrada y ha metido tres familias —tres extrañas familias— en lo que antes era cochera de los señores. Pero todo sigue exteriormente igual. Dentro, en las estrechas habitaciones, hay hacinada una humanidad conmovida por la revolución que intenta vanamente acomodarse a las exigencias de los tiempos nuevos. En cada habitación, una familia; en cada familia, una guerra viva. El padre es nepman, el hijo comunista; la madre va todos los días a pedir al pope consuelo para sus tristezas.

Todo esto, por dentro. Afuera siguen brillando las cúpulas doradas de las iglesias, suenan armoniosas las campanitas de los monasterios; una buena moza, recostada en el quicio de una puerta, ríe las vayas de un obrerillo, e incluso desde un rincón oculto, como una sordina, parten las notas de un piano desafinado en el que una mano inexperta va ejercitándose en hacer escalas lentamente.

El espíritu de las gentes ha cambiado, pero el espíritu de la vieja ciudad subsiste después de haber sido arrasada. No ha bastado que sobre la fachada del antiguo palacio de la nobleza cuelguen unas largas tiras de percalina roja en las que se dice que aquélla es la casa de los sindicatos.

En Moscú están construyendo ahora una casa. Seguramente se construyen otras, pero esto de levantar un edificio de nueva planta es siempre un acontecimiento en el Moscú soviético. La gente que pasa al pie de los andamiajes se entusiasma y se lo hace notar a uno maravillada.

—Mire: ahí estamos construyendo una casa.

Todas las casas que se construyen en Moscú tienen la misma arquitectura. Es esa arquitectura moderna de hormigón armado con grandes huecos apaisados, sin molduras ni cornisas, con las paredes lisas y las fachadas sin pintar: Le Corbusier. Pero este tipo de arquitectura moderna que en las ciudades modernas es tan decorativo, aquí, en el centro de Moscú, al lado de los viejos caserones moscovitas, junto a las cúpulas doradas de las iglesias y rompiendo los trozos supervivientes de las históricas murallas, es sencillamente horrible.

Los comunistas se han empeñado en cambiar radicalmente en unos años el panorama de la ciudad milenaria. Y no van a conseguirlo.

Ya que se han visto obligados a dar la batalla en Moscú, lo más hábil hubiera sido abandonar el centro de la vieja urbe e irse con sus construcciones tendinosas a las afueras, al ensanche de Moscú. En el cogollo de la ciudad fracasarán como creadores de un nuevo panorama urbano durante muchos años. En arte, lo viejo es más fuerte que lo nuevo.

En el verano, las calles de las barriadas populares de Moscú ofrecen un espectáculo abigarrado, como ya difícilmente se encuentra en ciudades de Centroeuropa. Para imaginar algo semejante hay que pensar en los barrios populares de Lisboa, Sevilla o Nápoles.

Las aceras están tomadas por centenares de vendedores ambulantes, puestecillos de baratijas, quioscos de refrescos, carros cargados con sandías y melones, encaramados en los cuales, los mismos campesinos venden su mercancía; limpiabotas a millares —únicamente en Sevilla hay tantos limpiabotas callejeros como en Moscú— y vagos profesionales recostados en las paredes.

Todo esto sobre un pavimento de guijarros que evoca el aspecto de las ciudades en mil ochocientos ochenta y al lado de unos caserones imponentes con las fachadas cubiertas de cal, en las que hay grandes desconchados que sus actuales moradores no se han cuidado de cubrir. Lo más destacado de Moscú es la falta de policía urbana, de urbanización. Tengo la seguridad de que la impresión desastrosa que muchos viajeros sacan de Rusia se debe principalmente a este defecto de los servicios municipales. Hay muchas gentes para quienes la civilización no es más que eso, y los soviets ganarían muchos adictos si, haciendo un esfuerzo, tuviesen un Cuerpo de guardias municipales uniformados decorosamente, y en vez de barrer las calles unas pobres mujeres cubiertas de andrajos, utilizaran en la limpieza pública un moderno servicio de relucientes automóviles. En definitiva, un poco de macadam y habría muchos más adictos al régimen comunista.

Esta abigarrada muchedumbre que puebla las calles de Moscú ofrece el espectáculo más desconcertante del mundo. En general, es un pueblo mal vestido. Cada cual cubre sus carnes con lo que buenamente puede y se adorna según su libérrimo capricho. La uniformidad del traje que se observa en las grandes ciudades occidentales es desconocida aquí. Hay un uniforme ciudadano —el de los comunistas—, pero sólo una minoría lo ha aceptado. La gente de Moscú, esos tipos desarraigados por la revolución y empujados por la necesidad, esas bandas de chinos miserables, esos grupos de campesinos que vienen a pedir trabajo en las inexistentes fábricas, esa antigua clase media convertida por fuerza en clase proletaria, viste de la manera más sorprendente del mundo. Al lado de las prendas locales más características, las telas de colores vivos del Cáucaso y de Crimea, los viejos trajes ingleses, los hábitos oscuros de los judíos y las camisas norteamericanas.

Hay, además, un fenómeno muy curioso. Durante los primeros años de la revolución, fueron proscriptos inexorablemente todos los atavíos burgueses. Como por ensalmo, desaparecieron los chaqués y los esmoqúines, los vestidos femeninos llenos de encajes y adornos y los sombreros con plumas y abalorios que por entonces se usaban. Todo esto era demasiado peligroso llevarlo en los años del comunismo de la guerra, y quedó cuidadosamente guardado.

Pero ha pasado el tiempo; el bolchevismo, firme ya, puede permitirse alguna tolerancia; hay un indudable renacimiento de los gustos burgueses como consecuencia de las inevitables concesiones a la burguesía, y aquella pobre gente de la clase media, que durante diez años ha tenido que vestirse con la sobriedad comunista, empieza a sacar tímidamente las viejas prendas tan amadas. El espectáculo es sorprendente. Después de diez años, nos encontramos de súbito en Moscú con una mujer vestida irreprochablemente a la moda que se llevaba en Londres o en París al final de la guerra. Estas pobres mujeres de la clase media creen que, después de los once años de régimen comunista, la moda de Occidente sigue siendo la misma y portan bizarramente sus toaletas anticuadas con una inconsciencia que da pena. ¡Pobre gente!

El comunismo, que aspira a ser tanto como un sistema económico, una norma moral, se preocupó desde el primer momento de proporcionar al pueblo, a más de lo indispensable, el modo de satisfacer la humana necesidad de esparcir el ánimo honestamente; la deshonestidad, para los comunistas, está fatalmente en todos los esparcimientos burgueses. Y sirviendo a esta necesidad, se construyeron varios parques de recreo en Moscú.

Uno de ellos, el más importante y el más típicamente comunista, es el titulado «Parque de la Cultura y el Descanso». Está emplazado en la orilla del Moscova y ocupa una vasta superficie en la que se han trazado parterres ingleses y macizos de flores encuadrados por anchas calles cubiertas de albero e iluminadas con potentes focos hasta última hora de la noche.

En este parque se han levantado unos cuantos edificios de audaz arquitectura moderna, decorados con colores radiantes, en los que hay exposiciones permanentes de la industria moscovita, muestras de los productos del campo y demostraciones gráficas por medio de cuadros estadísticos, dibujos comparativos, cifras y fotografías —todo el material de propaganda soviética— de la creciente prosperidad de Rusia bajo el nuevo régimen.

Se ha cuidado amorosamente todos los detalles. El comunismo ha querido poner en este parque todos los elementos de sugestión que puede ofrecer al pueblo: cinematógrafo, bandas de música y orquestas, exhibiciones de artes plásticas, curiosas demostraciones industriales, todos los entretenimientos instructivos; hay, además, en el parque pequeños campos de deporte con anillas, barras, paralelas y trapecios de los que los transeúntes se cuelgan al pasar para hacer unas flexiones automaticamente, con la misma indiferencia litúrgica con que los fieles católicos toman el agua bendita al entrar en las iglesias. El culto al deporte es ya entre los bolcheviques una verdadera liturgia. Con cualquier pretexto, el joven comunista se aligera de ropa y se pone a hacer gimnasia allí donde le place.

En los primeros años de la revolución, las campañas de propaganda de la higiene y el deporte dieron ocasión a graciosos excesos. Por ejemplo:

A las orillas del Moscova acudía una gran muchedumbre de hombres y mujeres para bañarse. Estos bañistas consideraron que el taparrabos era un prejuicio burgués y lo suprimieron. Desnudos como su madre los pariera entraban en el agua y salían de ella, merodeaban por los jardines y se tumbaban al sol en los muelles. Pero un día pensaron que esto de andar desnudos por las orillas del Moscova y vestidos por el centro de Moscú era también un prejuicio burgués. En el desnudo no hay ninguna deshonestidad, y un buen comunista podía mostrar su desnudez en la Plaza Roja sin que nadie tuviera derecho a escandalizarse. Siguiendo este razonamiento, uno de aquellos bañistas del Moscova subió una mañana al tranvía y se presentó en las calles céntricas con su paradisíaco atavío. Según la propaganda comunista en cuestiones de moral, esto era perfectamente lícito, y tras aquel revolucionario se lanzaron otros muchos. Las calles de Moscú empezaron a verse salpicadas de ciudadanos perfectamente en cueros que subían a las plataformas de los tranvías y entraban en los restaurantes con la misma indiferencia que si portasen el más correcto chaqué.

Para evitar este grotesco espectáculo, las autoridades comunistas, que no podían invocar razones de moral, tuvieron que hacer una enérgica campaña sanitaria y decir a los practicantes del desnudo que su desnudez les exponía al contagio de terribles e innumerables enfermedades de la piel. Había que vestirse para subir a los tranvías e ir al cine, pero no por ningún prejuicio burgués, sino para reservarse de la sarna. Gracias a este arbitrio, Moscú no se convirtió durante el verano en una colonia centroafricana.

En los parques y jardines hay todavía cierta libertad. Esta propensión del ruso a desnudarse es inalienable. Pero, en fin, se contentan con quedarse en camiseta. En camiseta de sport hay mucha gente que hace la vida de sociedad en Moscú.

Pese a todas las atracciones comunistas, el Parque de la Cultura y el Descanso no goza todavía de las preferencias del pueblo de Moscú. Es demasiado extraño y demasiado moderno. Es un parque trazado por jardineros norteamericanos y arquitectos alemanes que no va bien con el tono del espíritu moscovita.

Un poco más allá, siguiendo el curso del Moscova, hay unos viejos jardines de la época zarista en los que milagrosamente se conservan los trianoncillos, las grutas artificiales, los cisnes y las alamedas umbrosas. Es el típico parque burgués, con todo su artificio y su sabor romántico, pero la gente de Moscú, los amantes que quieren preocuparse sólo de su amor, los trabajadores que buscan descansar realmente después de la fatiga, los viejos y los niños prefieren perderse en sus senderillos descuidados a desfilar como en una gran parada comunista por las avenidas llenas de letreros del Parque de la Cultura y el Descanso.

Aparte de que ningún espíritu un poco delicado puede soportar al lado del paisaje clásico de Moscú este panorama detonante de un parque perfectamente extraño y arbitrario, norteamericano o germánico. Es el gran error de los comunistas, que iremos viendo repetido a lo largo de su actuación.

El Hotel Savoy es uno de los pocos signos del capitalismo que quedan en la Rusia soviética. De buena gana los bolcheviques lo hubieran hecho desaparecer; pero lo necesitan, es una de sus concesiones al capitalismo.

Diariamente pasan por Moscú unas docenas de extranjeros no comunistas con los que es preciso tratar y a los que hay que alojar a la manera burguesa. Son, por lo general, representantes diplomáticos, agentes del capitalismo alemán o norteamericano, periodistas de empresas burguesas, ingenieros, arquitectos, gente de la que los soviets necesitan. Para ellos únicamente está abierto este Hotel Savoy, exactamente igual a todos los grandes hoteles del mundo, salvo en el precio. El comunismo consiente que se viva burguesmente. Pero lo cobra caro.

Diez o quince rublos diarios dan derecho en Moscú a tener una cama de bronce, unas ostentosas cornucopias, unos sillones de raso, unos cuadros de estilo francés con grandes marcos dorados, un bolchevique que le pone a uno el abrigo ceremoniosamente y un camarero que le enciende oficiosamente el cigarrillo.

Esto, sin embargo, no nos permite creer que la vida comunista de los moscovitas tiene ninguna contaminación burguesa. Yo he llevado al Hotel Savoy a comunistas de Moscú que, al descubrir aquel ambiente burgués en la sede del comunismo, se maravillaban como si súbitamente hubiesen sido transportados a otra época.

El sentido comunista de la vida cotidiana es la mayor conquista de la revolución. De grado o por fuerza, el ciudadano de Moscú vive en un régimen distinto al del ciudadano de cualquier otra parte.

Lo primero que se advierte es que ha sido suprimida toda superfluidad. La gente tiene necesidad de comer, dormir y reunirse, y a estas necesidades se atiende, pero sucintamente.

Yo tengo la impresión de que hoy no hay nadie que se quede sin comer en Moscú. La alimentación es barata. Más barata que en ninguna parte del mundo, a pesar de esos telegramas de Riga que hablan constantemente del «hambre en Moscú». El kilo de pan cuesta diez copekas —unos treinta céntimos—, y la carne es tan abundante que se considera un lujo no comerla. El tipo medio de restaurante tiene un precio de ochenta copekas a un rublo por comida. Teniendo en cuenta no sólo el cambio, sino el valor adquisitivo de la moneda rusa, viene a ser unas dos pesetas.

Esto, claro es, para el que no es comunista ni obrero. El obrero tiene su restaurante cooperativo en la misma fábrica donde trabaja y come por una cantidad equivalente a una peseta. Téngase en cuenta que en Rusia sólo se hace una comida fuerte al día y que el obrero industrial gana un jornal que puede evaluarse en unas doscientas cincuenta pesetas mensuales. La acción de la Narpit —empresa del Estado para el abaratamiento de la alimentación de la clase trabajadora— ha sido eficacísima. El obrero come bien y come barato.

En cuanto a la vivienda, la tiene asegurada por el solo hecho de ser trabajador, por un precio irrisorio. En Moscú existe un pavoroso problema de habitación, pero no para los trabajadores, de cuyo alojamiento cuida el Estado.

Pero esto es sólo en cuanto se refiere a las necesidades primordiales; comer, dormir y transporte. Pese a todas las doctrinas comunistas, la vida tiene unas necesidades que pudiéramos llamar de estimación personal, a las que el Estado no puede atender por ahora. Y en este aspecto la vida es fabulosamente cara en Moscú.

Todo lo que el obrero ahorra de su jornal en las necesidades primordiales, lo gasta en procurarse un pequeño bienestar que, desde luego, no tiene punto de comparación con el que puede conseguir el obrero de un país capitalista.

Vestir, simplemente vestir, como sea, es ruinoso para la economía de estas gentes. Yo creo que la impresión desastrosa que mucha gente ha sacado de Rusia se debe a que es un pueblo de gente mal vestida.

Pero, además de esto, la vida del hombre civilizado exige una porción de pequeñas cosas sin importancia, de bagatelas, de naderías, que es imposible suprimir aun teniendo el más puro sentido comunista de la existencia. Y todo esto no podrá tenerse en Rusia durante mucho tiempo.

Esa falta absoluta de superfluidad es lo que da ese aire dramático a la vida en el régimen comunista. He visto el esfuerzo económico que para una pareja de jóvenes trabajadores representaba la adquisición de un pedazo de tela decorativa con que dar un poco de gracia a la sordidez de la estrecha habitación en que habían hecho su nido.

Uno mira estas cosas fatalmente desde un punto de vista burgués. Hay que admitir que el puro sentido comunista de la existencia puede suprimir todo eso, sustituirlo con unas satisfacciones espirituales más puras, más humanas, pero de momento, yo consigno que he encontrado gente que se consideraba infeliz por esta implacable determinación de lo necesario que hace el comunismo. Y esta gente no tenía ningún prejuicio burgués. Eran comunistas auténticos.